martes, 22 de julio de 2008

Mesianismos milenaristas

Flores Galindo interpretó el milenarismo medieval como una utopía popular. Durante la Edad Media, el milenarismo ofreció a los pobres una salvación en un mundo condenado a la inseguridad de la vida, por el hambre, las pestes y las guerras, y se convirtió en el sustento de las revueltas y rebeliones campesinas. También existió una corriente apocalíptica elitista que optó por el ejercicio de la piedad y la mortificación del cuerpo como un medio de acercarse a lo divino.
Uno de estos grupos apocalípticos fueron los flagelantes, aparecidos en el siglo XIII, que proclamaban la inminencia del fin del mundo y la santa ira de Dios. Ellos, para contribuir en la redención del mundo se infligían azotes a sí mismos. La secta surgió en Perugia, entre 1259 y 1260, y pronto sus miembros ascendieron a miles. Los flagelantes iban por las calles de los pueblos azotándose las espaldas e invocando a la gente a arrepentirse y a unirse a ellos en este castigo. El movimiento se extendió rápidamente por toda Europa y fue desarrollando rasgos violentos. En Europa del Norte, en Alemania y los Países Bajos, se volvió antisemita y la Iglesia y las autoridades laicas tuvieron que reprimir la cólera de los sectarios.
La peste negra, que se asoló Europa entre 1347 y 1349, estimuló el resurgimiento del movimiento de los flagelantes, quienes nuevamente anunciaron el inminente fin del mundo. Los flagelantes viajaban en grupos, prometiendo a abstenerse de todo placer físico y soportando torturas y flagelaciones durante 33 días, en recuerdo de los 33 años de vida de Cristo. En 1349, el papa Clemente VI los declaró herejes y fueron perseguidos. A comienzos del siglo XV, el movimiento rebrotó en Alemania, ocurriendo una nueva persecución y una nueva condena en el Concilio de Constanza.
Los mesianismos milenaristas se desarrollaron plenamente en el siglo XII. En esta época el proletariado urbano estaba en crecimiento, sobre todo en Italia, los Países Bajos y partes de Francia. La natalidad europea era alta y la población había crecido. También aumentó la brecha que existía entre los ricos y los pobres. Todas estas circunstancias crearon las condiciones propicias para los movimientos heréticos, como los de Tanquelmo y de Eudes de la Estrella.
La Edad Media europea había sido testigo de diferentes movimientos mesiánicos y milenaristas. Estos movimientos estuvieron ligados tanto a la aspiración de reforma como a los sentimientos sociales de frustración exacerbados por la miseria. En las rebeliones andinas del siglo XVI, como el Taqui Onqoy, también se encontraba la alianza entre quienes no están conformes con el orden existente y la revuelta popular. El Taqui Onqoy empezó instigado por los antiguos grupos dominantes nativos, los sacerdotes de los cultos locales, que como consecuencia de la Conquista se habían convertido en una población arruinada y despojada de sus funciones y privilegios.
Para comparar las rebeliones andinas, que alcanzarían un momento de clímax durante el siglo XVIII, Flores Galindo tuvo en mente a los movimientos inconformistas religiosos europeos medievales, como los de Tanquelmo, de Eudes de la Estrella y de los penitentes. Las revueltas de Tanquelmo y Eudes remecieron el norte y noroeste de Europa en el siglo XI. Estos movimientos fueron patrocinados inicialmente por los habitantes de las ciudades, los burgueses, pero rápidamente se convirtieron en revueltas populares que rechazaban los rasgos civiles.
