lunes, 29 de septiembre de 2008

Errata

Ninguna obra humana está completa ni libre de errores. Cervantes concluyó la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha con el robo del rucio a Sancho Panza, pero continúa la segunda con ellos juntos otra vez junto a su señor. Así, en la página 51 de la edición de Buscando un inca publicada en Lima en 1988 se lee:
En 1607 y 1619, con la edición de la primera y segunda parte de los Comentarios Reales, termina el nacimiento de la utopía andina.
Flores Galindo no llegó a corregir esta falla, pese a tratarse ya de la tercera edición de su obra. El ya no está vivo para hacerlo y con el mayor respeto, que no otro motivo me impulsa a ello, anoto:
En 1609 y 1617, con la edición de la primera y segunda parte de los Comentarios Reales, termina el nacimiento de la utopía andina.

Aniversario de los Comentarios Reales

Los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega fue la obra fundadora de la literatura y de la historia escrita por los que luego vendríamos a llamarnos peruanos. En 1609 fue publicada en Lisboa la primera parte y la segunda parte, titulada por sus editores Historia general del Perú fue publicada en Córdova en 1617. En Lima no se vería una edición hasta 1918. Garcilaso rescató su pasado y empleó al lenguaje como una herramienta para comprenderlo. Garcilaso no pretendió dar cuenta de toda la historia del país, sino de aquella que él conocía. Estaba convencido de que los historiadores no debían persistir en la contradicción mutua, sino en la interpretación, y buscaba lograr la inserción del mundo andino en Occidente, en la República cristiana.
La reflexión sobre los orígenes y la definición de nación peruana, del sentimiento nacional y del nacionalismo fueron temas importantes de investigación para la historiografía peruana del siglo XX. La generación del novecientos, especialmente José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaunde, recuperación la figura del Inca Garcilaso y lo propusieron como modelo para los peruanos, resaltando su condición de mestizo y su pertenencia a la tradición occidental, como ejemplo de un hombre que se abría a las influencias del mundo. Flores Galindo también estudió la obra de Garcilaso para definir las relaciones entre la nación real y la posible, como utopía. Tanto él pero aún más Guaman Poma resaltaron el papel del Estado en la creación de una República, no solamente bajo el aspecto institucional y bajo las prácticas políticas, sino que también a través de los aspectos culturales y morales que debían promoverse, tanto para lograr la formación de la conciencia entre los habitantes de este reino, fueran europeos o andinos. Flores Galindo rastreó en Garcilaso el origen de las identidades particulares y regionales en los Andes, tanto como la creación de elementos del imaginario y de la memoria de los distintos grupos humanos que habitaban en los países andinos. Luego criticó a Riva Agüero y Belaunde porque afirmaban el carácter constituido de la nación peruana, mientras que él se reafirmaba en la definición dada por Renan de la nación como una consulta constante a la población por su identidad. El resaltó la necesidad de estudiar los procesos de construcción de esta nación posible ubicada en los Andes y conformada por hombres andinos y por inmigrantes de tantas partes del mundo. El investigó la relación que existió entre la modernidad y la aparición de la nación, buscando las causas políticas, culturales y económicas que provocaron la emergencia de naciones en los Andes.
Al comenzar el siglo XX, la elite de la República aristocrática peruana había dado por resuelto el tema de la identidad nacional. Pero una generación de intelectuales, la generación del novecientos, integrada por José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaunde o Raúl Porras Barnechea decidieron investigar cuál era la base de la peruanidad. Ellos la entendieron como heredera de la gesta de la Conquista y del mestizaje, aunque privilegiaron la tradición hispánica sobre los aportes andinos. A diferencia de los pensadores positivistas de la República aristocrática que tuvieron un claro racismo, como Javier Prado o Alejandro Deustua, ellos reconocieron la dualidad del país, pero estaban convencidos de que el país se fundaba y se fundía en las ciudades criollas, creadas por los españoles. Una generación más tarde Jorge Basadre llamó la atención sobre el Perú profundo, encarnado en los tercos y ásperos campesinos de las tierras altas, que nunca habían claudicado ante los conquistadores y que se resistían a ser asimilados en la sociedad occidental y se negaban a desaparecer.
Riva Agüero realizó una recuperación dramática de la formación de la identidad durante la colonia a partir de la figura del Inca Garcilaso. Defendió la historicidad de los Comentarios reales frente a los ataques de Marcelino Meléndez Pelayo. Empleó la figura del cronista mestizo cusqueño para definir la identidad nacional peruana en particular y latinoamericana en general. Riva Agüero destacó como principal característica de la obra de Garcilaso su completa integración a la cultura europea, española y cristiana católica. Por esto resaltó la figura de Garcilaso como un historiador renacentista. Pero por el mismo motivo, la etnohistoria terminó desarrollando desconfianza hacia la obra de Garcilaso y relegándola. Tom Zuidema y María Rostworowski negaron su valor como fuente para el estudio del pasado andino. Los críticos de Garcilaso asumían que él deliberadamente había alterado la información de acuerdo a los modelos renacentistas y a sus necesidades personales.
Garcilaso al construir su relato se enfrentaba al problema de narrar el pasado andino de forma que fuera comprensible para sus lectores, los descendientes de la nobleza cusqueña, que necesitaban una historia que los justificara, y para los occidentales, ignorantes de la historia andina. Este texto, escrito tanto para su presente como para el futuro, ha logrado un nuevo significado. El siglo XX vivió fenómenos que transformaron completamente la sociedad peruana y la manera como ella se veía a sí misma. Migración, desborde popular, crisis del Estado, cholificación, utopía andina, guerra silenciosa. La segunda mitad del siglo XX presenció el descubrimiento de un país hasta entonces ignorado, a través de estudios arqueológicos e históricos. Los antropólogos, lingüistas y etnohistoriadores, cumpliendo los anhelos de José María Arguedas, revelaron un país no de una sola alma, sino de múltiples rostros, heterogéneo, formado mediante diferentes tradiciones históricas. El siglo XX vivió la irrupción de lo andino como una nueva forma de conciencia del Perú. Los peruanos descubrieron su propia historia y volvieron a plantear los objetivos de la sociedad y del Estado. Ya no hace falta un Estado que suprima todo lo plural y diferente, sino que nuestro país necesita crecer reconociendo las muchas herencias, andina, occidental, africana y oriental, que tiene.
Desde su fundación, las ciudades empezaron a ser asediadas, ocupadas y al final invadidas por personas que no tenían un lugar en la sociedad y que no conseguían ser integradas en ella: eran los mestizos, las castas del orden estamental español, los hijos de la Conquista y de la vergüenza, hombres sin esperanzas a quienes ese mundo no ofrecía ninguna alternativa. Flores los describía como:
Hijos naturales, personas ilegítimas… vagos, desocupados, marginales. El estereotipo los identificó con gente pendenciera, dispuesta a cualquier revuelta. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Pero en el siglo XX, estas personas ilegítimas y marginales fueron los provincianos, campesinos de los Andes, cholos pobres, quienes invadieron las ciudades de los conquistadores.
Garcilaso, un mestizo, calmado y deseoso de alcanzar un lugar en la sociedad, fue la primera voz de este grupo, que no pudo asumir la identidad de los conquistadores y que empezó a imaginar un orden diferente al instaurado por las autoridades coloniales, soñando con un pasado fabuloso.
La utopía andina se formó a partir de las meditaciones de Garcilaso ante los restos de la sociedad andina originaria. El asumió los desafíos del mundo moderno para entregarse a la creación de una identidad, al reclamo por los derechos de los hombres, a la conciencia de la historia propia, aunque debiese acabar con el pasado andino para crear una modernidad propia. La utopía que Garcilaso narró fue el medio para educar la mentalidad de los hombres andinos y permitirles responder al desafío de la historia moderna. Esta utopía fue una herramienta para sobrevivir ante el embate de Occidente.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Aniversario de la publicación de los Comentarios Reales

El próximo año se celebran el cuarto centenario de la publicación de los Comentarios reales, ocurrida en Lisboa en 1609. Esta obra es el testimonio personal de la historia de los incas y una definición para un país a la vez nuevo y antiguo, entre el mundo incásico y el cristiano, entre la tradición oral y la escritura, entre el pasado y el porvenir, hecho el primer gran escritor andino, el Inca Garcilaso de la Vega. Desde entonces se ha resaltado su condición de hombre de dos mundos, provisto de una perspectiva privilegiada pero también destinado a una visión trágica.
En la ancianidad, solitario y frustrado, se refugia en el pueblito de Montilla y allí emprende una tarea diferente: escribir la historia de su país para entender sus desventuras personales. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Garcilaso recorrió un largo camino hasta convertirse en escritor. En 1560, a los veinte años, llegó a una España que abandonaba el Renacimiento por la Contrarreforma, dejando atrás un mundo andino transfigurado. Esperaba ser aceptado en el entorno paterno y fue recibido en Badajoz por su tío homónimo, mayorazgo familiar. No debió sentirse muy cómodo este tío, ya que al año siguiente, en 1561, se mudó a Montilla, un pequeño pueblo de Andalucía, acogido por otro hermano de su padre, el capitán Alonso de Vargas, veterano de las guerras de Italia. Entre 1562 y 1563 residió en Madrid, gestionando mercedes ante la Corte por los servicios prestados por su padre. Sin embargo, para la Corona Garcilaso no era nadie, simplemente un mestizo, hijo de un padre traidor y de una bárbara madre india, un cristiano nuevo, descendiente de idólatras, desprovisto de verdaderos títulos nobiliarios e incluso de limpieza de sangre. No tuvo ningún éxito en sus gestiones y, frustrado, pidió autorización al Consejo de Indias para regresar a Perú, la que le fue otorgada en junio de 1563, como señalándole un camino al anonimato y la oscuridad. Sin embargo, él no volvió a su patria, sino que permaneció en España e hizo allí su vida.
Miro Quesada atribuyó su negativa a regresar a Perú al nombramiento de Lope García de Castro, el mismo que en el Consejo de Indias rechazó sus solicitudes, como gobernador general del Perú, por lo que Garcilaso no abrigaba esperanzas de un mejor futuro en caso de regresar al país. Incluso pudo haber pensado que sus posibilidades de alcanzar una vida honrosa podrían disminuir aún más por los cambios que podrían ocurrir y que ocurrieron durante los años siguientes. Finalmente, el futuro cronista retornó a Montilla, al hogar de su tío Alonso de Vargas. Decidió demostrar su hidalguía sirviendo en los ejércitos de Felipe II, para afirmar su nobleza a través del oficio de las armas, aunque no está probado que haya participado en las campañas de Italia o de Flandes. En 1568 se alistó en el ejército para combatir la rebelión de los moriscos en Las Alpujarras y obtuvo el grado de capitán. Durante los años siguientes Garcilaso volvió a reclamar privilegios, aunque ni haber peleado por el rey ni dedicarle su obra le daría ningún rédito. Sin haber obtenido beneficios pecuniarios de las acciones de armas, en 1570, regresó como siempre a Montilla. Se radicó definitivamente allí, se fue occidentalizando y llegó a ser perfectamente bilingüe. Su tío Alonso de Vargas falleció en 1570, dejándole en herencia la mitad de sus bienes, pero con usufructo vitalicio para su viuda, Luisa Ponce de León, que le sobreviviría otros quince años. Este periodo fue de vida honrada y modesta para Garcilaso. El permaneció en Montilla hasta 1591 para luego trasladarse a Córdoba.
Garcilaso inició su vida pública como escritor muy tardíamente. Recién en 1590 apareció su traducción de los Diálogos de amor y más tarde aún, en 1605, La Florida.
Al final de su vida concluyó la Historia general del Perú, segunda parte de los Comentarios reales, que dictó a su hijo Diego y se publicó póstumamente en Córdoba en 1617. En estos libros contaba dos historias que habían quedado entrelazadas: de un lado, la de la utópica sociedad incaica, que él proponía como modelo para cualquier sociedad; y la suya propia, la de su tiempo, de la Conquista y de la ruina final tanto de los incas como de sus conquistadores.
Yo, incitado del deseo de la conservación de las antiguallas de mi patria, esas pocas que han quedado, porque no se pierdan del todo, me dispuse al trabajo tan excesivo como hasta aquí me ha sido y delante me ha de ser, al escribir su antigua república hasta acabarla.
Mucho se ha especulado sobre los motivos que llevaron a Garcilaso a escribir su historia y las influencias literarias que recibió. Porras Barnechea propuso que un grupo de cronistas americanos, incluidos Garcilaso, Guaman Poma y Santa Cruz Pachacuti, escribieron sus obras para desmentir al Virrey Toledo y refutar a los cronistas toledanos, a Diego Fernández el Palentino y a Francisco de Gómara, dando fin a la versión difamatoria que ellos habían elaborado sobre los hombres andinos. Nuestro cronista habría citado a escritores españoles para fortalecer su posición. Raúl Porras identificó a ocho cronistas con los que Garcilaso dialogaba en su obra: el padre jesuita José de Acosta, Pedro Cieza de León, Fernández de Oviedo, López de Gómara, Diego Fernández el Palentino, Román, Blas Valera y Agustín de Zárate. Pero también dialogaba con las corrientes de pensamiento de su época (el humanismo y el Renacimiento, la Contrarreforma y el Barroco, el misticismo y la teoría política) y debatía las prácticas y los discursos oficiales que desde el establecimiento del virreinato detuvieron el ascenso y la incorporación de los grupos mestizos e indígenas descendientes de las aristocracias incaicas al aparato administrativo español.
El cronista estuvo preocupado por explicar tanto la actuación de su padre durante las guerras civiles como por hacer comprensible el destino de su familia materna. Estando ya establecido en Montilla, luego de haber peleado en la guerra de Las Alpujarras, se enteró que el virrey Toledo había condenado a muerte al último Inca, Túpac Amaru. Este príncipe, como él lo llama, era primo suyo por lado de su madre, Isabel Chimpu Ocllo. El Inca de Vilcabamba había sido derrotado y luego fue ejecutado por Toledo en la plaza mayor del Cusco, con lo que toda la nobleza cusqueña, incluidos quienes contribuyeron a establecer el dominio hispánico, quedaron marginado del proyecto colonial. Garcilaso se conviritó en un hombre sospechoso y casi infame, por la traición de su padre y la rebeldía de su primo. No había sido esta la postura inicial de los conquistadores ni de la misma Corona. El padre Bartolomé de Las Casas, consultado en Madrid, había propuesto que se reconociera al reino inca de Vilcabamba como un reino autónomo, pero vasallo de la Corona, dentro del Virreinato del Perú. Sin embargo, Toledo buscó una justificación para actuar contra los incas y sus herederos y argumentó que ellos no tenían derecho al reconocimiento de privilegios ni a la restitución de la propiedad de sus dominios, porque esos dominios los habían conseguido injustamente, haciendo guerras de conquista y usurpando el derecho de sus anteriores propietarios, los señores locales, a quienes terminaría por recurrir para asegurar el control de territorio y de la población. Toledo buscó demostrar que los Incas habían sido opresores de los otros indios y que los españoles habían liberado a los pueblos andinos de esta opresión, restituyendo a los verdaderos señores en sus justos derechos. Además, ya se había extendido la idea de que no había ninguna utilidad en rescatar el saber de los pueblos indios ni en conocer las creencias y los ritos de los nativos americanos. Incluso el padre José de Acosta había anotado la futilidad de su conocimiento. Por eso no valía la pena indagar en el pasado andino. Para Garcilaso, en cambio, la memoria del pasado era un tema central.
