martes, 22 de julio de 2008

España bajo los Austria

A partir del siglo XIII Europa pasó por profundas transformaciones que dieron origen al sistema de estados-nación centralizados característico de la Edad Moderna. En España se inició tempranamente este proceso, aunque todavía en el siglo XVII el país no existía como una nación con un gobierno centralizado, sino que la Corona española comprendía a varios reinos: Aragón, Valencia y Castilla. Esta última era la base del poderío y principal fuente impositiva de la Corona. Durante el siglo XVI España fue la gran potencia europea. Las Cortes castellanas habían desarrollado atribuciones fiscales y la Corona se había enriquecido con el oro de las Indias. Sin embargo, a medida que se avanzaba hacia el final del siglo y al inicio del siguiente, España fue perdiendo terreno ante los demás países europeos y ante Francia en particular, la que le disputó la hegemonía y la que más notablemente aumentó su centralización y su fiscalidad durante el siglo XVII. En protesta contra ello el Parlamento de París tuvo que levantarse varias veces, entre 1648 y 1653. A la larga Francia desarrollaría las potencialidades de la modernidad antes que España.
La hegemonía hispana comenzó con la elección de Carlos I de España al trono del Sacro Imperio en 1519. Sin embargo, el emperador Carlos estableció una monarquía universal que carecía de unidad política y de cualquier forma de gobierno que vinculara a los reinos y feudos que la integraban. Carlos I había sido desde 1516 rey de los reinos castellanos (Castilla, León, Toledo, Murcia, Córdova, Sevilla y Granada), de los reinos anexionados a éstos (Navarra, el país vasco y las Indias) y de los dominios de la Corona de Aragón (los reinos de Aragón y Valencia, el principado de Cataluña y sus territorios mediterráneos, el reino de Nápoles, Sicilia y las Baleares). Las Indias que heredó de su madre comprendían solamente las Antillas, pero en las dos décadas siguientes, con la Conquista de México en 1521 y de Perú en 1532, se extendieron a dos grandes virreinatos. Además de sus dominios peninsulares, Carlos I heredó Flandes y el Franco Condado, territorios borgoñones. En 1519, al ser elegido Emperador, había recibido los feudos patrimoniales de los Habsburgos en Alemania y Austria.
Carlos V siempre tuvo en alta estima el ideal de la caballería y en toda ocasión se comportó como el primer caballero, aunque este modelo de conducta ya había quedado anticuado en el siglo XVI. Desde el siglo XIII se había observado un proceso paulatino de decadencia de la caballería feudal como fuerza de combate, debido a su incapacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos en la guerra durante la Baja Edad Media. La expansión y especialización de la infantería y el desarrollo de las armas de fuego habían puesto en evidencia el ocaso de la caballería feudal. Este final quedó manifestado claramente en la transformación funcional de los torneos ocurrida entre los siglos XII al XV, cuando dejaron de ser un ejercicio de entrenamiento militar de la nobleza y se convirtieron en un espectáculo cortesano de recreo, un ritual de autoafirmación aristocrático, sin verdadero valor militar.
Carlos fue el gran monarca español del Renacimiento. El Renacimiento se caracterizó por una explosión de vitalidad en todos los aspectos de la sociedad: recuperación demográfica después de la Peste negra, expansión del comercio, crecimiento de las ciudades, fortalecimiento de los Estados nacionales, invención de la imprenta, grandes descubrimientos en ultramar, recuperación de la cultura clásica grecolatina. La sociedad renacentista fue sin dudas una sociedad expansiva e innovadora, pero, al igual que la sociedad medieval, siguió siendo más aristocrática que burguesa, pese a las apariencias. Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVI, Europa y España vivieron un período de crecimiento, al tiempo que pasaban del feudalismo al capitalismo, abandonando el sistema de relaciones sociales en el cual la moneda tenía un papel secundario a un nuevo sistema donde el dinero se constituyó en el motor de la economía. Las grandes remesas de oro y plata americanos que llegaban a Sevilla desde el principio del siglo XVI no crearon esta transformación, pero sí la estimularon tanto como a las actividades comerciales.
La sociedad española sobre la que reinó Carlos V en el siglo XVI fue creativa y renovadora, entregada de lleno a desarrollar nuevas capacidades. Durante este siglo, el país prosperó en base a dos grandes recursos: la producción de lana a partir de los carneros merinos de calidad superior, llevada adelante por la Mesta, y el flujo constante de metales preciosos desde las Indias. Pese a la posición preponderante que España ejerció en Europa, no logró transformarse en una nación moderna ni en una sociedad capitalista. España mantuvo un crecimiento demográfico sostenido durante todo el siglo XVI, lo que tenía relación con la prosperidad general del reino. Esta prosperidad ocurrió principalmente en los territorios castellanos, más que en Aragón o en Navarra. Castilla abarcaba el 65% del territorio peninsular y comprendía al 75% de la población. El crecimiento demográfico produjo desarrollo de las ciudades, particularmente Valladolid, Segovia, Toledo y Sevilla. Sin embargo, la población española continuó siendo predominante rural, estimulada por la necesidad de ampliar la frontera agrícola frente a las crecientes demandas de cereales, carnes, vino y aceite de una sociedad en expansión. La labranza y la ganadería fueron actividades complementarias pero enfrentadas entre sí por la necesidad de tierras, especialmente en las décadas finales del siglo XVI.
La población española comprendía grupos privilegiados y gente común, los villanos o pecheros. Los grupos privilegiados poseían un status jurídico especial, una situación económica favorecida y ejercían una influencia determinante en la sociedad. Estas tres características estaban presentes en la nobleza. La nobleza, durante el siglo XVI, comprendía tres niveles: grandes y títulos, caballeros e hidalgos. Los grandes de España eran unas pocas familias: Enríquez, Velasco, Mendoza, Pimentel, Alvarez de Toledo. El número de grandes y títulos fue aumentado con la centuria. A principios de siglo hubo 25 familias de grandes y 35 de títulos, a finales de siglo eran 41 y 99 respectivamente. Los grandes gozaban de privilegios reales: se podían mantener con la cabeza cubierta y sentados en presencia del rey, la reina se levantaba para recibirlos a ellos y a sus mujeres, podían escuchar misa a caballo. Los grandes fueron el principal grupo privilegiado, poseían ingentes riquezas, por la que antes se los había llamado ricos hombres, y tenían un enorme poder político. Los grandes señores laicos y eclesiásticos administraban más de la tercera parte del territorio español. Estos señores desempeñaban funciones judiciales, administrativas y económicas en sus dominios. Los señores ejercían en sus dominios las funciones de la Corona. Los nobles no ejercían ningún oficio vil ni realizaban trabajos manuales, llevaban una vida ociosa y desocupada, dedicados a las fiestas, los banquetes, los paseos o la caza, manteniendo a un séquito de criados y sirvientes. Los criados no eran sirvientes en sentido actual de la palabra, sino que comprendían a todos aquellos que se acogían en la casa de un señor, bajo su protección, y eran literalmente criados por él. Incluso podían ser criados los jóvenes nobles que completaban su educación al servicio de un rico señor, que podía ser pariente suyo.