Tanquelmo fue un hombre instruido, notario de la corte del conde Raimundo II de Flandes, partidario de las reformas gregorianas. Durante su juventud viajó como parte de una embajada a la Santa Sede, antes de hacer su primera tentativa mesiánica en Brujas, donde fracasó. Debido a ello tuvo que trasladarse a Zelanda y Brabante, donde tuvo mejor fortuna. Vestido como monje predicó y atacó a las costumbres licenciosas del clero. En estas provincias en crecimiento económico convocó a multitud de oyentes provenientes del proletariado urbano. En Amberes su prédica pasó a una posición más extrema, criticando ya no solamente al clero relajado sino a la misma Iglesia y a la noción de los sacramentos. Bajo su prédica, los habitantes de la ciudad rechazaron los sacramentos ofrecidos por sacerdotes licenciosos. Después predicó contra los diezmos, la gente dejó de pagarlos a la Iglesia y los donó a Tanquelmo y sus discípulos. Tanquelmo se proclamó reencarnación de Cristo, portador del Espíritu Santo y consiguió seguidores entre el pueblo. Se rodeó de doce hombres y de una mujer, a imagen de los apóstoles y de la Virgen. El nuevo Mesías llevó una vida de lujo, vistiendo ornamentos reales. Paseaba escoltado por guardias, precedido por una cruz, un estandarte y una espada. Se proclamó rey de los últimos tiempos, llegado para establecer un reino en que los sometidos encontrarían una compensación a sus pasadas desgracias. Durantes varios meses controló Amberes, pero en 1112 fue capturado por el obispo de Colonia. Tanquelmo logró escapar y pelear durante dos o tres años contra los señores feudales y los clérigos que lo perseguían, pero en 1115 lograron emboscarlo y matarlo.
El movimiento de Eudes de la Estrella apareció en las zonas más atrasadas de Bretaña y Gascuña. Su base social se encontraba entre campesinos empobrecidos. Eudes atacó a la rica Iglesia, negó sus poderes y su misión. Fundó una Iglesia opuesta, cuyos obispos tomaron nombres misteriosos: Sabiduría, Conocimiento, Juicio, etc. Los partidarios de Eudes vivían en los bosques, saqueaban y quemaban las propiedades de la Iglesia. Estos vagabundos ofrecían banquetes a los que Eudes acudía ataviado como rey. Se proclamó Mesías ante el Papa Eugenio III. Sus seguidores se negaban a trabajar, pues creían estar viviendo el fin de los tiempos y el Reino de Dios. Finalmente, en 1148 Eudes fue capturado y murió en prisión.
Estas dos revueltas deben entenderse en el contexto mesiánico y milenarista de su tiempo, el tiempo de las cruzadas. La especulaciones sobre el Rex iniquus, que precede al Anticristo y anuncia la llegada del rey del fin de los tiempos, estaban presentes en toda la época medieval.
Estas especulaciones dieron origen a movimientos populares de protesta, tales como las cruzadas pastoriles. Estos movimientos, lo mismo que el de los flagelantes, desarrollaron un antisemitismo sangriento y un anticlericalismo radical, y el mismo tipo de caudillos que las sectas de Tanquelmo y Eudes: ermitaños laicos, predicadores errantes, curas apóstatas, sacerdotes exclaustrados. Siempre anunciaban esperanzas mesiánicas y pretensiones de establecer un reino escatológico.
Estos movimientos populares florecieron tanto en las zonas donde la industria medieval alcanzó su máximo desarrollo como en aquellas más empobrecidas por haber queda fuera de las mismas. Allí donde los contrastes entre la fortuna y la pobreza eran más patentes, la precariedad del nuevo proletariado urbano formado por campesinos desarraigados o miseria de quienes seguían viviendo en el campo favorecía la inestabilidad social y mental.
En este clima de inestabilidad y de cambio vivió Joaquín de Fiore (1135-1202). Nacido en Celico, Calabria, donde su padre era notario, siguió la profesión de su padre en la corte de Palermo. El 1168 peregrinó a Tierra Santa y sobrevivió a una epidemia, tras lo cual recibió una revelación en el monte Tabor, lo que lo convenció para hacerse monje. Se volvió ermitaño y después de varios años ingresó a la orden cisterciense en Sambucina. En 1177 fue nombrado abad del monasterio de Corazzo (Sicilia), al frente del cual permaneció hasta 1188, año en que el para Clemente III le otorgó dispensa para que se dedica al estudio. Al año siguiente fundó el monasterio de San Juan de Fiore y después la orden de Fiore, aprobada por el papa Celestino II y protegida por el rey de Sicilia y después emperador Federico II.