Garcilaso afirmó que había redactado su obra a partir de los relatos que había escuchado en su infancia, en particular aquellos hechos por su tío abuelo Tito Cusi Huallpa y se ha asumido que necesitó del tiempo y de la nostalgia para darle forma. Pero ya ha quedado claramente establecido que la narración que realizó nunca buscó ser un fuente histórica minuciosa y contrastable, sino un ensayo moral y un proyecto político. A través de la narración buscaba que la historia andina no terminara con la muerte del último inca de Vilcabamba, sino que se prolongara mediante la reivindicación y glorificación del pasado incaico, asumiendo la noción occidental de la fama pero continuando la tradición andina del relato del propio linaje. Tras haber adquirido una perspectiva del mundo con la traducción de los Diálogos de amor y destreza literaria y solidez en la exposición del tema tras la redacción de La Florida, Garcilaso emprendió la escritura de los Comentarios reales y a través de ellos la construcción un tinkuy, la historia de la confrontación entre los hombres andinos y los occidentales, empeñándose en la creación de una completa mitología para el país.
Riva Agüero y Porras afirmaron que Garcilaso escribió siguiendo las reglas de la historiografía renacentista, ejemplo de un hombre del Nuevo Mundo completamente integrado en Occidente, ajeno a las tradiciones andinas. Los historiadores renacentistas se caracterizaron por haber retomado el estudio de la literatura de la Antigüedad clásica, griega y romana, y buscaron recuperar a la retórica como un modelo de educación. Los humanistas en el siglo XV volvieron a las lecciones de Cicerón para el estudio de la Historia. Cicerón había establecido como ideales de la historiografía la elegancia en el estilo y la aplicación de los principios morales a los acontecimientos de la vida pública. Los historiadores latinos Tito Livio, Tácito y Suetonio, a quienes leyó Garcilaso, continuaron esta doctrina.
Pero ellos ignoraron que los escritores renacentistas también buscaron un acercamiento realista y práctico a la historia política y elaboraron una nueva perspectiva teórica y utópica. Leonardo Bruni, el Aretino, estudió las redescubiertas obras de Tácito y repensó la historia de la Roma republicana e imperial y de su ciudad natal, Florencia, a través de la experiencia romana. Luego Nicolás Maquiavelo y Francesco Guicciardini propusieron un nuevo modelo historia política, donde el mundo quedó vinculado a la ambición humana y fue sometido a la razón de Estado. En España, Elio Antonio de Lebrija difundió los nuevos modelos humanistas. Sin embargo, no se detuvo la redacción de crónicas siguiendo la tradición de la alta Edad Media, de acuerdo al modelo establecido por el canciller Pero López de Ayala.
Los comentarios en el Renacimiento fueron considerados como un género didáctico claramente definido, resultado de una larga tradición medieval. Los comentarios eran realizados sobre un texto clásico como desarrollo de un curso. El lector explicaba sus notas o comentarios a un texto clásico verbalmente, mientras que los alumnos tomaban apuntes sobre ellos. A partir de 1470 comenzó a difundirse la costumbre por la cual los profesores revisaban las anotaciones hechas por sus alumnos con el fin de preparar la publicación de un texto del curso dictado, que se convertía en un manual sobre la materia. Aunque al principio se solía publicar el texto glosado y los comentarios, a medida que los comentarios fueron volviéndose más extensos empezaron a publicarse por separado. Los pensadores humanistas emplearon este método para conservar y difundir sus investigaciones. Los textos usualmente comentados fueron la Biblia y los clásicos.
Durand y Miro Quesada investigaron las influencias europeas, clásicas, renacentistas, piadosas o jurídicas, presentes en su obra, pero siempre buscando justificar su condición de primer historiador peruano. En el caso de Garcilaso también debieron existir actitudes y motivos intelectuales y emocionales que satisfacer al momento de escribir y un marco referencial característico, diferente y personal.
Sin embargo, ni Porras, Durand o Miro Quesada supieron valorar los motivos del Inca. No apreciaron la influencia que León Hebreo y la tradición mosaica tuvieron en la obra del cronista. En 1590, Garcilaso había publicado en Casa de Pedro Madrigal, el impresor madrileño, su traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo.
Judas Abrabanel, más conocido como León Hebreo, había nacido en Lisboa hacia 1460. Su abuelo, Samuel Abravanel, miembro de una importante familia judía de Sevilla, fue tesorero de los reyes de Castilla Enrique II y de Juan I. Los Abrabanel abandonaron España después de las matanzas de judíos de 1391 y se refugiaron en Portugal. Su padre, Isaac Abrabanel, exegeta y filósofo, fue arrendador de las tierras reales y consejero áulico en la corte lusitana, tesorero de Alfonso V, rey de Portugal, pero tuvo que huir a Castilla al ser acusado de complotar contra su sucesor, Juan II. En Castilla, Isaac Abrabanel fue agente comercial de Isabel la Católica y proveedor de los ejércitos castellanos durante la guerra de Granada. Los Abrabanel permanecieron en España desde 1483 hasta la expulsión de los judíos en 1492, después de la cual padre e hijo pasaron a Nápoles, donde Isaac entró al servicio del rey Ferrante y de su sucesor, Alfonso II. Judas viajó por Italia y debió conocer a Pico della Mirandola y quedar bajo la influencia del humanismo neoplatónico florentino. Recién en 1535, después de su muerte, se publicó en Roma su obra maestra, los Diálogos de Amor. León Hebreo renovó la erótica de Platón y la armonizó con la mística judaica y dotándola de trascendencia ontológica.
En los Comentarios reales, la reconstrucción del pasado del Imperio Inca se convirtió en un puente desde un mundo que había dejado de existir a otro nuevo, que solo podía empezar a existir a partir de la escritura traída por los occidentales, pero heredando los nombres originales del espacio andino. Garcilaso empleó la lengua general del Perú como un lazo de unión con la tierra, como la definición de la patria.
Otras muchas cosas tiene aquella lengua [la de los incas], diferentísimas de la castellana, italiana y latina, las cuales notarán los mestizos y criollos curiosos, pues son las de su lenguaje, que yo harto hago en enseñarles con el dedo desde España los principios de su lengua, para que la sustenten en su pureza, que cierto es lástima que se pierda o se corrompa, siendo una lengua tan galana
Los Comentarios reales fueron escritos en la hermosa prosa castellana del Siglo de Oro, pero los lugares de la patria siempre fueron nombrados en la lengua de los incas. La escritura occidental fue empleada como el instrumento necesario para conservar la memoria de la civilización inca y del pasado andino, creando una identidad personal y colectiva. La escritura occidental y la lengua castellana fueron los medios necesarios para la comunicación de los Andes con el mundo.
… me sea lícito, pues soy indio, que en esta Historia yo escriba como indio, con las mismas letras que aquellas tales dicciones se deben escribir; y no se les haga de mal a los que las leyeron ver la novedad presente en contra del mal uso introducido, que antes debe dar gusto leer aquellos nombres en su propiedad y pureza…
El descubrimiento de América se relacionó con y contribuyó a la cambiante visión del mundo que se desarrollaba en una Europa que pasaba de la Edad Media a la Modernidad. Cristóbal Colón escribió la primera descripción sobre los territorios recientemente incorporados a la Corona española todavía en un tono medieval pero muchos conquistadores y muchos evangelizadores escribieron descripciones sobre los países a los que llegaron en el nuevo espíritu épico y de misión. Hernán Cortés describió el México prehispánico en sus Cartas de relación. Fray Bernardino de Sahagún redactó su Historia general de las cosas de la Nueva España, documentándose ampliamente en las tradiciones nativas.
Los Comentarios reales, lo mismo que la crónica de Guaman Poma, fueron dedicados al rey Felipe como una reconvención, poniendo como ejemplo de moralidad y buen gobierno el señorío de los incas. Se ha discutido mucho el papel en la historia de España y de Europa, en especial el papel del rey Felipe II, si fue un rey bueno o malo o que tan rey de su tiempo fue realmente. La idea que la leyenda negra difundió sobre la España del siglo XVI, sobre la España de los Austrias, La España de la Conquista y la Contrarreforma, quedó bastante reforzada por el rol que cumplió este rey. El fue responsable de transformar a España en una nación cerrada y dominada mentalmente por la Iglesia, transformada en fanática y reprimida en todas las potencialidades que había demostrado tener. En la segunda mitad del siglo XVI España dio el giro definitivo hacia la ortodoxia y la intolerencia. Hasta ese momento el declive de España no estaba decidido, pero durante su reinado quedó fulminantemente determinado: España se volvió contra sí misma, contra su propia gente que tenía ideas distintas acerca de la religión, contra los moriscos y contra los alumbrados en Valladolid o en Sevilla -como ya antes lo había hecho contra los judíos conversos-, contra aquellos que simpatizaban con Erasmo, con Lutero o con cualquier reformador. España se volvió contra el entendimiento y la lectura, incluyendo leer la Biblia y, más aún, leerla traducida al castellano u otra lengua vulgar o nativa, distinta del latín que muy pocos entendían, y mediante el Index prohibió la lectura de tantos libros. Los intentos de reforma que había planteado Erasmo, que habían sido acogidos por Carlos V, fueron rápidamente olvidados y arrojados a un lado, tratando como sospechosos a quienes recordaran que alguna vez el Emperador había simpatizado con ellos. Felipe II acrecentó los errores de su padre. Saber leer, siendo del pueblo, era mala señal, y leer una Biblia traducida, aunque fuese la magnífica versión de Cipriano de Valera, era un delito. El gran místico y traductor español del siglo XVI, Fray Luis de León, ya había sido perseguido por lo que emprendió con su versión del Cantar de los Cantares. Felipe II condujo a España a la intransigencia más feroz y furibunda, condenando al país al encierro y al aislamiento. Así, en el Imperio donde nunca se ponía el sol la Inquisición se empeñó en que no hubiera una Biblia en castellano. Al prohibir la libertad de lectura, Felipe II logró que España perdiera la conciencia moderna, aquella que podía pensar por sí misma sin las andaderas de la Iglesia, por el miedo que tenía de que la libertad se convirtiera en atea.
Garcilaso reivindicó la condición humana y la civilidad de un pueblo distinto a los europeos en general y a los españoles en particular. Garcilaso, pese a pesar de las tantas veces que le fueron negados beneficios y mercedes, seguía creyendo en la necesidad de establecer un diálogo entre los Andes y Occidente, aferrándose al ideal de la comunidad de los hombres como un mundo de interlocutores, a pesar de los errores y los malos entendimientos.
Se ha sostenido que Garcilaso buscó siempre un lugar en el mundo y una identidad que no poseía. Esta búsqueda se habría manifestado a través de sus varios cambios de nombre. Hasta 1563 fue conocido como Gómez Suárez de Figueroa, nombre honroso que remontaba a una larga línea de antepasados ilustres y que llevaban los duques de Feria, uno de los cuales, Gómez Suárez de Figueroa, tercer duque, pelearía en la Guerra de los Treinta Años. Luego adoptó el nombre paterno, Garcilaso de la Vega, para terminar llamándose Inca Garcilaso. Era usual en la España del siglo XVI que un hombre fuera bautizado siguiendo reglas confusas y que más adelante fuera adecuando su nombre a los logros que conseguía en su vida. Esta tradición era más fuerte en el mundo andino. Fray Domingo de Santo Tomás en su Gramática o arte de la lengua general de los indios de los reynos del Perú contaba que
Es de notar que estos indios suelen poner nombres a los niños poco después de nascidos… Y estos nombres los tienen hasta que llegan a ser de edad de veinte años arriba o poco más, o que se casan o están para ello. Y entonces se mudan el nombre, y les llaman otros nombres: o de los padres o agüelos o personas que a avido muy notables y principales en su linaje, o brevemente el mismo parecer de sus padre, o los que están en lugar dellos; si no los tiene, acoge el nombre con que se quiere nombrar… Y si toman el nombre del padre o abuelo, antes que ellos mueran, añádese un término que lo distingue del padre o abuelo
Cuando decidió cambiarse el nombre, Garcilaso tenía veinticuatro años, justamente la edad en que los incas solían tomar un nombre nuevo y asumían una nueva identidad en el mundo de los hombres mayores.En Montilla se dedicó al estudió y desarrolló su vocación literaria. Porras Barrenechea afirmó que durante los largos años de retiro en Montilla, sin actividades en que ocupar su tiempo, Garcilaso se entregó a la nostalgia, elaborando sus recuerdos a través de las lecturas en la biblioteca de su tío. Leyó a Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, Castiglione, Petrarca, Séneca, Cicerón, Vives, Alberto Magno, el padre Vitoria y Domingo de Soto. En el inventario de la biblioteca del cronista también figuraban historiadores clásicos como Tucídides, Polibio, Plutarco, Flavio Josefo, Salustio, Julio César, Cornelio Tácito, Suetonio, Virgilio y Lucano.
Raúl Porras Barrenechea fue responsable muchos de los errores en el entendimiento del mundo andino. El defendió la idea de una sociedad prisionera en su pasado y en crisis, de un estado andino decadente y una nobleza cusqueña envilecida. También definió la imagen que se ha difundido de Garcilaso como un hombre humilde y sin ambiciones, y propuso la imagen de un hombre tímido y apocado por su condición de mestizo y sus ascendientes indios. A pesar de sus méritos, como haber descubierto los años perdidos del cronista en Montilla, Porras continuó y reforzó los prejuicios que la oligarquía criolla había desarrollado para explicar su posición predominante en el Perú republicano. Porras afirmaba que debido a su natural timidez, natural por su ascendiente indio, Garcilaso había escogido escribir en el género histórico más modesto, el comentario, evitando los géneros mayores, la historia, la crónica y los anales, con lo cual ignoraba las declaraciones del cronista al inicio de su obra, que se proponía describir los hechos de aquella República clara y distintamente, a diferencia de los cronistas españoles que las habían descrito tan cortamente que no podían sino ser mal entendidas.
Aunque ha habido españoles curiosos que han escrito las repúblicas del Nuevo Mundo, como la de México y la del Perú, y la de otros reinos de aquella gentilidad, no ha sido con la relación entera que de ellos se pudiera dar, que lo he notado particularmente en las cosas que del Perú he visto escritas, de las cuales, como natural de la ciudad del Cuzco, que fue otra Roma en aquel imperio, tengo más larga y clara noticia que la que hasta ahora los escritores han dado.
Garcilaso pudo seguir la noción del Eros desarrollada por la maga Diotima en El banquete. Desde ese punto de vista, los seres mestizos no estarían disminuidos sino que tendrían una facilidad especial para desarrollar competencias y actitudes para el conocimiento, sirviendo de intermediarios entre mundos diferentes, entre el mundo andino y Occidente.