Se denominaba caballeros a los integrantes de las Ordenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa; a los señores de vasallos que percibían, tributos, rentas y derechos, y a los mismos miembros de las oligarquías municipales. Las Ordenes militares habían sido creadas durante la baja Edad Media y tomaron parte en las cruzadas y , en el caso de las Ordenes españolas, en las guerras de la Reconquista. La Orden de Santiago fue fundada en 1161 para proteger a los romeros que peregrinaban al santuario de Compostela y adoptó la regla de San Agustín, aunque no tomaron el voto de castidad. La Orden de Alcántara fue fundada en 1156 y adoptó la regla del Cister, hasta que en el siglo XVI abandonaron el voto de castidad por la defensa de la Inmaculada Concepción. La Orden de Calatrava fue fundada en 1158 y adoptó la regla de San Benito. La Orden de Nuestra Señora de Montesa fue fundada por Jaime II de Aragón y aprobada por el Papa en 1317; su objetivo fue luchar contra los piratas berberiscos que asolaban las costas de Valencia. Los maestrazgos de Santiago, de Calatrava y de Alcántara fueron sometidos a la Corona por los Reyes Católicos en 1492, cuando Fernando de Aragón consiguió la concesión del título de Gran Maestre de estas tres Ordenes en forma vitalicia por el papa Alejandro VI. Tras la muerte de Fernando II, el Emperador Carlos incorporó definitivamente a la Corona los maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara en 1523. El maestrazgo de Montesa fue incorporado a la Corona por Felipe II en 1587. Después de la incorporación de los maestrazgos, los hábitos de las Ordenes militares fueron empleados para recompensar méritos o servicios realizados a la Corona, aunque en la segunda mitad del siglo XVI empezaron a ser adjudicados principalmente a segundones de familias nobles.
Los hidalgos eran el nivel inferior del estamento nobiliario. Existía hidalguía notoria, de solar conocido, e hidalguía de privilegio. Los hidalgos notorios eran de sangre noble, mientras que los hidalgos de privilegio habían obtenido la hidalguía por merced real o la habían comprado.
Todos estos grupos privilegiados estaban exentos del pago de impuestos directos, es decir, no tenían la condición de pecheros. A diferencia de otros países europeos, la condición noble fue más frecuente en España. En el censo de 1591 se registraron más de 600,000 nobles, una décima parte de la población. Sin embargo, la proporción de hidalgos no fue pareja en todo el reino. En las provincias del norte, en Asturias y en Merindad de Transmiera, los hidalgos fueron el 75% y el 85% de la población, mientras que en Burgos, León, Soria o Valladolid fueron de 8% a 25%, disminuyendo en Andalucía de 6% y reduciéndose a 3% de Extremadura, comparable ya al promedio europeo.
Los nobles eran fundamentalmente un grupo urbano. Las familias principales establecieron sus residencias en las ciudades, tales como los Benavente en Valladolid; los Velasco, condestables de Castilla, en Burgos; los Enríquez, almirantes de Castilla, en Medina de Rioseco; los duques del Infantado en Guadalajara; o los duques de Alba en Alba de Tormes. En el campo vivía menos gente noble, por lo general hidalgos pobres.
La hidalguía quedaba definida por la libertad del hombre, entendida como la exención de tributar. El empadronamiento en el listado de tributarios reducía al hombre a la condición de villano pechero. En esto la hidalguía seguía la noción de libertad que podía verse entre los pueblos beduinos y bereberes que conquistaron al-Andalus. La hidalguía podía ganarse lo mismo que heredarse. Sin embargo, la hidalguía hereditaria, aquella de la que no había memoria de su principio, era tenida por más honrosa.
Existían tres vías para alcanzar la hidalguía: el valor, la virtud y la riqueza. La mejor vía para llegar a la hidalguía era la del valor demostrado en combate, en la Reconquista, en las guerras del rey en Italia y Flandes o, en menor medida, en la Conquista de América. La segunda vía era la virtud o mérito personal demostrado mediante los servicios civiles. Este era el caso de quienes habían conseguido la hidalguía por el estudio, al doctorarse en las universidades de Salamanca, Valladolid o Alcalá de Henares y que se extendería a todos los letrados como grupo. La última vía, la de la riqueza, era la forma menos predecible y menos honorable de alcanzar la hidalguía, ya que era necesario que la riqueza no proviniese de una fuente vil. Por definición, los hidalgos no podían dedicarse a las artes mecánicas sino que debían sostenerse con el producto de sus tierras. Por ello, muchos burgueses que habían prosperados con los trabajos de las ciudades, tales como la producción de lanas en Cuenca o Segovia o la de seda en Valencia o Granada, tan pronto pudieron renunciaron a sus anteriores oficios y compraron tierras para poder vivir honrosamente de las rentas que ellas les dieran. Algunos incluso, para abandonar los estigmas de sus anteriores vidas, se mudaron a otras ciudades y pueblos y empezaron nuevas vidas. Por ejemplo, Juan Sánchez, abuelo de Santa Teresa de Jesús, abandonó Toledo tras haber sido condenado por la Inquisición en 1485 y se estableció en Avila, donde compró tierras y se dedicó a cultivarlas. Cuando veinte años después se intentó empadronar a su hijo Alonso Sánchez de Cepeda, padre de la santa, él denunció este abuso a la Chancillería de Valladolid, la que admitió su condición de hidalgo en 1523.
La distinción entre caballeros e hidalgos no fue siempre clara. Durante la Edad Media, la condición de hidalgo tenía más prestigio que la de caballero, ya que implicaba un origen noble, mientras que la caballería se había formado a partir del ejercicio militar como jinete y con caballo en las guerras de la Reconquista, dando cabida a todos los hombres. Incluso había existido una caballería de origen villano, la caballería de cuantía, a partir de la cual se formó una nueva nobleza. Sin embargo, ya en el siglo XVI los caballeros habían superado en prestigio a los hidalgos. En general se entendía que los caballeros gozaban de una buena posición económica, mientras que los hidalgos eran una nobleza empobrecida. Pese a la pobreza, los hidalgos se resistían a ejercer oficio mecánicos, ya que el hecho de trabajar les habría significado la pérdida de su honra.
La prosperidad general alteró la vida cotidiana de los españoles, tanto nobles como villanos. La gente se acostumbró a vestir bien, lucir joyas, vivir en casas acomodadas, salir a fiestas, banquetes, recreos, al teatro y a los paseos. Las Cortes protestaron varias veces contra el lujo, sin mayor resultado. El humanista y luego hereje Arias Montano denunció el gusto de los jóvenes adinerados por viajar al extranjero, sobre todo a Italia, de donde aprendían costumbres extrañas y el menosprecio por su tierra.
La necesidad de lujos llevaba a gastar más de lo que se tenía, a tomar prestado y a contraer deudas. Estas deudas, los censos, fueron empleadas algunas veces para financiar la propia economía, sea en la agricultura, la ganadería, la construcción, la vivienda y otras actividades productivas. Pero los censos también fueron empleados para comprar mercedes, villazgos, regimientos, para dotar conventos y para gastos suntuarios. Los españoles en general deseaban vivir como caballeros, de sus rentas, sin trabajar.
El Renacimiento en España, el desarrollo del capitalismo comercial y el afianzamiento del Estado moderno, a la larga no trajeron beneficios a la burguesía o los funcionarios reales. La aristocracia fue la principal beneficiada. Fue la aristocracia, antes que la burguesía, la que trajo y difundió en España el Renacimiento italiano. Los grandes, como la familia Mendoza, el almirante de Castilla, el maestre de Alcántara, el duque de Alba, el conde de Ureña, el de Benavente o los marqueses de Priego, fueron los principales mecenas. Las cortes de los príncipes o de los nobles fueron el foco de la sociedad renacentista y no las ciudades.