Joaquín de Fiore creó un sistema profético basado en la correspondencia de las tres personas de la Santísima Trinidad, tres periodos de la historia y tres tipos de hombres: la edad del Padre, desde la Creación hasta el nacimiento de Cristo, correspondía al reino de los legos casados, la Ley y la materia; la edad del Hijo, al reino de los clérigos y de la Fe; y finalmente la edad del Espíritu, que llegaría pronto, correspondía al dominio de un nuevo orden monacal, el reino de los santos. En esta edad los hombres serían liberados del dominio de Ley, de la moral, y de la Fe, de la doctrina; se convertirían a la pobreza evangélica y vivirían según el Espíritu. Joaquín de Fiore fijó el año 1260 como el inicio de la edad del Espíritu.
En 1215, el IV Concilio de Letrán condenó la tesis de Fiore sobre la Trinidad, aunque no su doctrina en conjunto. En cambio la doctrina de sus discípulos, concretada por Gerardo da Borgo San Donnino en El Evangelio eterno, fue prohibida, debido a que vaticinaba la desaparición de la institución eclesiástica. El Evangelio eterno, escrito en 1254, consistía en una exégesis bíblica basada en el esquema de las tres eras de la Trinidad. La última era, el Milenio o Edad del Espíritu Santo, sería un tiempo de paz, alegría, amor y libertad, donde todos adorarían a Dios. La Iglesia fue presentada como una gran burocracia inútil y prescindible. Tres años y medio antes de esta era, llegaría el Anticristo, rey que destruiría a la Iglesia mundana para luego ser derrotado.
La idea de la edad del Espíritu como un reino monacal fue aceptada por las nuevas órdenes religiosas fundadas en el siglo XIII. Los dos órdenes principales fueron la dominica y la franciscana. La Orden franciscana fue fundada hacia 1208, por san Francisco de Asís. Fue aprobada por el papa Inocencio III en 1209. En 1223, el papa Honorio III emitió una bula por la que estableció a los Frailes Menores como una orden formal católica. La Orden fundada por san Francisco estaba formada, en gran parte, por hermanos legos, pero, un siglo después de su muerte era una Orden docta y clerical, con miles de miembros que servían a la Iglesia en actividades pastorales, misioneras, diplomáticas, ecuménicas y universitarias, llegando muchos de ellos a ocupar cátedras episcopales, cardenalicias e incluso papales, entre ellos Nicolás IV (Jerónimo Masci, 1288-1292), Alejandro V (Pitros Philargis, 1409-1410), Sixto IV (Francisco della Rovere, 1471-1484), Sixto V (Félix Peretti de Montalto, 1585-1590) y Clemente XIV (Lorenzo Ganganelli, 1769-1774). Los franciscanos conventuales constituyeron el tronco original de la Orden, del que brotaron las distintas ramas reformadas. En 1250, el papa Inocencio IV buscó tutelar la labor pastoral de los Hermanos Menores, declarando conventuales sus iglesias, es decir, dándoles la misma prerrogativa que las colegiatas. Los frailes, sin embargo, no recibieron tal denominación hasta la segunda mitad del siglo XIV, para distinguirlos de aquellos que se retiraban a ermitas, en busca de una observancia más fiel de la Regla. En 1517 León X dividió la orden en dos grupos: conventuales, autorizados a poseer bienes comunales, y observantes, quienes seguían los preceptos de Francisco lo más literalmente posible, que se convirtieron en la rama principal de la Orden. En España, los frailes Conventuales o Claustrales fueron suprimidos parcialmente, a instancias de los Observantes, por los Reyes Católicos a principios del siglo XVI, y definitivamente por Felipe II en 1568. A comienzos del siglo XVI se formó una tercera comunidad franciscana, los capuchinos.