martes, 22 de julio de 2008

España bajo los Austria

A partir del siglo XIII Europa pasó por profundas transformaciones que dieron origen al sistema de estados-nación centralizados característico de la Edad Moderna. En España se inició tempranamente este proceso, aunque todavía en el siglo XVII el país no existía como una nación con un gobierno centralizado, sino que la Corona española comprendía a varios reinos: Aragón, Valencia y Castilla. Esta última era la base del poderío y principal fuente impositiva de la Corona. Durante el siglo XVI España fue la gran potencia europea. Las Cortes castellanas habían desarrollado atribuciones fiscales y la Corona se había enriquecido con el oro de las Indias. Sin embargo, a medida que se avanzaba hacia el final del siglo y al inicio del siguiente, España fue perdiendo terreno ante los demás países europeos y ante Francia en particular, la que le disputó la hegemonía y la que más notablemente aumentó su centralización y su fiscalidad durante el siglo XVII. En protesta contra ello el Parlamento de París tuvo que levantarse varias veces, entre 1648 y 1653. A la larga Francia desarrollaría las potencialidades de la modernidad antes que España.
La hegemonía hispana comenzó con la elección de Carlos I de España al trono del Sacro Imperio en 1519. Sin embargo, el emperador Carlos estableció una monarquía universal que carecía de unidad política y de cualquier forma de gobierno que vinculara a los reinos y feudos que la integraban. Carlos I había sido desde 1516 rey de los reinos castellanos (Castilla, León, Toledo, Murcia, Córdova, Sevilla y Granada), de los reinos anexionados a éstos (Navarra, el país vasco y las Indias) y de los dominios de la Corona de Aragón (los reinos de Aragón y Valencia, el principado de Cataluña y sus territorios mediterráneos, el reino de Nápoles, Sicilia y las Baleares). Las Indias que heredó de su madre comprendían solamente las Antillas, pero en las dos décadas siguientes, con la Conquista de México en 1521 y de Perú en 1532, se extendieron a dos grandes virreinatos. Además de sus dominios peninsulares, Carlos I heredó Flandes y el Franco Condado, territorios borgoñones. En 1519, al ser elegido Emperador, había recibido los feudos patrimoniales de los Habsburgos en Alemania y Austria.
Carlos V siempre tuvo en alta estima el ideal de la caballería y en toda ocasión se comportó como el primer caballero, aunque este modelo de conducta ya había quedado anticuado en el siglo XVI. Desde el siglo XIII se había observado un proceso paulatino de decadencia de la caballería feudal como fuerza de combate, debido a su incapacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos en la guerra durante la Baja Edad Media. La expansión y especialización de la infantería y el desarrollo de las armas de fuego habían puesto en evidencia el ocaso de la caballería feudal. Este final quedó manifestado claramente en la transformación funcional de los torneos ocurrida entre los siglos XII al XV, cuando dejaron de ser un ejercicio de entrenamiento militar de la nobleza y se convirtieron en un espectáculo cortesano de recreo, un ritual de autoafirmación aristocrático, sin verdadero valor militar.
Carlos fue el gran monarca español del Renacimiento. El Renacimiento se caracterizó por una explosión de vitalidad en todos los aspectos de la sociedad: recuperación demográfica después de la Peste negra, expansión del comercio, crecimiento de las ciudades, fortalecimiento de los Estados nacionales, invención de la imprenta, grandes descubrimientos en ultramar, recuperación de la cultura clásica grecolatina. La sociedad renacentista fue sin dudas una sociedad expansiva e innovadora, pero, al igual que la sociedad medieval, siguió siendo más aristocrática que burguesa, pese a las apariencias. Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVI, Europa y España vivieron un período de crecimiento, al tiempo que pasaban del feudalismo al capitalismo, abandonando el sistema de relaciones sociales en el cual la moneda tenía un papel secundario a un nuevo sistema donde el dinero se constituyó en el motor de la economía. Las grandes remesas de oro y plata americanos que llegaban a Sevilla desde el principio del siglo XVI no crearon esta transformación, pero sí la estimularon tanto como a las actividades comerciales.
La sociedad española sobre la que reinó Carlos V en el siglo XVI fue creativa y renovadora, entregada de lleno a desarrollar nuevas capacidades. Durante este siglo, el país prosperó en base a dos grandes recursos: la producción de lana a partir de los carneros merinos de calidad superior, llevada adelante por la Mesta, y el flujo constante de metales preciosos desde las Indias. Pese a la posición preponderante que España ejerció en Europa, no logró transformarse en una nación moderna ni en una sociedad capitalista. España mantuvo un crecimiento demográfico sostenido durante todo el siglo XVI, lo que tenía relación con la prosperidad general del reino. Esta prosperidad ocurrió principalmente en los territorios castellanos, más que en Aragón o en Navarra. Castilla abarcaba el 65% del territorio peninsular y comprendía al 75% de la población. El crecimiento demográfico produjo desarrollo de las ciudades, particularmente Valladolid, Segovia, Toledo y Sevilla. Sin embargo, la población española continuó siendo predominante rural, estimulada por la necesidad de ampliar la frontera agrícola frente a las crecientes demandas de cereales, carnes, vino y aceite de una sociedad en expansión. La labranza y la ganadería fueron actividades complementarias pero enfrentadas entre sí por la necesidad de tierras, especialmente en las décadas finales del siglo XVI.
La población española comprendía grupos privilegiados y gente común, los villanos o pecheros. Los grupos privilegiados poseían un status jurídico especial, una situación económica favorecida y ejercían una influencia determinante en la sociedad. Estas tres características estaban presentes en la nobleza. La nobleza, durante el siglo XVI, comprendía tres niveles: grandes y títulos, caballeros e hidalgos. Los grandes de España eran unas pocas familias: Enríquez, Velasco, Mendoza, Pimentel, Alvarez de Toledo. El número de grandes y títulos fue aumentado con la centuria. A principios de siglo hubo 25 familias de grandes y 35 de títulos, a finales de siglo eran 41 y 99 respectivamente. Los grandes gozaban de privilegios reales: se podían mantener con la cabeza cubierta y sentados en presencia del rey, la reina se levantaba para recibirlos a ellos y a sus mujeres, podían escuchar misa a caballo. Los grandes fueron el principal grupo privilegiado, poseían ingentes riquezas, por la que antes se los había llamado ricos hombres, y tenían un enorme poder político. Los grandes señores laicos y eclesiásticos administraban más de la tercera parte del territorio español. Estos señores desempeñaban funciones judiciales, administrativas y económicas en sus dominios. Los señores ejercían en sus dominios las funciones de la Corona. Los nobles no ejercían ningún oficio vil ni realizaban trabajos manuales, llevaban una vida ociosa y desocupada, dedicados a las fiestas, los banquetes, los paseos o la caza, manteniendo a un séquito de criados y sirvientes. Los criados no eran sirvientes en sentido actual de la palabra, sino que comprendían a todos aquellos que se acogían en la casa de un señor, bajo su protección, y eran literalmente criados por él. Incluso podían ser criados los jóvenes nobles que completaban su educación al servicio de un rico señor, que podía ser pariente suyo.
Se denominaba caballeros a los integrantes de las Ordenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa; a los señores de vasallos que percibían, tributos, rentas y derechos, y a los mismos miembros de las oligarquías municipales. Las Ordenes militares habían sido creadas durante la baja Edad Media y tomaron parte en las cruzadas y , en el caso de las Ordenes españolas, en las guerras de la Reconquista. La Orden de Santiago fue fundada en 1161 para proteger a los romeros que peregrinaban al santuario de Compostela y adoptó la regla de San Agustín, aunque no tomaron el voto de castidad. La Orden de Alcántara fue fundada en 1156 y adoptó la regla del Cister, hasta que en el siglo XVI abandonaron el voto de castidad por la defensa de la Inmaculada Concepción. La Orden de Calatrava fue fundada en 1158 y adoptó la regla de San Benito. La Orden de Nuestra Señora de Montesa fue fundada por Jaime II de Aragón y aprobada por el Papa en 1317; su objetivo fue luchar contra los piratas berberiscos que asolaban las costas de Valencia. Los maestrazgos de Santiago, de Calatrava y de Alcántara fueron sometidos a la Corona por los Reyes Católicos en 1492, cuando Fernando de Aragón consiguió la concesión del título de Gran Maestre de estas tres Ordenes en forma vitalicia por el papa Alejandro VI. Tras la muerte de Fernando II, el Emperador Carlos incorporó definitivamente a la Corona los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara en 1523. El maestrazgo de Montesa fue incorporado a la Corona por Felipe II en 1587. Después de la incorporación de los maestrazgos, los hábitos de las Ordenes militares fueron empleados para recompensar méritos o servicios realizados a la Corona, aunque en la segunda mitad del siglo XVI empezaron a ser adjudicados principalmente a segundones de familias nobles.
Los hidalgos eran el nivel inferior del estamento nobiliario. Existía hidalguía notoria, de solar conocido, e hidalguía de privilegio. Los hidalgos notorios eran de sangre noble, mientras que los hidalgos de privilegio habían obtenido la hidalguía por merced real o la habían comprado.
Todos estos grupos privilegiados estaban exentos del pago de impuestos directos, es decir, no tenían la condición de pecheros. A diferencia de otros países europeos, la condición noble fue más frecuente en España. En el censo de 1591 se registraron más de 600,000 nobles, una décima parte de la población. Sin embargo, la proporción de hidalgos no fue pareja en todo el reino. En las provincias del norte, en Asturias y en Merindad de Transmiera, los hidalgos fueron el 75% y el 85% de la población, mientras que en Burgos, León, Soria o Valladolid fueron de 8% a 25%, disminuyendo en Andalucía de 6% y reduciéndose a 3% de Extremadura, comparable ya al promedio europeo.
Los nobles eran fundamentalmente un grupo urbano. Las familias principales establecieron sus residencias en las ciudades, tales como los Benavente en Valladolid; los Velasco, condestables de Castilla, en Burgos; los Enríquez, almirantes de Castilla, en Medina de Rioseco; los duques del Infantado en Guadalajara; o los duques de Alba en Alba de Tormes. En el campo vivía menos gente noble, por lo general hidalgos pobres.
La hidalguía quedaba definida por la libertad del hombre, entendida como la exención de tributar. El empadronamiento en el listado de tributarios reducía al hombre a la condición de villano pechero. En esto la hidalguía seguía la noción de libertad que podía verse entre los pueblos beduinos y bereberes que conquistaron al-Andalus. La hidalguía podía ganarse lo mismo que heredarse. Sin embargo, la hidalguía hereditaria, aquella de la que no había memoria de su principio, era tenida por más honrosa.
Existían tres vías para alcanzar la hidalguía: el valor, la virtud y la riqueza. La mejor vía para llegar a la hidalguía era la del valor demostrado en combate, en la Reconquista, en las guerras del rey en Italia y Flandes o, en menor medida, en la Conquista de América. La segunda vía era la virtud o mérito personal demostrado mediante los servicios civiles. Este era el caso de quienes habían conseguido la hidalguía por el estudio, al doctorarse en las universidades de Salamanca, Valladolid o Alcalá de Henares y que se extendería a todos los letrados como grupo. La última vía, la de la riqueza, era la forma menos predecible y menos honorable de alcanzar la hidalguía, ya que era necesario que la riqueza no proviniese de una fuente vil. Por definición, los hidalgos no podían dedicarse a las artes mecánicas sino que debían sostenerse con el producto de sus tierras. Por ello, muchos burgueses que habían prosperados con los trabajos de las ciudades, tales como la producción de lanas en Cuenca o Segovia o la de seda en Valencia o Granada, tan pronto pudieron renunciaron a sus anteriores oficios y compraron tierras para poder vivir honrosamente de las rentas que ellas les dieran. Algunos incluso, para abandonar los estigmas de sus anteriores vidas, se mudaron a otras ciudades y pueblos y empezaron nuevas vidas. Por ejemplo, Juan Sánchez, abuelo de Santa Teresa de Jesús, abandonó Toledo tras haber sido condenado por la Inquisición en 1485 y se estableció en Avila, donde compró tierras y se dedicó a cultivarlas. Cuando veinte años después se intentó empadronar a su hijo Alonso Sánchez de Cepeda, padre de la santa, él denunció este abuso a la Chancillería de Valladolid, la que admitió su condición de hidalgo en 1523.
La distinción entre caballeros e hidalgos no fue siempre clara. Durante la Edad Media, la condición de hidalgo tenía más prestigio que la de caballero, ya que implicaba un origen noble, mientras que la caballería se había formado a partir del ejercicio militar como jinete y con caballo en las guerras de la Reconquista, dando cabida a todos los hombres. Incluso había existido una caballería de origen villano, la caballería de cuantía, a partir de la cual se formó una nueva nobleza. Sin embargo, ya en el siglo XVI los caballeros habían superado en prestigio a los hidalgos. En general se entendía que los caballeros gozaban de una buena posición económica, mientras que los hidalgos eran una nobleza empobrecida. Pese a la pobreza, los hidalgos se resistían a ejercer oficio mecánicos, ya que el hecho de trabajar les habría significado la pérdida de su honra.
La prosperidad general alteró la vida cotidiana de los españoles, tanto nobles como villanos. La gente se acostumbró a vestir bien, lucir joyas, vivir en casas acomodadas, salir a fiestas, banquetes, recreos, al teatro y a los paseos. Las Cortes protestaron varias veces contra el lujo, sin mayor resultado. El humanista y luego hereje Arias Montano denunció el gusto de los jóvenes adinerados por viajar al extranjero, sobre todo a Italia, de donde aprendían costumbres extrañas y el menosprecio por su tierra.
La necesidad de lujos llevaba a gastar más de lo que se tenía, a tomar prestado y a contraer deudas. Estas deudas, los censos, fueron empleadas algunas veces para financiar la propia economía, sea en la agricultura, la ganadería, la construcción, la vivienda y otras actividades productivas. Pero los censos también fueron empleados para comprar mercedes, villazgos, regimientos, para dotar conventos y para gastos suntuarios. Los españoles en general deseaban vivir como caballeros, de sus rentas, sin trabajar.
El Renacimiento en España, el desarrollo del capitalismo comercial y el afianzamiento del Estado moderno, a la larga no trajeron beneficios a la burguesía o los funcionarios reales. La aristocracia fue la principal beneficiada. Fue la aristocracia, antes que la burguesía, la que trajo y difundió en España el Renacimiento italiano. Los grandes, como la familia Mendoza, el almirante de Castilla, el maestre de Alcántara, el duque de Alba, el conde de Ureña, el de Benavente o los marqueses de Priego, fueron los principales mecenas. Las cortes de los príncipes o de los nobles fueron el foco de la sociedad renacentista y no las ciudades.
El desarrollo del comercio internacional favoreció y enriqueció a los mercaderes burgueses, pero no los convirtió en un grupo social organizado. La sociedad española del siglo XVI continuó siendo estamental y siguió fundada en los privilegios. Los grupos en ascenso buscaron integrarse a la nobleza más que modificar el orden social. Los conquistadores, letrados o mercaderes, provenientes de los estratos inferiores, una vez que lograron la fortuna buscaron ganarse la hidalguía y integrarse al grupo dominante, separándose de la masa de los plebeyos. Este anhelo de promoción social fue estimulado y la nobleza no se comportó como una casta cerrada, al menos durante el reinado de Carlos V. En la España del siglo XVI un burgués podía ascender a la categoría de hidalgo o caballero siempre que aceptara los ideales nobiliarios y el modo de vida aristocrático, caracterizado por el ocio y la negativa a dedicarse al trabajo mecánico y a los oficios viles.