El desarrollo del comercio internacional favoreció y enriqueció a los mercaderes burgueses, pero no los convirtió en un grupo social organizado. La sociedad española del siglo XVI continuó siendo estamental y siguió fundada en los privilegios. Los grupos en ascenso buscaron integrarse a la nobleza más que modificar el orden social. Los conquistadores, letrados o mercaderes, provenientes de los estratos inferiores, una vez que lograron la fortuna buscaron ganarse la hidalguía y integrarse al grupo dominante, separándose de la masa de los plebeyos. Este anhelo de promoción social fue estimulado y la nobleza no se comportó como una casta cerrada, al menos durante el reinado de Carlos V. En la España del siglo XVI un burgués podía ascender a la categoría de hidalgo o caballero siempre que aceptara los ideales nobiliarios y el modo de vida aristocrático, caracterizado por el ocio y la negativa a dedicarse al trabajo mecánico y a los oficios viles.
La integración a la hidalguía debía ocurrir paulatinamente, no en una sola vida. Los padres acumulaban riqueza para poder casar a sus hijos con doncellas nobles o para comprar para ellos regimientos o lugares de señorío y convertirlos en hidalgos y en caballeros.
El triunfo de los valores caballerescos condujo al menosprecio creciente del ejercicio de las actividades productivas y del trabajo manual, que se consideró impropio de un caballero. Aunque la ociosidad fue censurada como enemiga del alma, el trabajo manual fue condenado como una maldición. El trabajo se convirtió en sinónimo de pobreza y vileza. Incluso para los que tenían que trabajar, se les desalentaba a esforzarse: el trabajo debía ser mesurado, no convenía ser perezoso pero tampoco muy acucioso, ya que sólo se debía aspirar a ganar lo que fuera justo y permitiera una vida honesta, sin afanarse trabajando sin descanso por la codicia de ganar.
Los nobles pobres, que no podían trabajar por no menguar su honra, muchas veces no tenían otra alternativa que entrar en el servicio de un Grande o de un título, vivir en su palacio a costa de su señor, acompañándolo cuando partiese a la guerra o a la corte, a las fiestas y a los paseos, reforzando sus vínculos con la vida caballeresca. Este fue el destino de muchos jóvenes nobles, servir como pajes.
La ociosidad forzada fue un de los mayores problemas de la España renacentista. El aumento del número de personas dedicadas a los servicios y el desprecio por las labores manuales fueron causa y efecto del deterioro de la situación económica, social y moral durante el siglo XVI.
El aumento de la oferta de servicios para las casas de los ricos y nobles no pudo resolver los problemas originados en el exceso de población. Muchos se quedaron en paro, sin medios de subsistencia, y se dedicaron a la mendicidad. Los mendigos debían ser pagados por la nobleza, ya que la moral de la época consideraba que los ricos tenían la obligación de dar limosnas a los desamparados.
Sin embargo, la ociosidad no fue la causa sino la consecuencia de la crisis económica y de la inflación. La gente no quería trabajar por salarios miserables y que además les cerraban las posibilidades de promoción social.
Frente a la nobleza se encontraba la gente común, los plebeyos, los pecheros. Ellos tampoco fueron un grupo uniforme. Entre ellos existían diferencias, fuese porque viviesen en las ciudades o en el campo y en los dominios señoriales o en las jurisdicciones municipales dentro de los territorios de realengo. Las ciudades y villas gozaban de fueros especiales, obtenidos mediante cartas de derecho que les reconocían jurisdicción dentro de un territorio determinado. Los grandes concejos gozaban de un autonomía relativa, menor que de los grandes señoríos, pero que les permitía administrarse independientemente a través de una junta de regidores, aunque siempre con la presencia de un representante de la Corona, el corregidor, que presidía al concejo de regidores, a los jurados y a los otros funcionarios municipales. La jurisdicción de los concejos no estaba restringida a los límites de la ciudad, sino que se extendía a las zonas vecinas o incluso a toda una provincia. La administración del territorio español durante el siglo XVI fue quedando más allá de la autoridad directa de la Corona para quedar a cargo de los señoríos o los municipios. Estos territorios constituían el reino. Entre el rey y el reino, de acuerdo a las teorías políticas heredadas de la Edad Media, existía un acuerdo tácito, ya que el reino no era propiedad del rey, sino que el rey debía mantener la paz y la justicia en el reino, a cambio de lo cual el reino debía acatar las órdenes del rey y contribuir con sus servicios. El reino estaba representado por las Cortes. Sin embargo, las Cortes no eran una representación total del reino, sino solamente de los municipios de realengo. Unicamente tenían participación en ellas dieciocho ciudades: Burgos, Soria, Segovia, Avila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Madrid, Sevilla, Córdova, Jaén, Murcia y Granada. Durante los siglo XV y XVI Valladolid fue la capital castellana. La participación en las Cortes no era un derecho cívico, sino el privilegio de estas ciudades. Este privilegio era ejercido por dos procuradores nombrados por las oligarquías municipales de los regidores. Para 1550, España organizó la administración de su imperio americano a partir de los cabildos de las ciudades que había fundado los conquistadores. La Corona quedó representada en sus dominios ultramarinos por funcionarios tales como virreyes, gobernadores, alcaldes mayores y corregidores y por tribunales de justicia, las audiencias.
Los cabildos fueron los principales organismos de gobierno de las ciudades americanas, establecidos de acuerdo al modelo de los cabildos castellanos medievales. Estaban organizados en base al gobierno comunal, ejercido por el conjunto de vecinos a través de sus representantes elegidos, los alcaldes y los regidores, aunque esto solía ser un ideal teórico. A partir de 1591, los cargos podían ser comprados a través del sistema de venta de oficios, hasta convertirse en vitalicios y hereditarios. El número de funcionarios municipales variaba según la importancia de la ciudad, pero solía incluir dos alcaldes ordinarios, seis regidores y un número variable de oficiales; los alcaldes y regidores eran elegidos anualmente. La Corona controlaba este sistema de autogobierno municipal a través de los corregidores o alcaldes mayores, nombrados directamente por el rey o por su representante, el virrey. Los corregidores no podían ser vecinos de la ciudad en la que ejercían su cargo ni debían poseer tierras en ella o en su distrito. Para los pueblos de indios se nombraron corregidores de indios, encargados de las funciones del gobierno en ellos, supervisando la función de los caciques.
Los cabildos administraban sus propias rentas, obtenidas de los impuestos municipales, y cuidaban de las necesidades de mantenimiento de la ciudad y sus habitantes. Podían establecer los precios y la distribución de las mercancías, vigilaban los pesos y medidas en los comercios; y hacían conocidas las normas de gobierno de la ciudad mediante la publicación de las Ordenanzas, aprobadas por el rey o el virrey.
El cabildo estaba autorizado a repartir tierras entre los vecinos y a administrar los bienes comunales, propiedad del ayuntamiento y de uso de los vecinos. Durante los primeros años de la colonia, los cargos del cabildo fueron ocupados por los encomenderos, pero después fueron sustituidos por las oligarquías criollas locales hasta convertirlos casi en monopolios.