La Orden de los Hermanos Predicadores fue fundada en 1214 por santo Domingo de Guzmán en Toulouse. Fue confirmada por Honorio III en 1216. Su objetivo fue luchar contra las herejías de aquel tiempo, por medio de la prédica, la enseñanza y el ejemplo de austeridad. De acuerdo con el propósito de su fundación, los dominicos desarrollaron una labor intensa como predicadores y se enfrentaron a cualquier variación en las enseñanzas de la Iglesia católica. A consecuencia de los desmanes cometidos durante la represión de la herejía albigense, el concilio de Toulouse de 1229 creó el Tribunal de la Inquisición. La Inquisición se encomendó a la orden dominicana, conformándose un tribunal permanente que actuaba en concordancia con el obispo de la región infectada por la herejía, por ello se la denominaba Inquisición Pontificia. En España, de forma diferente, la Inquisición se transformó en una dependencia de la Corona, comprometida con los objetivos reales. Después de 1620, se encargaron de supervisar la impresión de los libros.
En la Europa del fin de la Edad Media, las herejías populares y el milenarismo prometieron un mundo para los pobres e intenaron por lo menos garantizarles un lugar en él. Esta también fue la prédica de los hermanos menores. Habría otra edad donde los sufrimientos serían recompensados, donde los humillados serían exaltados y los poderosos abatidos. El milenarismo fue visto como herético por la iglesia. La Iglesia condenó el tratado de Fiore contra Pedro Lombardo, pero las nuevas órdenes mendicantes fueron vistas como los nuevos hombres espirituales anunciados por Joaquín. Los franciscanos espirituales a mediados del siglo XIII y otras órdenes de frailes y monjes se apropiaron de su profecía de la tercera edad durante los siguientes tres siglos. Joaquín de Fiore siempre conservó una reputación doble, como santo y hereje, por lo que sus escritos se vieron como altamente peligrosos.
En la Europa tardomedieval, la utopía también se fundió con la herejía religiosa. Se esperaba la realización de la utopía al final de los tiempos, ya que se pensaba que el mundo debía llegar a su término en una fecha precisa, el milenio. Es verdad que la certeza de la llegada del milenio no ocurrió en el año 1000, sino algo más tardíamente, en el siglo XIII, cuando se produjeron las grandes herejías populares europeas. Este clima de fin del mundo fue el entorno en que escribió Joaquín de Fiore. Sin embargo, el advenimiento del milenio fue progresivamente desacreditado por la Iglesia. El retraso de la Parusía fue fortaleciendo paulatinamente a la Iglesia como una institución jerárquica y estable. La teología de San Agustín había marcado la declinación entre la jerarquía eclesiástica de la creencia en la venida inminente del Señor. San Agustín quitó énfasis a la venida inminente declarando que el Reino de Dios había empezado en el mundo con el establecimiento de la Iglesia. La Iglesia como institución era la representante histórica del Reino de Dios en la tierra.
El milenarismo resultaba peligroso para la Iglesia, porque ponía fechas y lugares concretos para la salvación. El fin de los tiempos no era algo lejano sino inminente. La demanda de Cristo, predicar la palabra a todos los hombres de la tierra, se había vuelto real con la empresa ultramarina de la Edad de los Descubrimientos. Desde el siglo X, la Iglesia y todas sus instituciones estaban involucradas en el mundo. Nobles laicos tomaban parte en todos los asuntos eclesiásticos, incluyendo la designación de cargos monásticos; a partir de Otón I, los emperadores alemanes designaron a los papas según su conveniencia. Así, al igual que los nobles que nombraban a su gusto, el clero se convirtió en un reflejo de la nobleza y de sus luchas. La reforma cluniacense buscó corregir esta situación, estableciendo que el abad de cada monasterio designara a su sucesor. El Sacro Imperio Romano Germánico controló la designación de los papas hasta la reforma de Hildebrando en 1059. A partir de esta reforma, los cardenales eligieron al Papa, aunque dejaron al emperador su aprobación. Sin embargo, el emperador Enrique IV se opuso a esta limitación de su poder e inició la querella de las investiduras. La lucha entre el papado y el Imperio terminó con la renuncia de Enrique V en 1122 al derecho de la investidura. Para la gente llana y el bajo clero, la Curia y los príncipes de la Iglesia aparecieron como el enemigo con quien pelear y a quien vencer.