La integración a la hidalguía debía ocurrir paulatinamente, no en una sola vida. Los padres acumulaban riqueza para poder casar a sus hijos con doncellas nobles o para comprar para ellos regimientos o lugares de señorío y convertirlos en hidalgos y en caballeros.
El triunfo de los valores caballerescos condujo al menosprecio creciente del ejercicio de las actividades productivas y del trabajo manual, que se consideró impropio de un caballero. Aunque la ociosidad fue censurada como enemiga del alma, el trabajo manual fue condenado como una maldición. El trabajo se convirtió en sinónimo de pobreza y vileza. Incluso para los que tenían que trabajar, se les desalentaba a esforzarse: el trabajo debía ser mesurado, no convenía ser perezoso pero tampoco muy acucioso, ya que sólo se debía aspirar a ganar lo que fuera justo y permitiera una vida honesta, sin afanarse trabajando sin descanso por la codicia de ganar.
Los nobles pobres, que no podían trabajar por no menguar su honra, muchas veces no tenían otra alternativa que entrar en el servicio de un Grande o de un título, vivir en su palacio a costa de su señor, acompañándolo cuando partiese a la guerra o a la corte, a las fiestas y a los paseos, reforzando sus vínculos con la vida caballeresca. Este fue el destino de muchos jóvenes nobles, servir como pajes.
La ociosidad forzada fue un de los mayores problemas de la España renacentista. El aumento del número de personas dedicadas a los servicios y el desprecio por las labores manuales fueron causa y efecto del deterioro de la situación económica, social y moral durante el siglo XVI.
El aumento de la oferta de servicios para las casas de los ricos y nobles no pudo resolver los problemas originados en el exceso de población. Muchos se quedaron en paro, sin medios de subsistencia, y se dedicaron a la mendicidad. Los mendigos debían ser pagados por la nobleza, ya que la moral de la época consideraba que los ricos tenían la obligación de dar limosnas a los desamparados.
Sin embargo, la ociosidad no fue la causa sino la consecuencia de la crisis económica y de la inflación. La gente no quería trabajar por salarios miserables y que además les cerraban las posibilidades de promoción social.
Frente a la nobleza se encontraba la gente común, los plebeyos, los pecheros. Ellos tampoco fueron un grupo uniforme. Entre ellos existían diferencias, fuese porque viviesen en las ciudades o en el campo y en los dominios señoriales o en las jurisdicciones municipales dentro de los territorios de realengo. Las ciudades y villas gozaban de fueros especiales, obtenidos mediante cartas de derecho que les reconocían jurisdicción dentro de un territorio determinado. Los grandes concejos gozaban de un autonomía relativa, menor que de los grandes señoríos, pero que les permitía administrarse independientemente a través de una junta de regidores, aunque siempre con la presencia de un representante de la Corona, el corregidor, que presidía al concejo de regidores, a los jurados y a los otros funcionarios municipales. La jurisdicción de los concejos no estaba restringida a los límites de la ciudad, sino que se extendía a las zonas vecinas o incluso a toda una provincia. La administración del territorio español durante el siglo XVI fue quedando más allá de la autoridad directa de la Corona para quedar a cargo de los señoríos o los municipios. Estos territorios constituían el reino. Entre el rey y el reino, de acuerdo a las teorías políticas heredadas de la Edad Media, existía un acuerdo tácito, ya que el reino no era propiedad del rey, sino que el rey debía mantener la paz y la justicia en el reino, a cambio de lo cual el reino debía acatar las órdenes del rey y contribuir con sus servicios. El reino estaba representado por las Cortes. Sin embargo, las Cortes no eran una representación total del reino, sino solamente de los municipios de realengo. Unicamente tenían participación en ellas dieciocho ciudades: Burgos, Soria, Segovia, Avila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Madrid, Sevilla, Córdova, Jaén, Murcia y Granada. Durante los siglo XV y XVI Valladolid fue la capital castellana. La participación en las Cortes no era un derecho cívico, sino el privilegio de estas ciudades. Este privilegio era ejercido por dos procuradores nombrados por las oligarquías municipales de los regidores. Para 1550, España organizó la administración de su imperio americano a partir de los cabildos de las ciudades que había fundado los conquistadores. La Corona quedó representada en sus dominios ultramarinos por funcionarios tales como virreyes, gobernadores, alcaldes mayores y corregidores y por tribunales de justicia, las audiencias.
Los cabildos fueron los principales organismos de gobierno de las ciudades americanas, establecidos de acuerdo al modelo de los cabildos castellanos medievales. Estaban organizados en base al gobierno comunal, ejercido por el conjunto de vecinos a través de sus representantes elegidos, los alcaldes y los regidores, aunque esto solía ser un ideal teórico. A partir de 1591, los cargos podían ser comprados a través del sistema de venta de oficios, hasta convertirse en vitalicios y hereditarios. El número de funcionarios municipales variaba según la importancia de la ciudad, pero solía incluir dos alcaldes ordinarios, seis regidores y un número variable de oficiales; los alcaldes y regidores eran elegidos anualmente. La Corona controlaba este sistema de autogobierno municipal a través de los corregidores o alcaldes mayores, nombrados directamente por el rey o por su representante, el virrey. Los corregidores no podían ser vecinos de la ciudad en la que ejercían su cargo ni debían poseer tierras en ella o en su distrito. Para los pueblos de indios se nombraron corregidores de indios, encargados de las funciones del gobierno en ellos, supervisando la función de los caciques.
Los cabildos administraban sus propias rentas, obtenidas de los impuestos municipales, y cuidaban de las necesidades de mantenimiento de la ciudad y sus habitantes. Podían establecer los precios y la distribución de las mercancías, vigilaban los pesos y medidas en los comercios; y hacían conocidas las normas de gobierno de la ciudad mediante la publicación de las Ordenanzas, aprobadas por el rey o el virrey.
El cabildo estaba autorizado a repartir tierras entre los vecinos y a administrar los bienes comunales, propiedad del ayuntamiento y de uso de los vecinos. Durante los primeros años de la colonia, los cargos del cabildo fueron ocupados por los encomenderos, pero después fueron sustituidos por las oligarquías criollas locales hasta convertirlos casi en monopolios.
Los cabildos defendieron los fueros y privilegios de las ciudades. En la Europa de los siglos XVI y XVII, la defensa de las libertades tuvo mayor relación con la existencia de privilegios que con los ideales de libertad personal. La defensa de la libertad significaba la protección contra métodos impositivos arbitrarios y la persistencia de privilegios obtenidos por las elites locales y regionales. En la raíz de la rebelión de los Países Bajos de 1588 había estado en la defensa de los privilegios ganados por las ciudades y provincias holandesas. También estaba en la base del levantamiento de los ferrones o en el motín de Esquilache. Las clases populares protestaban por los intentos de la Corona de lograr un mayor poder sobre la vida de sus súbditos, sin ofrecer nada a cambio, sin mejoras en las condiciones de vida y sin asumir responsabilidad alguna por sus acciones.
España también conoció rebeliones durante el reinado de los Austria y contra ellas lucharon los reyes. La más famosa de todas, la rebelión de las Comunidades de Castilla comenzó en abril de 1520, en Toledo, cuando el ayuntamiento se negó a acatar las órdenes de la Corte y del corregidor, que buscaban incrementar la tributación. Para evitar que la rebelión se extendiera, el rey citó a Juan de Padilla, Hernando de Avalos y Gonzalo Gaitán, los regidores más comprometidos en el levantamiento, a comparecer ante su presencia en La Coruña, pero un levantamiento popular impidió abandonar la ciudad y los aclamó como defensores de las libertades del pueblo. La gente común amotinada destituyó al regimiento tradicional y lo remplazó por una asamblea integrada por diputados de todos los barrios de la ciudad. Esta asamblea proclamó su fidelidad a la Corona y pretendió gobernar en nombre del rey don Carlos, de la reina doña Juana y de la comunidad.
El detonante de la rebelión habían sido los impuestos excesivos que las Cortes de La Coruña habían votado para el rey. Se acusó a los procuradores de las ciudades por haber aceptado impuestos que obligaban a todo hombre casado a pagar un ducado por sí mismo, otro ducado por su esposa, dos reales por cada niño, un real por cada criado, cinco maravedíes por cada oveja o cordero, etc., y gravaba fuertemente la carne, el pescado, el aceite, la cera, los huevos y otros artículo de uso común. Estallaron motines en Segovia en mayo, en Burgos en junio y después en muchas otras ciudades. Luego la Comunidad de Toledo convocó a los representantes de las ciudades con voz y voto en las Cortes para pedir al rey la anulación de los impuestos aprobados por las Cortes de La Coruña, retornar al sistema de encabezamientos para las alcabalas y nombrar un regente castellano, y no extranjero, que gobernara el reino cuando el rey se ausentara.
Solamente Segovia, Salamanca, Toro y Zamora respondieron a la convocatoria de Toledo. El cardenal Adriano, regente del reino, comprendió el descontento popular y convenció al rey para renunciar a los servicios votados por las Cortes de La Coruña y regresar al encabezamiento. Pero el presidente del Consejo Real, Antonio de Rojas, arzobispo de Granada, estaba convencido de que se debía castigar con dureza a los rebeldes. Este fue el detonante de la rebelión. La intervención del ejército real para sojuzgar a Segovia llevó al incendio de Medina del Campo y la indignación general en Castilla. Segovia, Toledo y Madrid reclutaron milicias urbanas y sus jefes, Juan Bravo, Juan de Padilla y Zapata, se reunieron con la reina Juana en Tordesillas. Con el apoyo de la reina trece ciudades con voz y voto en las Cortes tomaron parte en el movimiento: Toledo, Salamanca, Segovia, Toro, Burgos, Soria, Avila, Valladolid, León, Zamora, Cuenca, Guadalajara y Madrid. Las ciudades formaron una Junta General de gobierno en Tordesillas y cuestionaron el derecho de Carlos de Austria para proclamarse rey en vida de su madre. Reivindicaron el derecho para gobernar en nombre de la Reina y de las Comunidades, pero la reina abandonó el movimiento en cuanto este empezó a radicalizarse. Amenazada por las fuerzas reales, la Junta se retiró a Valladolid y desde allí pretendieron transformar el gobierno sometiendo al rey al control de los representantes del reino y limitando las prerrogativas y privilegios de la nobleza. A partir de enero de 1521 se desarrollaron motines antiseñoriales y el movimiento comunero terminó por dividirse en un ala radical y un ala moderada. Algunos lideres comuneros, como Pero Laso de la Vega, desertaron y se pasaron al bando real. Los virreyes españoles, fortalecida su posición, buscaron un enfrentamiento definitivo con los comuneros, que tuvo lugar el 23 de abril de 1521 en Villamar. El movimiento comunero fue derrotado y sus líderes militares, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado fueron ejecutados.
La rebelión de las Germanías de Valencia ocurrió al mismo tiempo que la de las Comunidades de Castilla. Si el movimiento comunero había demostrado los conflictos entre los rasgos modernos presentes en las ciudades y las tensiones entre los campesinos y los grandes terratenientes en campo y había sido derrotado por la alianza entre el naciente absolutismo real y la defensa de la nobleza de sus privilegios; el movimiento de las Germanías surgió del enfrentamiento entre el artesanado y el proletariado urbanos, excluidos de cualquier representación municipal, contra los vasallos mudéjares del reino de Valencia y sus señores. El movimiento de las Germanías no surgió en contra del rey Carlos, sino como una forma de defensa contra las incursiones de los piratas berberiscos, que fue escalando en violencia y persistencia hasta convertirse en un movimiento antiseñorial. Además las Germanías mostraron fuertes rasgos mesiánicos y milenaristas. Estos se manifestaron a través de las acciones de un fraile ermitaño de la huerta de Valencia, Enrique Enríquez de Ribera, que se decía nieto de los Reyes Católicos, a quien llamaron el Encubierto. El mismo había asegurado ser hijo del póstumo del príncipe Juan y de Margarita de Austria, desposeído de sus derechos por un complot tramado por el cardenal Cisneros y el cardenal Mendoza para permitir que reinaran la princesa Juana y su marido, Felipe el Hermoso. El Encubierto encabezo la lucha contra el virrey de Valencia, el conde de Melito, hasta que fue asesinado el 18 de mayo de 1522. Sin embargo, algunos decían que había escapado a la muerte y que continuaba vivo en 1546 con el nombre de Juan de Toledo, sobrino de duque de Alba.
La Conquista de América ocurrió mismo tiempo que la Corona lucha por asegurar su poder en España. Por ello, los funcionarios reales tardaron en llegar al Nuevo Mundo y cuando lo hicieron encontraron que los conquistadores habían establecido una organización administrativa de los territorios que reproducía el orden peninsular basado en municipios y señoríos. Los conquistadores trataron de establecerse como caballeros civiles y señores de tierras. La mayoría de los conquistadores eran oriundos de Castilla, Andalucía y Extremadura. Provenían frecuentemente del campo y pasaron a América en general bastante jóvenes. Pocos sabían leer y menos eran los que habían recibido cierta instrucción, como Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo o Pedro Cieza de León. Eran soldados de fortuna, hombres sin oficio ni beneficio, las más de las veces de baja extracción social, codiciosos, muchas veces enloquecidos por el hambre de oro y llenos de ansias de hacer algo y llegar a ser alguien en esta vida. No había grandes nobles entre ellos, aunque algunos se llamaban hidalgos. En general eran creyentes, aunque su religiosidad era supersticiosa. La Conquista fue llevada a cabo por estos hombres, que no podían considerarse adinerados, provistos de títulos nobiliarios o, en general, seguros de su ascendencia. Entre los conquistadores se encontraban hidalgos, artesanos, marineros, campesinos o gente sin oficio, marginales que esperaba adquirir una mejor condición social. Sin embargo, no faltaron entre ellos escribanos, contadores y notarios. El conquistador de México, Hernán Cortés, fue hijo legítimo segundo, cursó estudios universitarios y fue escribano en Santo Domingo; mientras que el conquistador de Perú, Francisco Pizarro, fue hijo bastardo y analfabeto. Pizarro, el marqués conquistador encarnó muy bien el ejemplo de ascenso social que podía conseguirse en el Nuevo Mundo.
La mayoría de los conquistadores buscaron un mejor futuro en el Nuevo Mundo, abandonando una España que no le ofrecía oportunidades. Al terminar la Reconquista con la rendición de Granada, habían desaparecido de la península las posibilidades de obtener honra y provecho con el oficio de las armas. Los guerreros tuvieron que mirar más allá, a Italia, Flandes o el Nuevo Mundo.
El nacimiento marcaba el derrotero de toda biografía. En cambio, en las Indias, los actos, la práctica podían permitirles conseguir aquello que sus padres no les habían legado. (Flores Galindo, Buscando un inca)
La Conquista de América retomó los métodos de la Reconquista y su espíritu. Sin embargo, pocos conquistadores consiguieron éxito social. Un grupo considerable se convirtieron en encomenderos, desarrollando una forma modernizada del régimen señorial; otros pocos alcanzaron puestos de responsabilidad en la administración colonial, pero finalmente fueron remplazados por funcionarios peninsulares. Fueron escasas las ocasiones en que los conquistadores consiguieron un título nobiliario, como Cortés o Pizarro. Desde el principio, la Corona rehusó crear una nobleza en las Indias que pudiera poner en entredicho su autoridad, más aún después de las guerras civiles de los conquistadores en Perú. La misma sociedad civil española rechazó a los conquistadores, a los que veían como hombres sin escrúpulos, pretenciosos y advenedizos, villanos que habían obtenidos grandes riquezas indebidamente y que pretendían hacerse pasar por hidalgos.