Los cabildos defendieron los fueros y privilegios de las ciudades. En la Europa de los siglos XVI y XVII, la defensa de las libertades tuvo mayor relación con la existencia de privilegios que con los ideales de libertad personal. La defensa de la libertad significaba la protección contra métodos impositivos arbitrarios y la persistencia de privilegios obtenidos por las elites locales y regionales. En la raíz de la rebelión de los Países Bajos de 1588 había estado en la defensa de los privilegios ganados por las ciudades y provincias holandesas. También estaba en la base del levantamiento de los ferrones o en el motín de Esquilache. Las clases populares protestaban por los intentos de la Corona de lograr un mayor poder sobre la vida de sus súbditos, sin ofrecer nada a cambio, sin mejoras en las condiciones de vida y sin asumir responsabilidad alguna por sus acciones.
España también conoció rebeliones durante el reinado de los Austria y contra ellas lucharon los reyes. La más famosa de todas, la rebelión de las Comunidades de Castilla comenzó en abril de 1520, en Toledo, cuando el ayuntamiento se negó a acatar las órdenes de la Corte y del corregidor, que buscaban incrementar la tributación. Para evitar que la rebelión se extendiera, el rey citó a Juan de Padilla, Hernando de Avalos y Gonzalo Gaitán, los regidores más comprometidos en el levantamiento, a comparecer ante su presencia en La Coruña, pero un levantamiento popular impidió abandonar la ciudad y los aclamó como defensores de las libertades del pueblo. La gente común amotinada destituyó al regimiento tradicional y lo remplazó por una asamblea integrada por diputados de todos los barrios de la ciudad. Esta asamblea proclamó su fidelidad a la Corona y pretendió gobernar en nombre del rey don Carlos, de la reina doña Juana y de la comunidad.
El detonante de la rebelión habían sido los impuestos excesivos que las Cortes de La Coruña habían votado para el rey. Se acusó a los procuradores de las ciudades por haber aceptado impuestos que obligaban a todo hombre casado a pagar un ducado por sí mismo, otro ducado por su esposa, dos reales por cada niño, un real por cada criado, cinco maravedíes por cada oveja o cordero, etc., y gravaba fuertemente la carne, el pescado, el aceite, la cera, los huevos y otros artículo de uso común. Estallaron motines en Segovia en mayo, en Burgos en junio y después en muchas otras ciudades. Luego la Comunidad de Toledo convocó a los representantes de las ciudades con voz y voto en las Cortes para pedir al rey la anulación de los impuestos aprobados por las Cortes de La Coruña, retornar al sistema de encabezamientos para las alcabalas y nombrar un regente castellano, y no extranjero, que gobernara el reino cuando el rey se ausentara.
Solamente Segovia, Salamanca, Toro y Zamora respondieron a la convocatoria de Toledo. El cardenal Adriano, regente del reino, comprendió el descontento popular y convenció al rey para renunciar a los servicios votados por las Cortes de La Coruña y regresar al encabezamiento. Pero el presidente del Consejo Real, Antonio de Rojas, arzobispo de Granada, estaba convencido de que se debía castigar con dureza a los rebeldes. Este fue el detonante de la rebelión. La intervención del ejército real para sojuzgar a Segovia llevó al incendio de Medina del Campo y la indignación general en Castilla. Segovia, Toledo y Madrid reclutaron milicias urbanas y sus jefes, Juan Bravo, Juan de Padilla y Zapata, se reunieron con la reina Juana en Tordesillas. Con el apoyo de la reina trece ciudades con voz y voto en las Cortes tomaron parte en el movimiento: Toledo, Salamanca, Segovia, Toro, Burgos, Soria, Avila, Valladolid, León, Zamora, Cuenca, Guadalajara y Madrid. Las ciudades formaron una Junta General de gobierno en Tordesillas y cuestionaron el derecho de Carlos de Austria para proclamarse rey en vida de su madre. Reivindicaron el derecho para gobernar en nombre de la Reina y de las Comunidades, pero la reina abandonó el movimiento en cuanto este empezó a radicalizarse. Amenazada por las fuerzas reales, la Junta se retiró a Valladolid y desde allí pretendieron transformar el gobierno sometiendo al rey al control de los representantes del reino y limitando las prerrogativas y privilegios de la nobleza. A partir de enero de 1521 se desarrollaron motines antiseñoriales y el movimiento comunero terminó por dividirse en un ala radical y un ala moderada. Algunos lideres comuneros, como Pero Laso de la Vega, desertaron y se pasaron al bando real. Los virreyes españoles, fortalecida su posición, buscaron un enfrentamiento definitivo con los comuneros, que tuvo lugar el 23 de abril de 1521 en Villamar. El movimiento comunero fue derrotado y sus líderes militares, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado fueron ejecutados.
La rebelión de las Germanías de Valencia ocurrió al mismo tiempo que la de las Comunidades de Castilla. Si el movimiento comunero había demostrado los conflictos entre los rasgos modernos presentes en las ciudades y las tensiones entre los campesinos y los grandes terratenientes en campo y había sido derrotado por la alianza entre el naciente absolutismo real y la defensa de la nobleza de sus privilegios; el movimiento de las Germanías surgió del enfrentamiento entre el artesanado y el proletariado urbanos, excluidos de cualquier representación municipal, contra los vasallos mudéjares del reino de Valencia y sus señores. El movimiento de las Germanías no surgió en contra del rey Carlos, sino como una forma de defensa contra las incursiones de los piratas berberiscos, que fue escalando en violencia y persistencia hasta convertirse en un movimiento antiseñorial. Además las Germanías mostraron fuertes rasgos mesiánicos y milenaristas. Estos se manifestaron a través de las acciones de un fraile ermitaño de la huerta de Valencia, Enrique Enríquez de Ribera, que se decía nieto de los Reyes Católicos, a quien llamaron el Encubierto. El mismo había asegurado ser hijo del póstumo del príncipe Juan y de Margarita de Austria, desposeído de sus derechos por un complot tramado por el cardenal Cisneros y el cardenal Mendoza para permitir que reinaran la princesa Juana y su marido, Felipe el Hermoso. El Encubierto encabezo la lucha contra el virrey de Valencia, el conde de Melito, hasta que fue asesinado el 18 de mayo de 1522. Sin embargo, algunos decían que había escapado a la muerte y que continuaba vivo en 1546 con el nombre de Juan de Toledo, sobrino de duque de Alba.
La Conquista de América ocurrió mismo tiempo que la Corona lucha por asegurar su poder en España. Por ello, los funcionarios reales tardaron en llegar al Nuevo Mundo y cuando lo hicieron encontraron que los conquistadores habían establecido una organización administrativa de los territorios que reproducía el orden peninsular basado en municipios y señoríos. Los conquistadores trataron de establecerse como caballeros civiles y señores de tierras. La mayoría de los conquistadores eran oriundos de Castilla, Andalucía y Extremadura. Provenían frecuentemente del campo y pasaron a América en general bastante jóvenes. Pocos sabían leer y menos eran los que habían recibido cierta instrucción, como Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo o Pedro Cieza de León. Eran soldados de fortuna, hombres sin oficio ni beneficio, las más de las veces de baja extracción social, codiciosos, muchas veces enloquecidos por el hambre de oro y llenos de ansias de hacer algo y llegar a ser alguien en esta vida. No había grandes nobles entre ellos, aunque algunos se llamaban hidalgos. En general eran creyentes, aunque su religiosidad era supersticiosa. La Conquista fue llevada a cabo por estos hombres, que no podían considerarse adinerados, provistos de títulos nobiliarios o, en general, seguros de su ascendencia. Entre los conquistadores se encontraban hidalgos, artesanos, marineros, campesinos o gente sin oficio, marginales que esperaba adquirir una mejor condición social. Sin embargo, no faltaron entre ellos escribanos, contadores y notarios. El conquistador de México, Hernán Cortés, fue hijo legítimo segundo, cursó estudios universitarios y fue escribano en Santo Domingo; mientras que el conquistador de Perú, Francisco Pizarro, fue hijo bastardo y analfabeto. Pizarro, el marqués conquistador encarnó muy bien el ejemplo de ascenso social que podía conseguirse en el Nuevo Mundo.