Este distanciamiento entre la gente y la Iglesia romana quedó en evidencia con el surgimiento del catarismo. El catarismo se difundió por el Languedoc, el norte de Italia y la península ibérica a lo largo de los siglos XII y XIII. Este movimiento viajó desde el mediodía francés, desde Occitania, siguiendo las rutas de los mercaderes y trabajadores de la lana y prosperó gracias al apoyo que encontraron los cátaros en los señores feudales de las regiones pirenaicas. Entre la corona de Aragón y sus vecinos de Foix, Toulouse, Cominges, Rosellón, Narbona, Montpellier y Provenza existían numerosos lazos económicos, políticos y familiares. Se desconoce el momento exacto de la entrada del catarismo en España, en los dominios de la corona de Aragón. El catarismo se difundió rápidamente en Cataluña. El concilio de San Félix de Caramanh (1167), de gran trascendencia para la iglesia cátara languedociana, dio la primera noticia de la existencia de buenos hombres en tierras catalanas. Pedro el Católico habitualmente fue tolerante con los buenos hombres. Los intereses comunes entre señores catalano-aragoneses y occitanos, terminaron por enemistarlos con la nobleza de la Francia septentrional, a causa de sus deseos de predominio sobre los territorios occitanos. Inocencio III proclamó la cruzada contra los albigenses del Languedoc en 1209. Frente a los herejes se organizó una expedición dirigida por Simón IV, señor de Montfort, que tenía también fines políticos al servicio de los reyes Capeto franceses. Los cruzados atacaron a varios vasallos y parientes del monarca aragonés, entre ellos el conde de Foix y Raimundo VI Trencavel, conde de Toulouse, quien pudo ser el personaje histórico que dio origen al caballero Parsifal o Percival de la literatura. Pedro II intentó lograr un acuerdo con Simón de Montfort en 1211, sin éxito. La derrota y muerte de Pedro II en 1213, en la batalla de Muret, frente a los cruzados de Simón de Montfort detuvieron la expansión catalana en Occitania y la expansión cátara en Cataluña. En 1229, mediante el tratado de Meaux, los reyes Capeto impusieron su soberanía sobre las tierras del Midi.
Para lograr la completa erradicación de la herejía cátara, el papa Inocencio III envió legados a diversas diócesis para estimular y reforzar la acción de los obispos, predicar y a atraer a los herejes a la fe. Domingo de Guzmán tomó parte en estas misiones en el mediodía francés entre 1206 y 1209. La frecuente ineficacia del tribunal de los obispos condujo al emperador Federico II y al papa Gregorio IX a decidir la creación de un tribunal extraordinario, donde el juez sería un clérigo, pero el príncipe garantizaría la base y la eficacia temporales de sus decisiones. En 1231 se creó el oficio de la Inquisición para aplicarse en Alemania y en Italia. Este tribunal se introdujo en el norte de Francia en 1233, y en el mediodía en 1234. A partir de 1252 la Inquisición dispuso del derecho de tortura a los presuntos herejes para lograr su confesión. Para la elección del juez, el papa Gregorio IX se inclinó hacia los religiosos y ocasionalmente los sacerdotes seculares. El primer inquisidor conocido fue Conrado de Marburgo, un secular. Sin embargo, los dominicos tempranamente se hicieron cargo de la Inquisición, especialmente en Francia. Tres años después también tomaron parte en la Inquisición los franciscanos. En adelante, los inquisidores del Languedoc fueron ordinariamente dominicos mientras que los de Provenza fueron franciscanos.
Tras la derrota en Muret, muchos cátaros buscaron refugio en la península ibérica, en tierras catalanas y aragonesas especialmente. Jaime I (1213-1276) abandonó los intereses occitanos y el deseo de crear un reino pirenaico, y se volvió hacia el Mediterráneo. Los refugiados cátaros se establecieron en los dominios de la Corona aragonesa y tomaron parte en la repoblación de Cataluña, Baleares y Valencia. Sin embargo, el funcionamiento de la Inquisición en Aragón desde el año 1232 contribuyó a erradicar los restos de herejía cátara en los reinos orientales. En torno a 1300, sus supervivencias dejaron de ser importantes. Sin embargo, la influencia cátara pudo haber sobrevivido a través de movimientos ascéticos y piadosos. A principios del siglo XIV, los individuos con inclinaciones ascéticas eran llamados beguinos. Los beguinos habrían sido seguidores reales o imaginarios de los albigenses, por lo que se los habría llamado albeguini.