Antes del establecimiento del virreinato llegaron a Perú unos 10000 españoles, de los cuales casi 500 consiguieron una encomienda. Los conquistadores esperaban convertirse en una nobleza con base territorial, al igual que la gran nobleza en Europa. Cuando la Corona les negó esta opción, ellos rechazaron la autoridad de los funcionarios reales. Este rechazo fue el fundamento de la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien con su deseo de convertirse en un rey del Perú se volvió abiertamente subversivo, considerando que la realeza era una condición otorgada por gracia divina, no por sus ascendientes sino por sus méritos.
La Conquista de América fue realizada como una empresa privada. Los conquistadores buscaron el enriquecimiento rápido y fácil que ofrecían el oro y la plata americanos. Al organizar la administración de sus nuevos dominios, la Corona continuó con esta tendencia, privilegiando la explotación minera sobre la agrícola. Esta actitud quedó fortalecida con el descubrimiento de grandes yacimientos de plata en Zacatecas en el virreinato de México y en Potosí en el virreinato del Perú. Aunque las expediciones de Colón habían sido inicialmente financiadas por la Corona, tras el segundo viaje del almirante las expediciones acostumbraban financiarse a sí mismas y la Corona solamente intervenía para otorgar las autorizaciones necesarias. Estas autorizaciones se entregaban bajo a forma de capitulaciones, mediante las cuales se otorgaba licencias para conquistar y poblar determinados territorios. La Corona no asumía ninguna responsabilidad en estas empresas y además conservaba el derecho de nombrar funcionarios reales que administrasen los países ganados. Los capitanes de la Conquista afrontaban todos los gastos de las expediciones, fueran éxitos o fracasos, a veces de su peculio, a veces tomando prestado. Los conquistadores se quejaban de una Corona que cobraba por beneficios que no había otorgado. El caso más extremo de este resentimiento fue el de Lope de Aguirre, que extraviado en la selva amazónica le declaró la guerra a Felipe II.
La colonización española sometió a la población india a condiciones de trabajo inhumanas. La postura oficial de la Corona buscó desterrar el paganismo de las Indias y convertir a sus habitantes al catolicismo, pero la evangelización fue obstaculizada por la explotación económica y muchos misioneros denunciaron el trato cruel y opresivo que daban los conquistadores a los indios. El padre Las Casas denunció la codicia de los conquistadores y condenó su violencia como injusta e inmoral. Bajo la influencia de estos intelectuales, teólogos y misioneros, la Corona dictó normas para proteger a los indios de los abusos de los conquistadores, las Leyes de Indias. Muchos religiosos, dominicos y franciscanos, se declararon en contra de las acciones de los conquistadores en el Nuevo Mundo. En 1530 Francisco de Vitoria había cuestionado el derecho de España a someter a otros pueblos, aunque estos fueran paganos. Vitoria también había establecido el principio por el cual la soberanía debía regresar a los ciudadanos en ausencia de los príncipes y la doctrina del pacto de sujeción a la Corona. Además, inició el derecho internacional con De indis, de 1539, donde trató el derecho de la Corona en la Conquista de América y los derechos de sus habitantes, los indios. Fray Antonio Valdivieso, obispo dominico de Nicaragua luchó de forma valiente y apasionada contra los abusos de los colonizadores, predicando, denunciando y exigiendo la implantación de las Leyes Nuevas. Al final murió asesinado en 1550 por los hijos de Rodrigo Contreras, rico encomendero y dueño de casi una tercera parte de la provincia, a quienes estorbaban sus palabras.
El sistema colonial español trasladó tanto instituciones como poblaciones. Los inmigrantes españoles y sus esclavos negros o moriscos se establecieron no sólo en las ciudades de las costas, sino en el interior de los antiguos imperios americanos, en los centros mineros, en las ciudades mercantiles de provincias y en explotaciones agrícolas. Muchos de ellos no consiguieron una situación estable en los Andes y terminaron conviviendo con los indígenas. Guaman Poma mencionaba en su crónica a españoles bribones y vagabundos, que vivían extorsionando a los indios, proclamando que eran los nuevos señores de la tierra y reclamando un lugar de privilegio en este mundo.
Muchos españoles andan por los caminos reales y tambos y por los pueblos de indios, que son los dichos vagamundos, judíos, moros. Entrando al tambo alborotan la tierra, toman un palo y le dan muchos palos a los indios pidiendo: daca mitayo, toma mitayo, daca camarico, toma camarico. (Guaman Poma, Nueva coronica y buen gobierno)
Tal vez dos a cuatro mil de los españoles que llegaron a los Andes en el siglo XVI se arruinaron y cayeron en esta condición marginal, empujados a vivir junto a e incluso como los indios a los que querían dominar.
Fueron apareciendo algunos blancos pobres, establecidos como pequeños comerciantes e incluso como campesinos y que tempranamente los podemos observar, por ejemplo, en ese pueblo de Ollantaytambo reconstruido por Glave y Remy. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Los españoles que migraron a América y a los Andes no tenían un buen origen o fortuna y buscaron una oportunidad en el Nuevo Mundo, pero vieron sus esperanzas y sus expectativas truncadas a medida que se iba estableciendo la administración oficial e implantaba el mismo orden que habían abandonado en Europa y que poco a poco iba cerrándose y cerrándoles las posibilidades de gloria y riqueza. Estos españoles inquietos, disconformes con su suerte y con el futuro que les dada su sociedad fueron
… gentes que venían simplemente a “hacer la América”. Terminaron confundidos con los indígenas. Aparecieron criollos y mestizos. Junto a ellos esos blancos que habitaban en los pueblos como pequeños propietarios o pequeños comerciantes, a quienes los indios apodaron pucacuncas (cuellos rojos). (Flores Galindo, Buscando un inca)
La sociedad española no ofrecía lugar a esta gente inquieta, que aspiraba a una vida distinta. La misma sociedad española había empezado a ser homogenizada durante el reinado de los Reyes Católicos, por acción de la Inquisición, fundada en 1478. La Inquisición había sido creada por medio de la bula Ad abolendam, emitida a finales del siglo XII por el papa Lucio III, como un instrumento para combatir el catarismo en el sur de Francia. Durante la Edad Media se establecieron tribunales de la Inquisición pontificia basados en los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX de 1232, en pleno auge de la herejía albigense. Los tribunales de la Inquisición pontificia surgieron en varios reinos cristianos europeos, entre ellos Aragón. En Castilla no hubo Inquisición Pontificia durante la Edad Media. Los castigos de los delitos de fe quedaron a cargo de los obispos, a través de la Inquisición episcopal. Sin embargo, en la Castilla medieval no aparecieron las grandes herejías que crecieron en Francia e Italia.
A diferencia del resto de Europa, España había sido dominada por los árabes, y las regiones meridionales, especialmente Granada, tenían una proporción significativa de población musulmana. El cristianismo español se había desarrollado frente a otra religión, el Islam, en plano de igualdad o incluso de sometimiento. Además, las grandes ciudades españolas, tales como Sevilla, Valladolid y Barcelona tenían una importante población judía, residente en las juderías, que llevaba en la península más de un milenio.
Durante la Edad Media, en España se había vivido una coexistencia pacífica, aunque con enfrentamientos esporádicos, entre cristianos, judíos y musulmanes. Muchos nobles, incluso la misma reina Isabel de Trastamara, tenían antepasados judíos. Los señores feudales y las ciudades habían tenido servidores cristianos, musulmanes y judíos. El mismo rey de Castilla se había hecho llamar un vez Emperador de las tres Religiones. La Corona de Aragón, especialmente, tenía una larga tradición de servidores civiles judíos. Sin embargo, a finales del siglo XIV estalló un furor antisemita en España, estimulado por la prédica de Ferrant Martínez, archidiácono de Ecija. En 1391 ocurrieron masacres de judíos en Sevilla, Córdoba, Valencia y Barcelona. Ese año en Sevilla el pueblo mató a más de 4,000 judíos. A mediados del mismo año en Navarra perecieron otros 10,000. Entre 1467 y 1473 ocurrieron motines en Córdoba y Toledo donde murieron gran número de judíos.
Estas persecuciones forzaron la conversión masiva de judíos. Antes de 1390, los conversos fueron escasos pero en el siglo XV los conversos judíos, llamados cristianos nuevos o marranos, constituyeron un grupo social importante, pero visto como sospechoso por los otros cristianos, los cristianos viejos. Mediante el bautismo los judíos escapaban a las persecuciones y conseguían ascender socialmente, al conseguir acceso a oficios y puestos que antes les estaban prohibidos. Muchos conversos judíos lograron una importante posición en la España del siglo XV, tales como Andrés Laguna y Francisco López Villalobos, médicos de la corte de Fernando el Católico; los escritores Juan del Enzina, Juan de Mena, Diego de Valera y Alfonso de Palencia y los banqueros Luis de Santángel y Gabriel Sánchez, quienes financiaron el viaje de Colón. Incluso algunos conversos fueron ennoblecidos. En 1449 ocurrieron en Toledo motines de cristianos viejos contra los cristianos nuevos, reclamando por el cumplimiento de los estatutos de limpieza de sangre, para impedir el acceso de los conversos a las instituciones reales.
Fray Alonso de Hojeda convenció a la reina Isabel, durante su estadía en Sevilla entre 1477 y 1478, de la existencia de prácticas judaizantes entre los conversos andaluces. El arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza, y el dominico segoviano Tomás de Torquemada certificaron estas afirmaciones respecto a la existencia de un criptojudaísmo. Para descubrir y perseguir a los falsos conversos, los Reyes Católicos introdujeron la Inquisición en Castilla, y solicitaron autorización a Roma. El primero de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV promulgó la bula Exigit sinceras devotionis affectus, mediante la cual estableció la Inquisición para la Corona de Castilla. Esta bula otorgó a los monarcas españoles la prerrogativa de nombramiento de los inquisidores. Los primeros inquisidores, Miguel de Morillo y Juan de San Martín fueron nombrados el 27 de septiembre de 1480, en Medina del Campo.
La Inquisición española persiguió a los marranos, judíos que por coerción o presión social se habían convertido al cristianismo; a los conversos del mismo tipo del Islam, y a los sospechosos de herejía. Ocurrieron fricciones entre Roma y los reyes de España debido al control de la Inquisición. Mediante una bula de 1478, Sixto IV otorgó a la Corona española plenos poderes para el nombramiento y destitución de los inquisidores, pero debido a los abusos cometidos en Sevilla, revocó esta bula en 1482. Sin embargo, al año siguiente el mismo Papa debió retractarse y dejar el control de la Inquisición en manos de la Corona. Así, a los pocos años de su fundación, el Papa dejó de supervisar a la Inquisición española, la Corona se hizo cargo completamente de ella y la convirtió en un instrumento del Estado, aunque los inquisidores continuaron siendo religiosos dominicos y no funcionarios laicos.
Varios motivos habían llevado a los Reyes Católicos a establecer la Inquisición en España. A través de ella buscaron crear unidad religiosa, identificando los intereses estatales con los religiosos. Mediante la Inquisición se debilitó la fuerza de los grupos de poder locales, incluyendo a la poderosa minoría judeoconversa. En el reino de Aragón fueron procesados miembros de familias influyentes, como Santa Fe, Santángel, Caballería y Sánchez. Además la Corona se enriqueció a costa de los procesados, ya que sus bienes eran confiscados.
Inicialmente, las actividades de la Inquisición estuvieron restringidas a las diócesis de Sevilla y Córdoba. El primer auto de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481 y en él fueron quemados seis condenados. Desde este momento la presencia de la Inquisición en Castilla creció rápidamente. En 1492 funcionaban tribunales inquisitoriales en ocho ciudades castellanas: Avila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid, la capital del reino. El establecimiento de la Inquisición en Aragón fue más lento. En un principio, Fernando el Católico no recurrió a los nuevos tribunales, sino que resucitó la antigua Inquisición pontificia, aunque ejerciendo un control directo sobre ella. Además, la población catalana fue más hostil a las acciones de la Inquisición. Sin embargo, la Inquisición terminó por instaurarse y el 17 de octubre de 1483 Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general de Aragón, Valencia y Cataluña. De esta forma, la Inquisición se convirtió en la única institución con autoridad en todos los dominios de la Corona española. Los conversos en las ciudades de Aragón protestaron contra las prácticas de la Inquisición y solicitaron la mediación real, pero, tras el asesinato en Zaragoza del inquisidor Pedro Arbués, el 15 de septiembre de 1485, la Corona se declaró en contra de los conversos y a favor de la Inquisición. La Inquisición terminó con la presencia conversa en la administración aragonesa.
Entre 1480 y 1530 la Inquisición ejecutó alrededor de 2.000 acusados, la mayoría de ellos conversos de origen judío. La Inquisición no tenía autoridad sobre los judíos que continuaban practicando su religión y que habían rechazado el bautismo, pero los hostigaba en la creencia de que incitaban a los conversos a volver a su antigua fe, delito que llamaban judaizar. Se acusaba a los judíos judaizar, de motivar la recaída de muchos conversos debido a su proximidad y su persistencia en las prácticas judaicas.
El 31 de marzo de 1492, tres meses después de la conquista de Granada, los Reyes Católicos promulgaron el Decreto de expulsión de los judíos de todos sus dominios. Se estableció que aquellos que no estuvieran bautizados hasta el 31 de julio de ese mismo año debían abandonar el país, sin llevarse oro o plata.
La población judía forzada a abandonar España fue enorme. Autores de esa época como Juan de Mariana calcularon 800,000 personas, mientras que Isaac Abravanel estimó en 300,000 a los refugiados. Las estimaciones actuales son menores y se encuentran alrededor de 40,000 hasta 80,000. Los judíos españoles emigraron principalmente a Portugal (donde fueron expulsados nuevamente en 1497) y a Marruecos. Los sefarditas, descendientes de los judíos españoles, fundaron nuevas comunidades en los Países Bajos, el norte de Africa y en los dominios del imperio otomano.
El ascenso de Carlos de Austria al trono de España fue recibido por los conversos con la esperanza de reducir la influencia de la Inquisición y acabar con el hostigamiento y la persecución. Sin embargo, a pesar de las reiteradas peticiones de las Cortes de Castilla y de Aragón, el rey Carlos mantuvo el sistema inquisitorial.
Las grandes persecuciones de judíos conversos tuvieron lugar hasta 1530, para luego decaer en las tres décadas siguientes. La actividad de los judaizantes en Quintanar de la Orden, en 1588, volvió a acrecentar las persecuciones, pero ya para comienzos del siglo XVII estas disminuyeron y empezaron a regresar a España conversos desde Portugal, escapando de la acción de la Inquisición portuguesa, fundada en 1532.