La mayoría de los conquistadores buscaron un mejor futuro en el Nuevo Mundo, abandonando una España que no le ofrecía oportunidades. Al terminar la Reconquista con la rendición de Granada, habían desaparecido de la península las posibilidades de obtener honra y provecho con el oficio de las armas. Los guerreros tuvieron que mirar más allá, a Italia, Flandes o el Nuevo Mundo.
El nacimiento marcaba el derrotero de toda biografía. En cambio, en las Indias, los actos, la práctica podían permitirles conseguir aquello que sus padres no les habían legado. (Flores Galindo, Buscando un inca)
La Conquista de América retomó los métodos de la Reconquista y su espíritu. Sin embargo, pocos conquistadores consiguieron éxito social. Un grupo considerable se convirtieron en encomenderos, desarrollando una forma modernizada del régimen señorial; otros pocos alcanzaron puestos de responsabilidad en la administración colonial, pero finalmente fueron remplazados por funcionarios peninsulares. Fueron escasas las ocasiones en que los conquistadores consiguieron un título nobiliario, como Cortés o Pizarro. Desde el principio, la Corona rehusó crear una nobleza en las Indias que pudiera poner en entredicho su autoridad, más aún después de las guerras civiles de los conquistadores en Perú. La misma sociedad civil española rechazó a los conquistadores, a los que veían como hombres sin escrúpulos, pretenciosos y advenedizos, villanos que habían obtenidos grandes riquezas indebidamente y que pretendían hacerse pasar por hidalgos.
Antes del establecimiento del virreinato llegaron a Perú unos 10000 españoles, de los cuales casi 500 consiguieron una encomienda. Los conquistadores esperaban convertirse en una nobleza con base territorial, al igual que la gran nobleza en Europa. Cuando la Corona les negó esta opción, ellos rechazaron la autoridad de los funcionarios reales. Este rechazo fue el fundamento de la rebelión de Gonzalo Pizarro, quien con su deseo de convertirse en un rey del Perú se volvió abiertamente subversivo, considerando que la realeza era una condición otorgada por gracia divina, no por sus ascendientes sino por sus méritos.
La Conquista de América fue realizada como una empresa privada. Los conquistadores buscaron el enriquecimiento rápido y fácil que ofrecían el oro y la plata americanos. Al organizar la administración de sus nuevos dominios, la Corona continuó con esta tendencia, privilegiando la explotación minera sobre la agrícola. Esta actitud quedó fortalecida con el descubrimiento de grandes yacimientos de plata en Zacatecas en el virreinato de México y en Potosí en el virreinato del Perú. Aunque las expediciones de Colón habían sido inicialmente financiadas por la Corona, tras el segundo viaje del almirante las expediciones acostumbraban financiarse a sí mismas y la Corona solamente intervenía para otorgar las autorizaciones necesarias. Estas autorizaciones se entregaban bajo a forma de capitulaciones, mediante las cuales se otorgaba licencias para conquistar y poblar determinados territorios. La Corona no asumía ninguna responsabilidad en estas empresas y además conservaba el derecho de nombrar funcionarios reales que administrasen los países ganados. Los capitanes de la Conquista afrontaban todos los gastos de las expediciones, fueran éxitos o fracasos, a veces de su peculio, a veces tomando prestado. Los conquistadores se quejaban de una Corona que cobraba por beneficios que no había otorgado. El caso más extremo de este resentimiento fue el de Lope de Aguirre, que extraviado en la selva amazónica le declaró la guerra a Felipe II.
La colonización española sometió a la población india a condiciones de trabajo inhumanas. La postura oficial de la Corona buscó desterrar el paganismo de las Indias y convertir a sus habitantes al catolicismo, pero la evangelización fue obstaculizada por la explotación económica y muchos misioneros denunciaron el trato cruel y opresivo que daban los conquistadores a los indios. El padre Las Casas denunció la codicia de los conquistadores y condenó su violencia como injusta e inmoral. Bajo la influencia de estos intelectuales, teólogos y misioneros, la Corona dictó normas para proteger a los indios de los abusos de los conquistadores, las Leyes de Indias. Muchos religiosos, dominicos y franciscanos, se declararon en contra de las acciones de los conquistadores en el Nuevo Mundo. En 1530 Francisco de Vitoria había cuestionado el derecho de España a someter a otros pueblos, aunque estos fueran paganos. Vitoria también había establecido el principio por el cual la soberanía debía regresar a los ciudadanos en ausencia de los príncipes y la doctrina del pacto de sujeción a la Corona. Además, inició el derecho internacional con De indis, de 1539, donde trató el derecho de la Corona en la Conquista de América y los derechos de sus habitantes, los indios. Fray Antonio Valdivieso, obispo dominico de Nicaragua luchó de forma valiente y apasionada contra los abusos de los colonizadores, predicando, denunciando y exigiendo la implantación de las Leyes Nuevas. Al final murió asesinado en 1550 por los hijos de Rodrigo Contreras, rico encomendero y dueño de casi una tercera parte de la provincia, a quienes estorbaban sus palabras.
El sistema colonial español trasladó tanto instituciones como poblaciones. Los inmigrantes españoles y sus esclavos negros o moriscos se establecieron no sólo en las ciudades de las costas, sino en el interior de los antiguos imperios americanos, en los centros mineros, en las ciudades mercantiles de provincias y en explotaciones agrícolas. Muchos de ellos no consiguieron una situación estable en los Andes y terminaron conviviendo con los indígenas. Guaman Poma mencionaba en su crónica a españoles bribones y vagabundos, que vivían extorsionando a los indios, proclamando que eran los nuevos señores de la tierra y reclamando un lugar de privilegio en este mundo.
Muchos españoles andan por los caminos reales y tambos y por los pueblos de indios, que son los dichos vagamundos, judíos, moros. Entrando al tambo alborotan la tierra, toman un palo y le dan muchos palos a los indios pidiendo: daca mitayo, toma mitayo, daca camarico, toma camarico. (Guaman Poma, Nueva coronica y buen gobierno)
Tal vez dos a cuatro mil de los españoles que llegaron a los Andes en el siglo XVI se arruinaron y cayeron en esta condición marginal, empujados a vivir junto a e incluso como los indios a los que querían dominar.