Hacia 1260 surgieron otras formas de religiosidad al margen de la Iglesia, tales como los movimientos de flagelación penitencial, desarrollados a veces dentro de la ortodoxia, a veces heréticos. Los movimientos de flagelantes aparecieron en Italia como procesiones organizadas por clérigos para apresurar la venida de la tercera edad, la edad del Espíritu. Las grandes pestes de 1258 y 1259 favorecieron la aparición de un clima emocional adecuado para las flagelaciones. El movimiento se extendió por Perusa, Roma, las ciudades de Lombardía y desde allí a Alemania. En Alemania, el movimiento se volvió anticlerical. Ya en 1260 el hermano Arnaldo había predicado que la Santa Comunidad, los pobres, se apropiarían de la autoridad de la Iglesia. Los flagelantes alemanes aseguraban que podían salvarse sin la mediación de la Iglesia o la observancia de los sacramentos, solamente por los méritos adquiridos por la flagelación. El clero y los príncipes alemanes acabaron con el movimiento de flagelantes, aunque este sobrevivió clandestinamente y revivió en periodos de hambre o peste. Sus adeptos eran reclutados entre gente humillada, condenada a la pobreza sin esperanza, que justificaban sus creencias en revelaciones y visiones. Las revueltas populares de la baja Edad Media, las grandes herejías populares, veían la lucha contra la miseria como una manera de acercarse al fin de los tiempos. Los poderosos eran instrumentos del mal que debían ser abatidos. El milenarismo fue el sustento de las herejías que asolaron Europa durante entre los siglos XII y XIV. Las herejías brotan en el norte de Italia, el sur de Francia, Alemania, Hungría. En España el inconformismo religioso tomó un aspecto diferente: el misticismo apocalíptico, influido por el mundo árabe, por el sufismo.
Entre finales del siglo XIII y finales del XIV, el no conformismo medieval adquirió, junto a los movimientos de pobreza, aspectos antinómicos que condujeron a la herejía del Libre Espíritu. Mediante la pobreza voluntaria, los ricos renunciaban a sus bienes y se unían a la protesta de los pobres que anhelan la riqueza del Reino de los Cielos. A ellos les estaba permitido todo, porque vivían ya en la libertad de un mundo sin pecado, en el que cualquier cosa que se hiciese era santa. Desobedecían las normas éticas vigentes y desafiaban las reglas de la sociedad y de la Iglesia. Su antinomismo proviene tanto de la aspiración a la pobreza, como de su eclesiología (el joaquinismo), su escatología o su mesianismo. Son el pináculo del clima de rebelión constante reprimida o frustrada que se vivía al final de la Edad Media. Los franciscanos espirituales, las sectas joaquinistas, los flagelantes e incluso los franciscanos terciarios difundieron estas ideas antinómicas. A finales del siglo XIII, esta doctrina religiosa, llamada del Libre Espíritu, se extendió a través de mendigos y ermitaños llamados begardos. Los begardos llevaban una vida peregrina, mendigaban su comida y mantenían un contacto permanente con las gentes del pueblo. Los begardos, como los goliardos descritos en el Carmina burana, eran groseros, glotones y lascivos.
Las heterodoxias fueron características del cristianismo europeo medieval, pero comenzaron a variar desde el siglo XII debido al desarrollo urbano. La nueva sociedad, basada en la división del trabajo y la economía monetaria, se organizó en obreros, artesanos y burgueses. Entre ellos se formó una nueva percepción del cristianismo. El primer rasgo de esta nueva percepción fue la promoción de la pobreza como un valor social y moral a través de la pobreza voluntaria.
El ideal de la vida apostólica, basado en el seguimiento estricto de Cristo, la pobreza rigurosa, la comunidad de bienes y una piedad evangélica, condujo finalmente a la reforma y renovación religiosa entre los siglos XI y XIII. Este mismo ideario orientó programas heréticos, subversivos, frente al orden opresivo de la sociedad feudal, llena de desigualdades.