La Inquisición se convirtió en un instrumento al servicio de la Corona española, pero sin llegar a ser completamente independiente de la autoridad papal. Su autoridad máxima, el Inquisidor General, era designado por el rey, pero su nombramiento debía ser aprobado por el Papa. El Inquisidor General tenía jurisdicción sobre todos los territorios de la Corona española, incluso en los virreinatos americanos. Solamente entre 1507 y 1518 existieron dos inquisidores generales, uno en Castilla y otro en Aragón. En más de una oportunidad la Corona recurrió a la Inquisición para arrestar a personas que habían sido condenadas en Castilla y que habían huido a Aragón para escapar a la justicia civil.
El Inquisidor General presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición, llamado común mente Consejo de la Suprema, creado en 1488. Este Consejo estaba formado por seis miembros nombrados por el rey. Al avanzar el siglo, la autoridad de la Suprema aumentó al tiempo que se debilitaba el poder del Inquisidor General.
Los tribunales de la Inquisición dependían del Consejo de la Suprema. Inicialmente, los tribunales fueron itinerantes, estableciéndose donde hubieran surgido brotes de herejía. Sin embargo, al pasar los años terminaron por fijar sus sedes. En Castilla se establecieron los siguientes tribunales permanentes: en 1482 en Sevilla y en Córdoba; en 1485 en Toledo y en Llerena; en 1488 en Valladolid y en Murcia; en 1489 en Cuenca; en 1505 en Las Palmas de la Gran Canaria; en 1512 en Logroño; en 1526 en Granada y en 1574 en Santiago de Compostela. En los dominios de la Corona de Aragón funcionaron cuatro tribunales: Zaragoza y Valencia desde 1482, Barcelona desde 1484 y Mallorca desde 1488. Fernando el Católico estableció la Inquisición española en Sicilia en 1513, fijando su sede en Palermo, y en Cerdeña. En América, se crearon los tribunales de Lima en 1568, de México en 1571 y de Cartagena de Indias en 1610. En 1537 el Papa Pablo III prohibió la entrada de los apóstatas a las Indias. Después del Concilio de Trento (1545-1563) se consolidó la Contrarreforma y se intensificó el aislamiento preventivo de las posesiones españolas, buscando mantener al Nuevo Mundo libre de la contaminación luterana.
La evangelización de América y de los Andes siguió el modelo reglamentado durante la Contrarreforma y vigilado por la Inquisición. La evangelización tuvo como meta erradicar las costumbres indias, no sólo religiosas sino también profanas, reemplazar el modo de vida de los paganos americanos por el orden cristiano y español:
… a comienzos del siglo XVII, se imponían prácticas absolutistas y excluyentes, que buscaban integrar a los países eliminando y suprimiendo lo extraño y diferente. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Los tribunales de la Inquisición estaban formados por dos inquisidores, un calificador, un alguacil y un fiscal. Los inquisidores eran juristas más que teólogos. En 1608 Felipe III había ordenado que todos los inquisidores debían tener formación legal. Los inquisidores eran renovados periódicamente, usualmente permaneciendo en su cargo unos dos años. La mayoría de ellos fueron religiosos seculares con formación universitaria.
Los calificadores solían ser teólogos y determinaban si la conducta del acusado era delictiva o no contra la fe. Además se recurría a juristas expertos, los consultores, que asesoraban al tribunal en cuestiones de la casuística procesal.
El procurador fiscal elaboraba la acusación, investigaba las denuncias e interrogaba a los testigos.
El tribunal tenía tres secretarios: el notario de secuestros, que registraba las propiedades del reo en el momento de su detención; el notario del secreto, que anotaba las declaraciones del acusado y de los testigos; y el escribano general, secretario del tribunal.
El alguacil detenía y encarcelaba a los acusados; el nuncio difundía los comunicados del tribunal y el alcaide cuidaba y alimentaba a los presos.
Existía colaboradores de la actividad inquisitorial: los familiares y los comisarios. Los familiares eran colaboradores laicos que permanecían constantemente al servicio de la Inquisición. La condición de familiar era honrosa, porque equivalía a un reconocimiento público de limpieza de sangre y conllevaba privilegios. La condición de familiar fue un mecanismo de ascenso y reconocimiento tanto para nobles como para plebeyos. Los comisarios eran sacerdotes regulares que auxiliaban ocasionalmente al Santo Oficio.
La Inquisición funcionaba de acuerdo al derecho canónico. Sus procedimientos estaban establecidos en las Instrucciones elaboradas por los inquisidores generales Torquemada, Deza y Valdés.
Al iniciar sus labores en cualquier ciudad, el tribunal inquisitorial promulgaba un edicto de gracia. Durante la misa del domingo, se proclamaba el edicto, se explicaban los feligreses las posibles herejías y se los exhortaba a acudir a los tribunales de la Inquisición para librar sus culpas. Todos aquellos que acudieran voluntariamente durante el período de gracia proclamado en el edicto podían regresar al seno de la Iglesia sin castigos severos, pero debían denunciar a todos sus cómplices, convirtiéndose en informantes de la Inquisición. Las acusaciones eran anónimas, y el acusado no podían confrontar a quienes testificaban en su contra. Los bienes de los condenados se utilizaban para sufragar los gastos corrientes y las costas procesales de los tribunales. Dado que la Inquisición cubría sus gastos mediante el decomiso de las propiedades de los condenados y premiaba a quienes colaboraban con ella denunciando a los herejes, fueron frecuentes las denuncias falsas por rencores personales y codicia. Tras la denuncia, los calificadores investigaban si había herejía y se procedía a arrestar al acusado. Sin embargo, también podían realizarse detenciones preventivas en espera de que los calificadores emitiesen opinión sobre el caso.
Tras el arresto del acusado, la Inquisición embargaba de manera preventiva sus propiedades. Todo el proceso se realizaba en secreto y el acusado no era informado de los cargos en su contra hasta el día en que comparecía ante el tribunal, lo que podía demorar meses o incluso años.
El proceso era realizado en varias audiencias, en las cuales se tomaba declaración tanto a los denunciantes como al acusado. Se designaba un abogado defensor que era miembro del tribunal y que exhortaba al reo a confesar. La acusación era llevada a cabo por el procurador fiscal. Los interrogatorios del acusado tenían lugar con presencia del notario del secreto, que registraba las declaraciones del reo. Durante los interrogatorios se podía emplear la tortura, lo que ocurrió sobretodo en los procesos de judaizantes y protestantes.
Al terminar el proceso, los inquisidores se reunían con el representante del obispo y los consultores en una consulta de fe, durante la cual decidían la sentencia, que debía ser unánime. En caso de discrepancias, se remitía el informe a la Suprema.
Muy raramente se producía la absolución del acusado. Más bien, cuando el acusado era inocente, se solía suspender el proceso, dejando libre al acusado, aunque bajo sospecha y con la amenaza de volver a ser procesado. Si el acusado era declarado culpable era penitenciado, es decir, debía abjurar públicamente de sus errores y era condenado a un castigo tal como el sambenito, el destierro, multas o incluso la condena a galeras. También podía ser reconciliado y recibir menores penas. Si el acusado era condenado, debía participar en una ceremonia pública de arrepentimiento y penitencia, el auto de fe, que significaba su retorno al seno de la Iglesia o su castigo como hereje impenitente. Los autos de fe terminaron por convertirse en grandes ceremonias solemnes, celebrada ante un público numeroso y en un ambiente festivo. Los autos de fe se realizaban por lo general en la plaza mayor de la ciudad, en los días de fiesta.
Los castigo más severos eran aplicados a los herejes impenitentes y los relapsos, es decir, los reincidentes. En estos casos ocurría la relajación y eran entregados al brazo secular, lo que significaba la muerte en la hoguera. La ejecución se llevaba a cabo en ceremonia pública. Si en este momento el condenado abjuraba de sus errores y se arrepentía era estrangulado mediante el garrote antes y era quemado en la hoguera muerto. Si no se arrepentía era quemado vivo. Aquellos que eran juzgados en ausencia, por haber fallecido durante el proceso o por haber escapado antes de su arresto, eran quemados en efigie, lo que significaba una muerte jurídica.
La Inquisición también procesaba bajo la denominación de proposiciones heréticas delitos verbales, tales como la blasfemia o afirmaciones relacionadas con las creencias religiosas, la moral sexual o el clero. Hubo procesados por afirmar que la relación sexual entre solteros no era pecado o por dudar de la presencia real de Cristo en la Eucaristía o de la virginidad de María. La Inquisición tenía competencia en delitos contra la moral, a veces en conflicto de fueros con los tribunales civiles. Realizaba procesos por bigamia y por pecados contra naturam, es decir, por homosexualidad. La homosexualidad, denominada en la época sodomía, era castigada con la muerte.
Hasta la locura quedó sometida a estas normas rígidas y controladoras. Gregorio Tenorio, quien pudo tener más de demente que de hereje, fue juzgado por la Inquisición en Lima y condenado a muerte.
Las persecuciones contra los protestantes producidas en la segunda mitad del siglo XVI terminaron por crear una imagen negativa de la Inquisición que muchos escritores protestantes exageraron con fines propagandísticos. Uno de los primeros en tratar el tema fue el inglés John Foxe (1516 – 1587), que dedicó un capítulo del The Book of Martyrs a la Inquisición Española. Otra de las fuentes de la leyenda negra de la Inquisición fue el Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes, escrita bajo el seudónimo de Reginaldus Gonzalvus Montanus por dos protestantes españoles exiliados, Casiodoro de Reina y Antonio del Corro. Este libro cimentó la imagen negativa de la Inquisición española en Europa.
Ya a finales del siglo XVI la leyenda negra se convirtió en un instrumento útil de propaganda antiespañola. Los protestantes holandeses publicaron gran número de panfletos y de libros con el fin de desprestigiar a los españoles. Tradujeron e imprimieron las crónicas que destacaban la crueldad y la injusticia de la Conquista de América. Los enemigos de España emplearon los relatos de la conquista de América, sobre todo las obras de Bartolomé de Las Casas, para envilecerla. La Brevísima relación de la destrucción de las Indias, publicada en 1552, alimentó la leyenda negra. Fue reimpresa en los Países Bajos en 1620 con el título Espejo de la tiranía española en que se trata de los actos sangrientos, escandalosos y horribles que han cometido los españoles en las Indias.
Guillermo de Orange-Nassau, enemigo declarado del rey Felipe II, escribió una Apología de Orange, donde atacaba a la Monarquía hispánica. Isabel I de Inglaterra también propulsó la leyenda negra. La actividad de la Inquisición, las torturas y muertes de protestantes, indios y judíos, fueron una fuente inagotable de argumentos antiespañoles.
A pesar de los esfuerzos por controlar la vida en general y la religiosidad de los habitantes del Nuevo Mundo, la Corona no tuvo éxito en modelar a su gusto ni a los indios, ni a los criollos ni a los esclavos negros. Las ideas heterodoxas que había perseguido, el milenarismo medieval europeo y las ideas utópicas pasaron a América, principalmente con los franciscanos, quienes ya habían mostrado tendencias heréticas. El milenarismo como ideología terminó por impregnar todos los proyectos sociales y políticos en los Andes.
El milenarismo introdujo variantes de contenido herético: la salvación era un hecho terrenal, ocurría aquí mismo y hasta tenía un año preciso. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Desde un principio, la Corona buscó impedir el traslado de cristianos nuevos, musulmanes, judíos o herejes a las Indias. En las Instrucciones que se dieron, el 16 de septiembre de 1501, al Comendador Frey Nicolás de Ovando al ser nombrado primer Gobernador de las nuevas tierras se estableció que:
Item, por quanto Nos, con mucho cuidado abemos de procurar la conversion de los yndios a nuestra Sancta Fe Catholica, e, si alla fueren personas sospechosas en la fee a la dicha conversion, podrian dar algun ympedimento, non consentireis nin dareis logar que alla vayan moros nin xudios, nin erexes, nin reconcyliados, nin personas nuevamente convertidas a nuestra fe, salvo si fueren esclavos negros u otros esclavos que fayan nascido en poder de cristhianos, nuestros subditos e naturales...
Pese a las restricciones, migraron a América muchos judíos expulsados de la península. Desde 1518 se había intentado limitar el pasaje de extranjeros a América, aunque estas medidas no fueron muy eficaces. Cuando Toledo consolidó el virreinato, habitaban en Perú unos 6000 colonizadores europeos, un décimo de los cuales no eran españoles. Los extranjeros más numerosos eran los portugueses, seguidos por gentes del Mediterráneo, sobre todo italianos y griegos. Sin embargo, entre los portugueses se podía contar un número significativo de judíos conversos. La Inquisición siempre sospechó de estos extranjeros, como protestantes, herejes o judaizantes. El descubrimiento del Nuevo Mundo y las reformas religiosas europeas ocurrieron al mismo tiempo. Hacia 1536, quince anos después de la Conquista de México aparecieron indicios de presencia protestante en América. Hubo protestantes en la América española pero no protestantismo, debido al control de las ideas ejercido por Corona.
La Corona española intentó evitar por todos los medios que las ideas y prácticas luteranas, calvinistas y anabaptistas pasaran a América y por eso estableció la Inquisición en las Indias tempranamente. España se volvió ultracatólica por imposición de los Austria. El establecimiento de la Inquisición, la expulsión de los judíos, la conversión forzosa de los moros y la persecución de los reformados fueron medidas coherentes de una política que buscaba instaurar la unidad de la fe y asegurar que esta fe permaneciera pura y libre de toda contaminación o desviación. Esta política fue un cambio radical en la sociedad española, que pasó de una actitud de convivencia hacia las creencias religiosas diferentes a una actitud intransigente, rígida y persecutoria. Los reyes Habsburgos estaban convencidos de que la cohesión social de sus dominios requería de la unidad de fe.

Mesianismos milenaristas

Flores Galindo interpretó el milenarismo medieval como una utopía popular. Durante la Edad Media, el milenarismo ofreció a los pobres una salvación en un mundo condenado a la inseguridad de la vida, por el hambre, las pestes y las guerras, y se convirtió en el sustento de las revueltas y rebeliones campesinas. También existió una corriente apocalíptica elitista que optó por el ejercicio de la piedad y la mortificación del cuerpo como un medio de acercarse a lo divino.
Uno de estos grupos apocalípticos fueron los flagelantes, aparecidos en el siglo XIII, que proclamaban la inminencia del fin del mundo y la santa ira de Dios. Ellos, para contribuir en la redención del mundo se infligían azotes a sí mismos. La secta surgió en Perugia, entre 1259 y 1260, y pronto sus miembros ascendieron a miles. Los flagelantes iban por las calles de los pueblos azotándose las espaldas e invocando a la gente a arrepentirse y a unirse a ellos en este castigo. El movimiento se extendió rápidamente por toda Europa y fue desarrollando rasgos violentos. En Europa del Norte, en Alemania y los Países Bajos, se volvió antisemita y la Iglesia y las autoridades laicas tuvieron que reprimir la cólera de los sectarios.
La peste negra, que se asoló Europa entre 1347 y 1349, estimuló el resurgimiento del movimiento de los flagelantes, quienes nuevamente anunciaron el inminente fin del mundo. Los flagelantes viajaban en grupos, prometiendo a abstenerse de todo placer físico y soportando torturas y flagelaciones durante 33 días, en recuerdo de los 33 años de vida de Cristo. En 1349, el papa Clemente VI los declaró herejes y fueron perseguidos. A comienzos del siglo XV, el movimiento rebrotó en Alemania, ocurriendo una nueva persecución y una nueva condena en el Concilio de Constanza.