Fueron apareciendo algunos blancos pobres, establecidos como pequeños comerciantes e incluso como campesinos y que tempranamente los podemos observar, por ejemplo, en ese pueblo de Ollantaytambo reconstruido por Glave y Remy. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Los españoles que migraron a América y a los Andes no tenían un buen origen o fortuna y buscaron una oportunidad en el Nuevo Mundo, pero vieron sus esperanzas y sus expectativas truncadas a medida que se iba estableciendo la administración oficial e implantaba el mismo orden que habían abandonado en Europa y que poco a poco iba cerrándose y cerrándoles las posibilidades de gloria y riqueza. Estos españoles inquietos, disconformes con su suerte y con el futuro que les dada su sociedad fueron
… gentes que venían simplemente a “hacer la América”. Terminaron confundidos con los indígenas. Aparecieron criollos y mestizos. Junto a ellos esos blancos que habitaban en los pueblos como pequeños propietarios o pequeños comerciantes, a quienes los indios apodaron pucacuncas (cuellos rojos). (Flores Galindo, Buscando un inca)
La sociedad española no ofrecía lugar a esta gente inquieta, que aspiraba a una vida distinta. La misma sociedad española había empezado a ser homogenizada durante el reinado de los Reyes Católicos, por acción de la Inquisición, fundada en 1478. La Inquisición había sido creada por medio de la bula Ad abolendam, emitida a finales del siglo XII por el papa Lucio III, como un instrumento para combatir el catarismo en el sur de Francia. Durante la Edad Media se establecieron tribunales de la Inquisición pontificia basados en los estatutos Excommunicamus del papa Gregorio IX de 1232, en pleno auge de la herejía albigense. Los tribunales de la Inquisición pontificia surgieron en varios reinos cristianos europeos, entre ellos Aragón. En Castilla no hubo Inquisición Pontificia durante la Edad Media. Los castigos de los delitos de fe quedaron a cargo de los obispos, a través de la Inquisición episcopal. Sin embargo, en la Castilla medieval no aparecieron las grandes herejías que crecieron en Francia e Italia.
A diferencia del resto de Europa, España había sido dominada por los árabes, y las regiones meridionales, especialmente Granada, tenían una proporción significativa de población musulmana. El cristianismo español se había desarrollado frente a otra religión, el Islam, en plano de igualdad o incluso de sometimiento. Además, las grandes ciudades españolas, tales como Sevilla, Valladolid y Barcelona tenían una importante población judía, residente en las juderías, que llevaba en la península más de un milenio.
Durante la Edad Media, en España se había vivido una coexistencia pacífica, aunque con enfrentamientos esporádicos, entre cristianos, judíos y musulmanes. Muchos nobles, incluso la misma reina Isabel de Trastamara, tenían antepasados judíos. Los señores feudales y las ciudades habían tenido servidores cristianos, musulmanes y judíos. El mismo rey de Castilla se había hecho llamar un vez Emperador de las tres Religiones. La Corona de Aragón, especialmente, tenía una larga tradición de servidores civiles judíos. Sin embargo, a finales del siglo XIV estalló un furor antisemita en España, estimulado por la prédica de Ferrant Martínez, archidiácono de Ecija. En 1391 ocurrieron masacres de judíos en Sevilla, Córdoba, Valencia y Barcelona. Ese año en Sevilla el pueblo mató a más de 4,000 judíos. A mediados del mismo año en Navarra perecieron otros 10,000. Entre 1467 y 1473 ocurrieron motines en Córdoba y Toledo donde murieron gran número de judíos.
Estas persecuciones forzaron la conversión masiva de judíos. Antes de 1390, los conversos fueron escasos pero en el siglo XV los conversos judíos, llamados cristianos nuevos o marranos, constituyeron un grupo social importante, pero visto como sospechoso por los otros cristianos, los cristianos viejos. Mediante el bautismo los judíos escapaban a las persecuciones y conseguían ascender socialmente, al conseguir acceso a oficios y puestos que antes les estaban prohibidos. Muchos conversos judíos lograron una importante posición en la España del siglo XV, tales como Andrés Laguna y Francisco López Villalobos, médicos de la corte de Fernando el Católico; los escritores Juan del Enzina, Juan de Mena, Diego de Valera y Alfonso de Palencia y los banqueros Luis de Santángel y Gabriel Sánchez, quienes financiaron el viaje de Colón. Incluso algunos conversos fueron ennoblecidos. En 1449 ocurrieron en Toledo motines de cristianos viejos contra los cristianos nuevos, reclamando por el cumplimiento de los estatutos de limpieza de sangre, para impedir el acceso de los conversos a las instituciones reales.
Fray Alonso de Hojeda convenció a la reina Isabel, durante su estadía en Sevilla entre 1477 y 1478, de la existencia de prácticas judaizantes entre los conversos andaluces. El arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza, y el dominico segoviano Tomás de Torquemada certificaron estas afirmaciones respecto a la existencia de un criptojudaísmo. Para descubrir y perseguir a los falsos conversos, los Reyes Católicos introdujeron la Inquisición en Castilla, y solicitaron autorización a Roma. El primero de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV promulgó la bula Exigit sinceras devotionis affectus, mediante la cual estableció la Inquisición para la Corona de Castilla. Esta bula otorgó a los monarcas españoles la prerrogativa de nombramiento de los inquisidores. Los primeros inquisidores, Miguel de Morillo y Juan de San Martín fueron nombrados el 27 de septiembre de 1480, en Medina del Campo.
La Inquisición española persiguió a los marranos, judíos que por coerción o presión social se habían convertido al cristianismo; a los conversos del mismo tipo del Islam, y a los sospechosos de herejía. Ocurrieron fricciones entre Roma y los reyes de España debido al control de la Inquisición. Mediante una bula de 1478, Sixto IV otorgó a la Corona española plenos poderes para el nombramiento y destitución de los inquisidores, pero debido a los abusos cometidos en Sevilla, revocó esta bula en 1482. Sin embargo, al año siguiente el mismo Papa debió retractarse y dejar el control de la Inquisición en manos de la Corona. Así, a los pocos años de su fundación, el Papa dejó de supervisar a la Inquisición española, la Corona se hizo cargo completamente de ella y la convirtió en un instrumento del Estado, aunque los inquisidores continuaron siendo religiosos dominicos y no funcionarios laicos.
Varios motivos habían llevado a los Reyes Católicos a establecer la Inquisición en España. A través de ella buscaron crear unidad religiosa, identificando los intereses estatales con los religiosos. Mediante la Inquisición se debilitó la fuerza de los grupos de poder locales, incluyendo a la poderosa minoría judeoconversa. En el reino de Aragón fueron procesados miembros de familias influyentes, como Santa Fe, Santángel, Caballería y Sánchez. Además la Corona se enriqueció a costa de los procesados, ya que sus bienes eran confiscados.
Inicialmente, las actividades de la Inquisición estuvieron restringidas a las diócesis de Sevilla y Córdoba. El primer auto de fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481 y en él fueron quemados seis condenados. Desde este momento la presencia de la Inquisición en Castilla creció rápidamente. En 1492 funcionaban tribunales inquisitoriales en ocho ciudades castellanas: Avila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid, la capital del reino. El establecimiento de la Inquisición en Aragón fue más lento. En un principio, Fernando el Católico no recurrió a los nuevos tribunales, sino que resucitó la antigua Inquisición pontificia, aunque ejerciendo un control directo sobre ella. Además, la población catalana fue más hostil a las acciones de la Inquisición. Sin embargo, la Inquisición terminó por instaurarse y el 17 de octubre de 1483 Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general de Aragón, Valencia y Cataluña. De esta forma, la Inquisición se convirtió en la única institución con autoridad en todos los dominios de la Corona española. Los conversos en las ciudades de Aragón protestaron contra las prácticas de la Inquisición y solicitaron la mediación real, pero, tras el asesinato en Zaragoza del inquisidor Pedro Arbués, el 15 de septiembre de 1485, la Corona se declaró en contra de los conversos y a favor de la Inquisición. La Inquisición terminó con la presencia conversa en la administración aragonesa.