Estos ideales, que animaron los valdenses, se convirtieron en los objetivos esenciales de las corrientes pauperísticas de los siglos XIII y XV, los movimientos de los espirituales y de los fraticelli, los que fueron los sectores más radicales de las órdenes mendicantes, especialmente de la franciscana, y de las beguinas y begardos. Los movimientos no conformistas medievales mantuvieron una relación estrecha con la idea de reforma de la Iglesia. Sin embargo, las sectas más radicales fueron más allá de la idea de reforma y de la subsistencia misma de la Iglesia como institución de salvación. Las sectas radicales fueron más allá de la Reforma protestante y buscaron restituir a la Iglesia al modelo apostólico de los inicios del cristianismo. Estas sectas surgieron tanto en los países protestantes como en los católicos, pero desaparecieron de España a lo largo del siglo XVI.
Juan Olivi, natural del Languedoc, propagó las ideas joaquinistas y la doctrina pauperística en Cataluña. Durante el siglo XIV vivieron catalanes adeptos a la ideología de los fraticelli, como Arnau Oliver, Bernat Fuster, Ponç Carbonell y Arnau Muntaner. Muchos beaterios catalanes de mujeres y varones piadosos o exaltados, las beguinas y los begardos, siguieron la conducta de los espirituales y fraticelli. Algunos de estos grupos desarrollaron el radicalismo extremista de los franciscanos heréticos. Surgieron centros de beguinos en Barcelona, Gerona, Villafranca del Penedés, Puigcerdà, Valencia y Mallorca. La misma corte de Mallorca fue un foco importante de beguinismo. Varios hijos de Jaime II (1262-1311) favorecieron la causa de los fraticelli, incluso después de su enfrentamiento con el papa Juan XXII a causa de la disputa sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles. Sancha, hija de Jaime II, esposa de Roberto II de Nápoles, convirtió la corte napolitana en refugio para los franciscanos extremistas, perseguidos por la Santa Sede después de la condena de Juan XXII. El heredero de Jaime II, Felipe, terminó asumiendo las ideas y la práctica religiosa de los fraticelli y formó un círculo vivaz y austero de beguinos durante su regencia en Mallorca en 1324.
El movimiento franciscano, de beguinos y fraticelli persistió en Aragón hasta el siglo XV, a pesar de la condena del concilio de Vienne contra las tendencias quietistas e iluministas que existían en algunos sectores del beguinismo. El concilio de Tarragona de 1317 enfatizó la necesidad de precaución para de discernir lo ortodoxo de lo heterodoxo en esta corriente espiritual. El fenómeno beguino logró gran difusión en la parte occidental de la corona de Castilla, en Galicia, en Sevilla, en Salamanca y Burgos. Hasta la primera mitad del siglo XV persistió la presencia de fraticelli en España.
Europa había conocido movimientos milenaristas como el de los minoritas o el de los fraticelli desde hacía muchos siglos. Las profecías milenaristas anunciaban el fin de los tiempos y la segunda venida de Jesucristo, para redimir al mundo de sus pecados y a juzgar a los hombres, estableciendo el reino de Dios sobre la Tierra, igualitario ante la presencia del Señor. La salvación predicada por los movimientos milenaristas era colectiva, terrenal, repentina, perfecta y milagrosa. Los milenarismos medievales incluyeron los movimientos relacionados al retorno del rey (fuese Arturo, Federico o Sebastián), las profecías de Joaquín de Fiore, la herejía del Libre Espíritu y a los herejes husitas y taboritas de Bohemia. Jan Hus (1372-1415) también predicó contra los abusos y la corrupción del clero. Hus había ejercido desde 1401 el cargo de decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Praga. En 1402 fue ordenado sacerdote y actuó como predicador en la capilla de Belén, pronunciando sus sermones en lengua checa y no en latín. Hus compartía muchas de las ideas del teólogo inglés John Wycliffe, considerando que la Biblia era la máxima autoridad religiosa y no la corrupta Iglesia romana. En 1408 atacó en sus sermones al arzobispo de su archidiócesis y se le prohibió ejercer sus funciones sacerdotales. En 1409 las doctrinas de Wycliffe fueron condenadas y Hus, que había las enseñado, fue excomulgado en 1410. Gracias al apoyo popular que contaba en Praga, continuó predicando incluso después de que la ciudad quedara bajo interdicto en 1412. Sin embargo tuvo huir de Praga al año siguiente. En 1414 acudió al Concilio de Constanza para defender sus opiniones, pero fue arrestado, procesado por hereje y condenado a morir en la hoguera.