Los mesianismos milenaristas se desarrollaron plenamente en el siglo XII. En esta época el proletariado urbano estaba en crecimiento, sobre todo en Italia, los Países Bajos y partes de Francia. La natalidad europea era alta y la población había crecido. También aumentó la brecha que existía entre los ricos y los pobres. Todas estas circunstancias crearon las condiciones propicias para los movimientos heréticos, como los de Tanquelmo y de Eudes de la Estrella.
La Edad Media europea había sido testigo de diferentes movimientos mesiánicos y milenaristas. Estos movimientos estuvieron ligados tanto a la aspiración de reforma como a los sentimientos sociales de frustración exacerbados por la miseria. En las rebeliones andinas del siglo XVI, como el Taqui Onqoy, también se encontraba la alianza entre quienes no están conformes con el orden existente y la revuelta popular. El Taqui Onqoy empezó instigado por los antiguos grupos dominantes nativos, los sacerdotes de los cultos locales, que como consecuencia de la Conquista se habían convertido en una población arruinada y despojada de sus funciones y privilegios.
Para comparar las rebeliones andinas, que alcanzarían un momento de clímax durante el siglo XVIII, Flores Galindo tuvo en mente a los movimientos inconformistas religiosos europeos medievales, como los de Tanquelmo, de Eudes de la Estrella y de los penitentes. Las revueltas de Tanquelmo y Eudes remecieron el norte y noroeste de Europa en el siglo XI. Estos movimientos fueron patrocinados inicialmente por los habitantes de las ciudades, los burgueses, pero rápidamente se convirtieron en revueltas populares que rechazaban los rasgos civiles.
Tanquelmo fue un hombre instruido, notario de la corte del conde Raimundo II de Flandes, partidario de las reformas gregorianas. Durante su juventud viajó como parte de una embajada a la Santa Sede, antes de hacer su primera tentativa mesiánica en Brujas, donde fracasó. Debido a ello tuvo que trasladarse a Zelanda y Brabante, donde tuvo mejor fortuna. Vestido como monje predicó y atacó a las costumbres licenciosas del clero. En estas provincias en crecimiento económico convocó a multitud de oyentes provenientes del proletariado urbano. En Amberes su prédica pasó a una posición más extrema, criticando ya no solamente al clero relajado sino a la misma Iglesia y a la noción de los sacramentos. Bajo su prédica, los habitantes de la ciudad rechazaron los sacramentos ofrecidos por sacerdotes licenciosos. Después predicó contra los diezmos, la gente dejó de pagarlos a la Iglesia y los donó a Tanquelmo y sus discípulos. Tanquelmo se proclamó reencarnación de Cristo, portador del Espíritu Santo y consiguió seguidores entre el pueblo. Se rodeó de doce hombres y de una mujer, a imagen de los apóstoles y de la Virgen. El nuevo Mesías llevó una vida de lujo, vistiendo ornamentos reales. Paseaba escoltado por guardias, precedido por una cruz, un estandarte y una espada. Se proclamó rey de los últimos tiempos, llegado para establecer un reino en que los sometidos encontrarían una compensación a sus pasadas desgracias. Durantes varios meses controló Amberes, pero en 1112 fue capturado por el obispo de Colonia. Tanquelmo logró escapar y pelear durante dos o tres años contra los señores feudales y los clérigos que lo perseguían, pero en 1115 lograron emboscarlo y matarlo.
El movimiento de Eudes de la Estrella apareció en las zonas más atrasadas de Bretaña y Gascuña. Su base social se encontraba entre campesinos empobrecidos. Eudes atacó a la rica Iglesia, negó sus poderes y su misión. Fundó una Iglesia opuesta, cuyos obispos tomaron nombres misteriosos: Sabiduría, Conocimiento, Juicio, etc. Los partidarios de Eudes vivían en los bosques, saqueaban y quemaban las propiedades de la Iglesia. Estos vagabundos ofrecían banquetes a los que Eudes acudía ataviado como rey. Se proclamó Mesías ante el Papa Eugenio III. Sus seguidores se negaban a trabajar, pues creían estar viviendo el fin de los tiempos y el Reino de Dios. Finalmente, en 1148 Eudes fue capturado y murió en prisión.
Estas dos revueltas deben entenderse en el contexto mesiánico y milenarista de su tiempo, el tiempo de las cruzadas. La especulaciones sobre el Rex iniquus, que precede al Anticristo y anuncia la llegada del rey del fin de los tiempos, estaban presentes en toda la época medieval.
Estas especulaciones dieron origen a movimientos populares de protesta, tales como las cruzadas pastoriles. Estos movimientos, lo mismo que el de los flagelantes, desarrollaron un antisemitismo sangriento y un anticlericalismo radical, y el mismo tipo de caudillos que las sectas de Tanquelmo y Eudes: ermitaños laicos, predicadores errantes, curas apóstatas, sacerdotes exclaustrados. Siempre anunciaban esperanzas mesiánicas y pretensiones de establecer un reino escatológico.
Estos movimientos populares florecieron tanto en las zonas donde la industria medieval alcanzó su máximo desarrollo como en aquellas más empobrecidas por haber queda fuera de las mismas. Allí donde los contrastes entre la fortuna y la pobreza eran más patentes, la precariedad del nuevo proletariado urbano formado por campesinos desarraigados o miseria de quienes seguían viviendo en el campo favorecía la inestabilidad social y mental.
En este clima de inestabilidad y de cambio vivió Joaquín de Fiore (1135-1202). Nacido en Celico, Calabria, donde su padre era notario, siguió la profesión de su padre en la corte de Palermo. El 1168 peregrinó a Tierra Santa y sobrevivió a una epidemia, tras lo cual recibió una revelación en el monte Tabor, lo que lo convenció para hacerse monje. Se volvió ermitaño y después de varios años ingresó a la orden cisterciense en Sambucina. En 1177 fue nombrado abad del monasterio de Corazzo (Sicilia), al frente del cual permaneció hasta 1188, año en que el para Clemente III le otorgó dispensa para que se dedica al estudio. Al año siguiente fundó el monasterio de San Juan de Fiore y después la orden de Fiore, aprobada por el papa Celestino II y protegida por el rey de Sicilia y después emperador Federico II.
Joaquín de Fiore creó un sistema profético basado en la correspondencia de las tres personas de la Santísima Trinidad, tres periodos de la historia y tres tipos de hombres: la edad del Padre, desde la Creación hasta el nacimiento de Cristo, correspondía al reino de los legos casados, la Ley y la materia; la edad del Hijo, al reino de los clérigos y de la Fe; y finalmente la edad del Espíritu, que llegaría pronto, correspondía al dominio de un nuevo orden monacal, el reino de los santos. En esta edad los hombres serían liberados del dominio de Ley, de la moral, y de la Fe, de la doctrina; se convertirían a la pobreza evangélica y vivirían según el Espíritu. Joaquín de Fiore fijó el año 1260 como el inicio de la edad del Espíritu.
En 1215, el IV Concilio de Letrán condenó la tesis de Fiore sobre la Trinidad, aunque no su doctrina en conjunto. En cambio la doctrina de sus discípulos, concretada por Gerardo da Borgo San Donnino en El Evangelio eterno, fue prohibida, debido a que vaticinaba la desaparición de la institución eclesiástica. El Evangelio eterno, escrito en 1254, consistía en una exégesis bíblica basada en el esquema de las tres eras de la Trinidad. La última era, el Milenio o Edad del Espíritu Santo, sería un tiempo de paz, alegría, amor y libertad, donde todos adorarían a Dios. La Iglesia fue presentada como una gran burocracia inútil y prescindible. Tres años y medio antes de esta era, llegaría el Anticristo, rey que destruiría a la Iglesia mundana para luego ser derrotado.
La idea de la edad del Espíritu como un reino monacal fue aceptada por las nuevas órdenes religiosas fundadas en el siglo XIII. Los dos órdenes principales fueron la dominica y la franciscana. La Orden franciscana fue fundada hacia 1208, por san Francisco de Asís. Fue aprobada por el papa Inocencio III en 1209. En 1223, el papa Honorio III emitió una bula por la que estableció a los Frailes Menores como una orden formal católica. La Orden fundada por san Francisco estaba formada, en gran parte, por hermanos legos, pero, un siglo después de su muerte era una Orden docta y clerical, con miles de miembros que servían a la Iglesia en actividades pastorales, misioneras, diplomáticas, ecuménicas y universitarias, llegando muchos de ellos a ocupar cátedras episcopales, cardenalicias e incluso papales, entre ellos Nicolás IV (Jerónimo Masci, 1288-1292), Alejandro V (Pitros Philargis, 1409-1410), Sixto IV (Francisco della Rovere, 1471-1484), Sixto V (Félix Peretti de Montalto, 1585-1590) y Clemente XIV (Lorenzo Ganganelli, 1769-1774). Los franciscanos conventuales constituyeron el tronco original de la Orden, del que brotaron las distintas ramas reformadas. En 1250, el papa Inocencio IV buscó tutelar la labor pastoral de los Hermanos Menores, declarando conventuales sus iglesias, es decir, dándoles la misma prerrogativa que las colegiatas. Los frailes, sin embargo, no recibieron tal denominación hasta la segunda mitad del siglo XIV, para distinguirlos de aquellos que se retiraban a ermitas, en busca de una observancia más fiel de la Regla. En 1517 León X dividió la orden en dos grupos: conventuales, autorizados a poseer bienes comunales, y observantes, quienes seguían los preceptos de Francisco lo más literalmente posible, que se convirtieron en la rama principal de la Orden. En España, los frailes Conventuales o Claustrales fueron suprimidos parcialmente, a instancias de los Observantes, por los Reyes Católicos a principios del siglo XVI, y definitivamente por Felipe II en 1568. A comienzos del siglo XVI se formó una tercera comunidad franciscana, los capuchinos.
La Orden de los Hermanos Predicadores fue fundada en 1214 por santo Domingo de Guzmán en Toulouse. Fue confirmada por Honorio III en 1216. Su objetivo fue luchar contra las herejías de aquel tiempo, por medio de la prédica, la enseñanza y el ejemplo de austeridad. De acuerdo con el propósito de su fundación, los dominicos desarrollaron una labor intensa como predicadores y se enfrentaron a cualquier variación en las enseñanzas de la Iglesia católica. A consecuencia de los desmanes cometidos durante la represión de la herejía albigense, el concilio de Toulouse de 1229 creó el Tribunal de la Inquisición. La Inquisición se encomendó a la orden dominicana, conformándose un tribunal permanente que actuaba en concordancia con el obispo de la región infectada por la herejía, por ello se la denominaba Inquisición Pontificia. En España, de forma diferente, la Inquisición se transformó en una dependencia de la Corona, comprometida con los objetivos reales. Después de 1620, se encargaron de supervisar la impresión de los libros.
En la Europa del fin de la Edad Media, las herejías populares y el milenarismo prometieron un mundo para los pobres e intenaron por lo menos garantizarles un lugar en él. Esta también fue la prédica de los hermanos menores. Habría otra edad donde los sufrimientos serían recompensados, donde los humillados serían exaltados y los poderosos abatidos. El milenarismo fue visto como herético por la iglesia. La Iglesia condenó el tratado de Fiore contra Pedro Lombardo, pero las nuevas órdenes mendicantes fueron vistas como los nuevos hombres espirituales anunciados por Joaquín. Los franciscanos espirituales a mediados del siglo XIII y otras órdenes de frailes y monjes se apropiaron de su profecía de la tercera edad durante los siguientes tres siglos. Joaquín de Fiore siempre conservó una reputación doble, como santo y hereje, por lo que sus escritos se vieron como altamente peligrosos.
En la Europa tardomedieval, la utopía también se fundió con la herejía religiosa. Se esperaba la realización de la utopía al final de los tiempos, ya que se pensaba que el mundo debía llegar a su término en una fecha precisa, el milenio. Es verdad que la certeza de la llegada del milenio no ocurrió en el año 1000, sino algo más tardíamente, en el siglo XIII, cuando se produjeron las grandes herejías populares europeas. Este clima de fin del mundo fue el entorno en que escribió Joaquín de Fiore. Sin embargo, el advenimiento del milenio fue progresivamente desacreditado por la Iglesia. El retraso de la Parusía fue fortaleciendo paulatinamente a la Iglesia como una institución jerárquica y estable. La teología de San Agustín había marcado la declinación entre la jerarquía eclesiástica de la creencia en la venida inminente del Señor. San Agustín quitó énfasis a la venida inminente declarando que el Reino de Dios había empezado en el mundo con el establecimiento de la Iglesia. La Iglesia como institución era la representante histórica del Reino de Dios en la tierra.
El milenarismo resultaba peligroso para la Iglesia, porque ponía fechas y lugares concretos para la salvación. El fin de los tiempos no era algo lejano sino inminente. La demanda de Cristo, predicar la palabra a todos los hombres de la tierra, se había vuelto real con la empresa ultramarina de la Edad de los Descubrimientos. Desde el siglo X, la Iglesia y todas sus instituciones estaban involucradas en el mundo. Nobles laicos tomaban parte en todos los asuntos eclesiásticos, incluyendo la designación de cargos monásticos; a partir de Otón I, los emperadores alemanes designaron a los papas según su conveniencia. Así, al igual que los nobles que nombraban a su gusto, el clero se convirtió en un reflejo de la nobleza y de sus luchas. La reforma cluniacense buscó corregir esta situación, estableciendo que el abad de cada monasterio designara a su sucesor. El Sacro Imperio Romano Germánico controló la designación de los papas hasta la reforma de Hildebrando en 1059. A partir de esta reforma, los cardenales eligieron al Papa, aunque dejaron al emperador su aprobación. Sin embargo, el emperador Enrique IV se opuso a esta limitación de su poder e inició la querella de las investiduras. La lucha entre el papado y el Imperio terminó con la renuncia de Enrique V en 1122 al derecho de la investidura. Para la gente llana y el bajo clero, la Curia y los príncipes de la Iglesia aparecieron como el enemigo con quien pelear y a quien vencer.