Entre 1480 y 1530 la Inquisición ejecutó alrededor de 2.000 acusados, la mayoría de ellos conversos de origen judío. La Inquisición no tenía autoridad sobre los judíos que continuaban practicando su religión y que habían rechazado el bautismo, pero los hostigaba en la creencia de que incitaban a los conversos a volver a su antigua fe, delito que llamaban judaizar. Se acusaba a los judíos judaizar, de motivar la recaída de muchos conversos debido a su proximidad y su persistencia en las prácticas judaicas.
El 31 de marzo de 1492, tres meses después de la conquista de Granada, los Reyes Católicos promulgaron el Decreto de expulsión de los judíos de todos sus dominios. Se estableció que aquellos que no estuvieran bautizados hasta el 31 de julio de ese mismo año debían abandonar el país, sin llevarse oro o plata.
La población judía forzada a abandonar España fue enorme. Autores de esa época como Juan de Mariana calcularon 800,000 personas, mientras que Isaac Abravanel estimó en 300,000 a los refugiados. Las estimaciones actuales son menores y se encuentran alrededor de 40,000 hasta 80,000. Los judíos españoles emigraron principalmente a Portugal (donde fueron expulsados nuevamente en 1497) y a Marruecos. Los sefarditas, descendientes de los judíos españoles, fundaron nuevas comunidades en los Países Bajos, el norte de Africa y en los dominios del imperio otomano.
El ascenso de Carlos de Austria al trono de España fue recibido por los conversos con la esperanza de reducir la influencia de la Inquisición y acabar con el hostigamiento y la persecución. Sin embargo, a pesar de las reiteradas peticiones de las Cortes de Castilla y de Aragón, el rey Carlos mantuvo el sistema inquisitorial.
Las grandes persecuciones de judíos conversos tuvieron lugar hasta 1530, para luego decaer en las tres décadas siguientes. La actividad de los judaizantes en Quintanar de la Orden, en 1588, volvió a acrecentar las persecuciones, pero ya para comienzos del siglo XVII estas disminuyeron y empezaron a regresar a España conversos desde Portugal, escapando de la acción de la Inquisición portuguesa, fundada en 1532.
La Inquisición se convirtió en un instrumento al servicio de la Corona española, pero sin llegar a ser completamente independiente de la autoridad papal. Su autoridad máxima, el Inquisidor General, era designado por el rey, pero su nombramiento debía ser aprobado por el Papa. El Inquisidor General tenía jurisdicción sobre todos los territorios de la Corona española, incluso en los virreinatos americanos. Solamente entre 1507 y 1518 existieron dos inquisidores generales, uno en Castilla y otro en Aragón. En más de una oportunidad la Corona recurrió a la Inquisición para arrestar a personas que habían sido condenadas en Castilla y que habían huido a Aragón para escapar a la justicia civil.
El Inquisidor General presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición, llamado común mente Consejo de la Suprema, creado en 1488. Este Consejo estaba formado por seis miembros nombrados por el rey. Al avanzar el siglo, la autoridad de la Suprema aumentó al tiempo que se debilitaba el poder del Inquisidor General.
Los tribunales de la Inquisición dependían del Consejo de la Suprema. Inicialmente, los tribunales fueron itinerantes, estableciéndose donde hubieran surgido brotes de herejía. Sin embargo, al pasar los años terminaron por fijar sus sedes. En Castilla se establecieron los siguientes tribunales permanentes: en 1482 en Sevilla y en Córdoba; en 1485 en Toledo y en Llerena; en 1488 en Valladolid y en Murcia; en 1489 en Cuenca; en 1505 en Las Palmas de la Gran Canaria; en 1512 en Logroño; en 1526 en Granada y en 1574 en Santiago de Compostela. En los dominios de la Corona de Aragón funcionaron cuatro tribunales: Zaragoza y Valencia desde 1482, Barcelona desde 1484 y Mallorca desde 1488. Fernando el Católico estableció la Inquisición española en Sicilia en 1513, fijando su sede en Palermo, y en Cerdeña. En América, se crearon los tribunales de Lima en 1568, de México en 1571 y de Cartagena de Indias en 1610. En 1537 el Papa Pablo III prohibió la entrada de los apóstatas a las Indias. Después del Concilio de Trento (1545-1563) se consolidó la Contrarreforma y se intensificó el aislamiento preventivo de las posesiones españolas, buscando mantener al Nuevo Mundo libre de la contaminación luterana.
La evangelización de América y de los Andes siguió el modelo reglamentado durante la Contrarreforma y vigilado por la Inquisición. La evangelización tuvo como meta erradicar las costumbres indias, no sólo religiosas sino también profanas, reemplazar el modo de vida de los paganos americanos por el orden cristiano y español:
… a comienzos del siglo XVII, se imponían prácticas absolutistas y excluyentes, que buscaban integrar a los países eliminando y suprimiendo lo extraño y diferente. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Los tribunales de la Inquisición estaban formados por dos inquisidores, un calificador, un alguacil y un fiscal. Los inquisidores eran juristas más que teólogos. En 1608 Felipe III había ordenado que todos los inquisidores debían tener formación legal. Los inquisidores eran renovados periódicamente, usualmente permaneciendo en su cargo unos dos años. La mayoría de ellos fueron religiosos seculares con formación universitaria.
Los calificadores solían ser teólogos y determinaban si la conducta del acusado era delictiva o no contra la fe. Además se recurría a juristas expertos, los consultores, que asesoraban al tribunal en cuestiones de la casuística procesal.
El procurador fiscal elaboraba la acusación, investigaba las denuncias e interrogaba a los testigos.
El tribunal tenía tres secretarios: el notario de secuestros, que registraba las propiedades del reo en el momento de su detención; el notario del secreto, que anotaba las declaraciones del acusado y de los testigos; y el escribano general, secretario del tribunal.
El alguacil detenía y encarcelaba a los acusados; el nuncio difundía los comunicados del tribunal y el alcaide cuidaba y alimentaba a los presos.
Existía colaboradores de la actividad inquisitorial: los familiares y los comisarios. Los familiares eran colaboradores laicos que permanecían constantemente al servicio de la Inquisición. La condición de familiar era honrosa, porque equivalía a un reconocimiento público de limpieza de sangre y conllevaba privilegios. La condición de familiar fue un mecanismo de ascenso y reconocimiento tanto para nobles como para plebeyos. Los comisarios eran sacerdotes regulares que auxiliaban ocasionalmente al Santo Oficio.
La Inquisición funcionaba de acuerdo al derecho canónico. Sus procedimientos estaban establecidos en las Instrucciones elaboradas por los inquisidores generales Torquemada, Deza y Valdés.
Al iniciar sus labores en cualquier ciudad, el tribunal inquisitorial promulgaba un edicto de gracia. Durante la misa del domingo, se proclamaba el edicto, se explicaban los feligreses las posibles herejías y se los exhortaba a acudir a los tribunales de la Inquisición para librar sus culpas. Todos aquellos que acudieran voluntariamente durante el período de gracia proclamado en el edicto podían regresar al seno de la Iglesia sin castigos severos, pero debían denunciar a todos sus cómplices, convirtiéndose en informantes de la Inquisición. Las acusaciones eran anónimas, y el acusado no podían confrontar a quienes testificaban en su contra. Los bienes de los condenados se utilizaban para sufragar los gastos corrientes y las costas procesales de los tribunales. Dado que la Inquisición cubría sus gastos mediante el decomiso de las propiedades de los condenados y premiaba a quienes colaboraban con ella denunciando a los herejes, fueron frecuentes las denuncias falsas por rencores personales y codicia. Tras la denuncia, los calificadores investigaban si había herejía y se procedía a arrestar al acusado. Sin embargo, también podían realizarse detenciones preventivas en espera de que los calificadores emitiesen opinión sobre el caso.