La noticia de su muerte conmovió a Bohemia e impulsó una reforma nacional, con apoyo del rey Wenceslao, de la nobleza y la burguesía checas. La Iglesia quedó bajo control de la autoridad civil y los clérigos adictos al Papa fueron destituidos. Dentro del movimiento popular husita surgieron tendencias radicales que sobrepasaron los objetivos de la nobleza. Un levantamiento masivo de artesanos, tejedores, herreros, sirvientes, jornaleros y miserables alcanzó el control en Praga. El levantamiento urbano encontró un fuerte apoyo del campesinado. Hacia 1419 el movimiento husita se dividido en una facción moderada y otra radical. Los husitas moderados, llamados utraquistas o calixtinos, sobretodo nobles y burgueses, asumieron los Cuatro Artículos de Praga (1420), formulados por Jakoubek de Stribo, sucesor de Hus en la capilla de Belén, en Praga. Estos reclamaban la libertad sacerdotal para predicar basándose en las Escrituras, la comunión de la comunidad laica bajo las dos especies, la pobreza obligatoria para el clero y la Iglesia y castigos severos para los pecados graves. Los husitas radicales, en su mayoría campesinos y pobres, soñaban con una utopía cristiana y popular en la tierra, reclamaban la abolición de los derechos del clero, del rey y de los señores feudales y de la liturgia en latín. Las principales sectas radicales fueron los taboritas y los horebitas. Los taboritas fueron milenaristas, igualitarios y heterogéneos.
Cuando Segismundo, el emperador del Sacro Imperio romano y rey de los húngaros, fue coronado rey de Bohemia en 1419, los husitas controlaban el país. El papa Martín V declaró la cruzada en contra los husitas y Segismundo atacó pero fue derrotado por los husitas liderados por Jan Zizka. Zizka expulsó del país a miles de alemanes contrarios al movimiento husita. Tras la muerte de Zizka, Procopio el Grande dirigió a los husitas en numerosas victorias.
Luego de sucesivas derrotas, en el Concilio de Basilea, la Iglesia buscó y alcanzó en 1433 un compromiso de reconciliación con la facción utraquista. Los utraquistas y los católicos unieron fuerzas y derrotaron a los taboritas en Lipany, cerca de Praga, en 1434. Luego de su derrota, muchos taboritas se refugiaron en Alemania y continuaron su actividad, que influenció el desarrollo de tendencias radicales en el campesinado alemán.
También durante el fin de la Edad Media se desarrolló el antinomismo. Este afirmaba que la sola fe en Cristo liberaba a los cristianos de la obligación de observar la ley moral, propuesta en el Antiguo Testamento. La insistencia de San Pablo en sus Cartas sobre la incapacidad de la ley para asegurar la salvación y la salvación mediante la fe sin las buenas obras fueron la base para plantear la abolición de toda obligación para obedecer a la ley moral. El cristiano se debía comportar de forma ejemplar sin coacción, sino a partir de una devoción superior a la ley. Sin embargo, la ausencia de la obligación fue entendida como un permiso para ignorar la ley moral y carecer de reglas para determinar la conducta que se debía seguir, pudiendo ejecutar cualquier acción, incluso las consideradas por el común de la gente como pecaminosas, sin ser mancillado ni tener culpa. El antinomismo tuvo una gran difusión. Incluso en el siglo XVI, Lutero describió las opiniones del predicador alemán Johann Agricola como antinomistas para refutarlas. La controversia antinomiana de este periodo terminó en 1540 cuando Agricola se retractó de sus tesis. Posteriormente, otros movimientos inconformistas, como los anabaptistas ingleses se adhirieron y defendieron posiciones antinomistas.

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