Este distanciamiento entre la gente y la Iglesia romana quedó en evidencia con el surgimiento del catarismo. El catarismo se difundió por el Languedoc, el norte de Italia y la península ibérica a lo largo de los siglos XII y XIII. Este movimiento viajó desde el mediodía francés, desde Occitania, siguiendo las rutas de los mercaderes y trabajadores de la lana y prosperó gracias al apoyo que encontraron los cátaros en los señores feudales de las regiones pirenaicas. Entre la corona de Aragón y sus vecinos de Foix, Toulouse, Cominges, Rosellón, Narbona, Montpellier y Provenza existían numerosos lazos económicos, políticos y familiares. Se desconoce el momento exacto de la entrada del catarismo en España, en los dominios de la corona de Aragón. El catarismo se difundió rápidamente en Cataluña. El concilio de San Félix de Caramanh (1167), de gran trascendencia para la iglesia cátara languedociana, dio la primera noticia de la existencia de buenos hombres en tierras catalanas. Pedro el Católico habitualmente fue tolerante con los buenos hombres. Los intereses comunes entre señores catalano-aragoneses y occitanos, terminaron por enemistarlos con la nobleza de la Francia septentrional, a causa de sus deseos de predominio sobre los territorios occitanos. Inocencio III proclamó la cruzada contra los albigenses del Languedoc en 1209. Frente a los herejes se organizó una expedición dirigida por Simón IV, señor de Montfort, que tenía también fines políticos al servicio de los reyes Capeto franceses. Los cruzados atacaron a varios vasallos y parientes del monarca aragonés, entre ellos el conde de Foix y Raimundo VI Trencavel, conde de Toulouse, quien pudo ser el personaje histórico que dio origen al caballero Parsifal o Percival de la literatura. Pedro II intentó lograr un acuerdo con Simón de Montfort en 1211, sin éxito. La derrota y muerte de Pedro II en 1213, en la batalla de Muret, frente a los cruzados de Simón de Montfort detuvieron la expansión catalana en Occitania y la expansión cátara en Cataluña. En 1229, mediante el tratado de Meaux, los reyes Capeto impusieron su soberanía sobre las tierras del Midi.
Para lograr la completa erradicación de la herejía cátara, el papa Inocencio III envió legados a diversas diócesis para estimular y reforzar la acción de los obispos, predicar y a atraer a los herejes a la fe. Domingo de Guzmán tomó parte en estas misiones en el mediodía francés entre 1206 y 1209. La frecuente ineficacia del tribunal de los obispos condujo al emperador Federico II y al papa Gregorio IX a decidir la creación de un tribunal extraordinario, donde el juez sería un clérigo, pero el príncipe garantizaría la base y la eficacia temporales de sus decisiones. En 1231 se creó el oficio de la Inquisición para aplicarse en Alemania y en Italia. Este tribunal se introdujo en el norte de Francia en 1233, y en el mediodía en 1234. A partir de 1252 la Inquisición dispuso del derecho de tortura a los presuntos herejes para lograr su confesión. Para la elección del juez, el papa Gregorio IX se inclinó hacia los religiosos y ocasionalmente los sacerdotes seculares. El primer inquisidor conocido fue Conrado de Marburgo, un secular. Sin embargo, los dominicos tempranamente se hicieron cargo de la Inquisición, especialmente en Francia. Tres años después también tomaron parte en la Inquisición los franciscanos. En adelante, los inquisidores del Languedoc fueron ordinariamente dominicos mientras que los de Provenza fueron franciscanos.
Tras la derrota en Muret, muchos cátaros buscaron refugio en la península ibérica, en tierras catalanas y aragonesas especialmente. Jaime I (1213-1276) abandonó los intereses occitanos y el deseo de crear un reino pirenaico, y se volvió hacia el Mediterráneo. Los refugiados cátaros se establecieron en los dominios de la Corona aragonesa y tomaron parte en la repoblación de Cataluña, Baleares y Valencia. Sin embargo, el funcionamiento de la Inquisición en Aragón desde el año 1232 contribuyó a erradicar los restos de herejía cátara en los reinos orientales. En torno a 1300, sus supervivencias dejaron de ser importantes. Sin embargo, la influencia cátara pudo haber sobrevivido a través de movimientos ascéticos y piadosos. A principios del siglo XIV, los individuos con inclinaciones ascéticas eran llamados beguinos. Los beguinos habrían sido seguidores reales o imaginarios de los albigenses, por lo que se los habría llamado albeguini.
Hacia 1260 surgieron otras formas de religiosidad al margen de la Iglesia, tales como los movimientos de flagelación penitencial, desarrollados a veces dentro de la ortodoxia, a veces heréticos. Los movimientos de flagelantes aparecieron en Italia como procesiones organizadas por clérigos para apresurar la venida de la tercera edad, la edad del Espíritu. Las grandes pestes de 1258 y 1259 favorecieron la aparición de un clima emocional adecuado para las flagelaciones. El movimiento se extendió por Perusa, Roma, las ciudades de Lombardía y desde allí a Alemania. En Alemania, el movimiento se volvió anticlerical. Ya en 1260 el hermano Arnaldo había predicado que la Santa Comunidad, los pobres, se apropiarían de la autoridad de la Iglesia. Los flagelantes alemanes aseguraban que podían salvarse sin la mediación de la Iglesia o la observancia de los sacramentos, solamente por los méritos adquiridos por la flagelación. El clero y los príncipes alemanes acabaron con el movimiento de flagelantes, aunque este sobrevivió clandestinamente y revivió en periodos de hambre o peste. Sus adeptos eran reclutados entre gente humillada, condenada a la pobreza sin esperanza, que justificaban sus creencias en revelaciones y visiones. Las revueltas populares de la baja Edad Media, las grandes herejías populares, veían la lucha contra la miseria como una manera de acercarse al fin de los tiempos. Los poderosos eran instrumentos del mal que debían ser abatidos. El milenarismo fue el sustento de las herejías que asolaron Europa durante entre los siglos XII y XIV. Las herejías brotan en el norte de Italia, el sur de Francia, Alemania, Hungría. En España el inconformismo religioso tomó un aspecto diferente: el misticismo apocalíptico, influido por el mundo árabe, por el sufismo.
Entre finales del siglo XIII y finales del XIV, el no conformismo medieval adquirió, junto a los movimientos de pobreza, aspectos antinómicos que condujeron a la herejía del Libre Espíritu. Mediante la pobreza voluntaria, los ricos renunciaban a sus bienes y se unían a la protesta de los pobres que anhelan la riqueza del Reino de los Cielos. A ellos les estaba permitido todo, porque vivían ya en la libertad de un mundo sin pecado, en el que cualquier cosa que se hiciese era santa. Desobedecían las normas éticas vigentes y desafiaban las reglas de la sociedad y de la Iglesia. Su antinomismo proviene tanto de la aspiración a la pobreza, como de su eclesiología (el joaquinismo), su escatología o su mesianismo. Son el pináculo del clima de rebelión constante reprimida o frustrada que se vivía al final de la Edad Media. Los franciscanos espirituales, las sectas joaquinistas, los flagelantes e incluso los franciscanos terciarios difundieron estas ideas antinómicas. A finales del siglo XIII, esta doctrina religiosa, llamada del Libre Espíritu, se extendió a través de mendigos y ermitaños llamados begardos. Los begardos llevaban una vida peregrina, mendigaban su comida y mantenían un contacto permanente con las gentes del pueblo. Los begardos, como los goliardos descritos en el Carmina burana, eran groseros, glotones y lascivos.
Las heterodoxias fueron características del cristianismo europeo medieval, pero comenzaron a variar desde el siglo XII debido al desarrollo urbano. La nueva sociedad, basada en la división del trabajo y la economía monetaria, se organizó en obreros, artesanos y burgueses. Entre ellos se formó una nueva percepción del cristianismo. El primer rasgo de esta nueva percepción fue la promoción de la pobreza como un valor social y moral a través de la pobreza voluntaria.
El ideal de la vida apostólica, basado en el seguimiento estricto de Cristo, la pobreza rigurosa, la comunidad de bienes y una piedad evangélica, condujo finalmente a la reforma y renovación religiosa entre los siglos XI y XIII. Este mismo ideario orientó programas heréticos, subversivos, frente al orden opresivo de la sociedad feudal, llena de desigualdades.
Estos ideales, que animaron los valdenses, se convirtieron en los objetivos esenciales de las corrientes pauperísticas de los siglos XIII y XV, los movimientos de los espirituales y de los fraticelli, los que fueron los sectores más radicales de las órdenes mendicantes, especialmente de la franciscana, y de las beguinas y begardos. Los movimientos no conformistas medievales mantuvieron una relación estrecha con la idea de reforma de la Iglesia. Sin embargo, las sectas más radicales fueron más allá de la idea de reforma y de la subsistencia misma de la Iglesia como institución de salvación. Las sectas radicales fueron más allá de la Reforma protestante y buscaron restituir a la Iglesia al modelo apostólico de los inicios del cristianismo. Estas sectas surgieron tanto en los países protestantes como en los católicos, pero desaparecieron de España a lo largo del siglo XVI.
Juan Olivi, natural del Languedoc, propagó las ideas joaquinistas y la doctrina pauperística en Cataluña. Durante el siglo XIV vivieron catalanes adeptos a la ideología de los fraticelli, como Arnau Oliver, Bernat Fuster, Ponç Carbonell y Arnau Muntaner. Muchos beaterios catalanes de mujeres y varones piadosos o exaltados, las beguinas y los begardos, siguieron la conducta de los espirituales y fraticelli. Algunos de estos grupos desarrollaron el radicalismo extremista de los franciscanos heréticos. Surgieron centros de beguinos en Barcelona, Gerona, Villafranca del Penedés, Puigcerdà, Valencia y Mallorca. La misma corte de Mallorca fue un foco importante de beguinismo. Varios hijos de Jaime II (1262-1311) favorecieron la causa de los fraticelli, incluso después de su enfrentamiento con el papa Juan XXII a causa de la disputa sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles. Sancha, hija de Jaime II, esposa de Roberto II de Nápoles, convirtió la corte napolitana en refugio para los franciscanos extremistas, perseguidos por la Santa Sede después de la condena de Juan XXII. El heredero de Jaime II, Felipe, terminó asumiendo las ideas y la práctica religiosa de los fraticelli y formó un círculo vivaz y austero de beguinos durante su regencia en Mallorca en 1324.
El movimiento franciscano, de beguinos y fraticelli persistió en Aragón hasta el siglo XV, a pesar de la condena del concilio de Vienne contra las tendencias quietistas e iluministas que existían en algunos sectores del beguinismo. El concilio de Tarragona de 1317 enfatizó la necesidad de precaución para de discernir lo ortodoxo de lo heterodoxo en esta corriente espiritual. El fenómeno beguino logró gran difusión en la parte occidental de la corona de Castilla, en Galicia, en Sevilla, en Salamanca y Burgos. Hasta la primera mitad del siglo XV persistió la presencia de fraticelli en España.
Europa había conocido movimientos milenaristas como el de los minoritas o el de los fraticelli desde hacía muchos siglos. Las profecías milenaristas anunciaban el fin de los tiempos y la segunda venida de Jesucristo, para redimir al mundo de sus pecados y a juzgar a los hombres, estableciendo el reino de Dios sobre la Tierra, igualitario ante la presencia del Señor. La salvación predicada por los movimientos milenaristas era colectiva, terrenal, repentina, perfecta y milagrosa. Los milenarismos medievales incluyeron los movimientos relacionados al retorno del rey (fuese Arturo, Federico o Sebastián), las profecías de Joaquín de Fiore, la herejía del Libre Espíritu y a los herejes husitas y taboritas de Bohemia. Jan Hus (1372-1415) también predicó contra los abusos y la corrupción del clero. Hus había ejercido desde 1401 el cargo de decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Praga. En 1402 fue ordenado sacerdote y actuó como predicador en la capilla de Belén, pronunciando sus sermones en lengua checa y no en latín. Hus compartía muchas de las ideas del teólogo inglés John Wycliffe, considerando que la Biblia era la máxima autoridad religiosa y no la corrupta Iglesia romana. En 1408 atacó en sus sermones al arzobispo de su archidiócesis y se le prohibió ejercer sus funciones sacerdotales. En 1409 las doctrinas de Wycliffe fueron condenadas y Hus, que había las enseñado, fue excomulgado en 1410. Gracias al apoyo popular que contaba en Praga, continuó predicando incluso después de que la ciudad quedara bajo interdicto en 1412. Sin embargo tuvo huir de Praga al año siguiente. En 1414 acudió al Concilio de Constanza para defender sus opiniones, pero fue arrestado, procesado por hereje y condenado a morir en la hoguera.
La noticia de su muerte conmovió a Bohemia e impulsó una reforma nacional, con apoyo del rey Wenceslao, de la nobleza y la burguesía checas. La Iglesia quedó bajo control de la autoridad civil y los clérigos adictos al Papa fueron destituidos. Dentro del movimiento popular husita surgieron tendencias radicales que sobrepasaron los objetivos de la nobleza. Un levantamiento masivo de artesanos, tejedores, herreros, sirvientes, jornaleros y miserables alcanzó el control en Praga. El levantamiento urbano encontró un fuerte apoyo del campesinado. Hacia 1419 el movimiento husita se dividido en una facción moderada y otra radical. Los husitas moderados, llamados utraquistas o calixtinos, sobretodo nobles y burgueses, asumieron los Cuatro Artículos de Praga (1420), formulados por Jakoubek de Stribo, sucesor de Hus en la capilla de Belén, en Praga. Estos reclamaban la libertad sacerdotal para predicar basándose en las Escrituras, la comunión de la comunidad laica bajo las dos especies, la pobreza obligatoria para el clero y la Iglesia y castigos severos para los pecados graves. Los husitas radicales, en su mayoría campesinos y pobres, soñaban con una utopía cristiana y popular en la tierra, reclamaban la abolición de los derechos del clero, del rey y de los señores feudales y de la liturgia en latín. Las principales sectas radicales fueron los taboritas y los horebitas. Los taboritas fueron milenaristas, igualitarios y heterogéneos.
Cuando Segismundo, el emperador del Sacro Imperio romano y rey de los húngaros, fue coronado rey de Bohemia en 1419, los husitas controlaban el país. El papa Martín V declaró la cruzada en contra los husitas y Segismundo atacó pero fue derrotado por los husitas liderados por Jan Zizka. Zizka expulsó del país a miles de alemanes contrarios al movimiento husita. Tras la muerte de Zizka, Procopio el Grande dirigió a los husitas en numerosas victorias.
Luego de sucesivas derrotas, en el Concilio de Basilea, la Iglesia buscó y alcanzó en 1433 un compromiso de reconciliación con la facción utraquista. Los utraquistas y los católicos unieron fuerzas y derrotaron a los taboritas en Lipany, cerca de Praga, en 1434. Luego de su derrota, muchos taboritas se refugiaron en Alemania y continuaron su actividad, que influenció el desarrollo de tendencias radicales en el campesinado alemán.
También durante el fin de la Edad Media se desarrolló el antinomismo. Este afirmaba que la sola fe en Cristo liberaba a los cristianos de la obligación de observar la ley moral, propuesta en el Antiguo Testamento. La insistencia de San Pablo en sus Cartas sobre la incapacidad de la ley para asegurar la salvación y la salvación mediante la fe sin las buenas obras fueron la base para plantear la abolición de toda obligación para obedecer a la ley moral. El cristiano se debía comportar de forma ejemplar sin coacción, sino a partir de una devoción superior a la ley. Sin embargo, la ausencia de la obligación fue entendida como un permiso para ignorar la ley moral y carecer de reglas para determinar la conducta que se debía seguir, pudiendo ejecutar cualquier acción, incluso las consideradas por el común de la gente como pecaminosas, sin ser mancillado ni tener culpa. El antinomismo tuvo una gran difusión. Incluso en el siglo XVI, Lutero describió las opiniones del predicador alemán Johann Agricola como antinomistas para refutarlas. La controversia antinomiana de este periodo terminó en 1540 cuando Agricola se retractó de sus tesis. Posteriormente, otros movimientos inconformistas, como los anabaptistas ingleses se adhirieron y defendieron posiciones antinomistas.