Tras el arresto del acusado, la Inquisición embargaba de manera preventiva sus propiedades. Todo el proceso se realizaba en secreto y el acusado no era informado de los cargos en su contra hasta el día en que comparecía ante el tribunal, lo que podía demorar meses o incluso años.
El proceso era realizado en varias audiencias, en las cuales se tomaba declaración tanto a los denunciantes como al acusado. Se designaba un abogado defensor que era miembro del tribunal y que exhortaba al reo a confesar. La acusación era llevada a cabo por el procurador fiscal. Los interrogatorios del acusado tenían lugar con presencia del notario del secreto, que registraba las declaraciones del reo. Durante los interrogatorios se podía emplear la tortura, lo que ocurrió sobretodo en los procesos de judaizantes y protestantes.
Al terminar el proceso, los inquisidores se reunían con el representante del obispo y los consultores en una consulta de fe, durante la cual decidían la sentencia, que debía ser unánime. En caso de discrepancias, se remitía el informe a la Suprema.
Muy raramente se producía la absolución del acusado. Más bien, cuando el acusado era inocente, se solía suspender el proceso, dejando libre al acusado, aunque bajo sospecha y con la amenaza de volver a ser procesado. Si el acusado era declarado culpable era penitenciado, es decir, debía abjurar públicamente de sus errores y era condenado a un castigo tal como el sambenito, el destierro, multas o incluso la condena a galeras. También podía ser reconciliado y recibir menores penas. Si el acusado era condenado, debía participar en una ceremonia pública de arrepentimiento y penitencia, el auto de fe, que significaba su retorno al seno de la Iglesia o su castigo como hereje impenitente. Los autos de fe terminaron por convertirse en grandes ceremonias solemnes, celebrada ante un público numeroso y en un ambiente festivo. Los autos de fe se realizaban por lo general en la plaza mayor de la ciudad, en los días de fiesta.
Los castigo más severos eran aplicados a los herejes impenitentes y los relapsos, es decir, los reincidentes. En estos casos ocurría la relajación y eran entregados al brazo secular, lo que significaba la muerte en la hoguera. La ejecución se llevaba a cabo en ceremonia pública. Si en este momento el condenado abjuraba de sus errores y se arrepentía era estrangulado mediante el garrote antes y era quemado en la hoguera muerto. Si no se arrepentía era quemado vivo. Aquellos que eran juzgados en ausencia, por haber fallecido durante el proceso o por haber escapado antes de su arresto, eran quemados en efigie, lo que significaba una muerte jurídica.
La Inquisición también procesaba bajo la denominación de proposiciones heréticas delitos verbales, tales como la blasfemia o afirmaciones relacionadas con las creencias religiosas, la moral sexual o el clero. Hubo procesados por afirmar que la relación sexual entre solteros no era pecado o por dudar de la presencia real de Cristo en la Eucaristía o de la virginidad de María. La Inquisición tenía competencia en delitos contra la moral, a veces en conflicto de fueros con los tribunales civiles. Realizaba procesos por bigamia y por pecados contra naturam, es decir, por homosexualidad. La homosexualidad, denominada en la época sodomía, era castigada con la muerte.
Hasta la locura quedó sometida a estas normas rígidas y controladoras. Gregorio Tenorio, quien pudo tener más de demente que de hereje, fue juzgado por la Inquisición en Lima y condenado a muerte.
Las persecuciones contra los protestantes producidas en la segunda mitad del siglo XVI terminaron por crear una imagen negativa de la Inquisición que muchos escritores protestantes exageraron con fines propagandísticos. Uno de los primeros en tratar el tema fue el inglés John Foxe (1516 – 1587), que dedicó un capítulo del The Book of Martyrs a la Inquisición Española. Otra de las fuentes de la leyenda negra de la Inquisición fue el Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes, escrita bajo el seudónimo de Reginaldus Gonzalvus Montanus por dos protestantes españoles exiliados, Casiodoro de Reina y Antonio del Corro. Este libro cimentó la imagen negativa de la Inquisición española en Europa.
Ya a finales del siglo XVI la leyenda negra se convirtió en un instrumento útil de propaganda antiespañola. Los protestantes holandeses publicaron gran número de panfletos y de libros con el fin de desprestigiar a los españoles. Tradujeron e imprimieron las crónicas que destacaban la crueldad y la injusticia de la Conquista de América. Los enemigos de España emplearon los relatos de la conquista de América, sobre todo las obras de Bartolomé de Las Casas, para envilecerla. La Brevísima relación de la destrucción de las Indias, publicada en 1552, alimentó la leyenda negra. Fue reimpresa en los Países Bajos en 1620 con el título Espejo de la tiranía española en que se trata de los actos sangrientos, escandalosos y horribles que han cometido los españoles en las Indias.
Guillermo de Orange-Nassau, enemigo declarado del rey Felipe II, escribió una Apología de Orange, donde atacaba a la Monarquía hispánica. Isabel I de Inglaterra también propulsó la leyenda negra. La actividad de la Inquisición, las torturas y muertes de protestantes, indios y judíos, fueron una fuente inagotable de argumentos antiespañoles.
A pesar de los esfuerzos por controlar la vida en general y la religiosidad de los habitantes del Nuevo Mundo, la Corona no tuvo éxito en modelar a su gusto ni a los indios, ni a los criollos ni a los esclavos negros. Las ideas heterodoxas que había perseguido, el milenarismo medieval europeo y las ideas utópicas pasaron a América, principalmente con los franciscanos, quienes ya habían mostrado tendencias heréticas. El milenarismo como ideología terminó por impregnar todos los proyectos sociales y políticos en los Andes.
El milenarismo introdujo variantes de contenido herético: la salvación era un hecho terrenal, ocurría aquí mismo y hasta tenía un año preciso. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Desde un principio, la Corona buscó impedir el traslado de cristianos nuevos, musulmanes, judíos o herejes a las Indias. En las Instrucciones que se dieron, el 16 de septiembre de 1501, al Comendador Frey Nicolás de Ovando al ser nombrado primer Gobernador de las nuevas tierras se estableció que:
Item, por quanto Nos, con mucho cuidado abemos de procurar la conversion de los yndios a nuestra Sancta Fe Catholica, e, si alla fueren personas sospechosas en la fee a la dicha conversion, podrian dar algun ympedimento, non consentireis nin dareis logar que alla vayan moros nin xudios, nin erexes, nin reconcyliados, nin personas nuevamente convertidas a nuestra fe, salvo si fueren esclavos negros u otros esclavos que fayan nascido en poder de cristhianos, nuestros subditos e naturales...
Pese a las restricciones, migraron a América muchos judíos expulsados de la península. Desde 1518 se había intentado limitar el pasaje de extranjeros a América, aunque estas medidas no fueron muy eficaces. Cuando Toledo consolidó el virreinato, habitaban en Perú unos 6000 colonizadores europeos, un décimo de los cuales no eran españoles. Los extranjeros más numerosos eran los portugueses, seguidos por gentes del Mediterráneo, sobre todo italianos y griegos. Sin embargo, entre los portugueses se podía contar un número significativo de judíos conversos. La Inquisición siempre sospechó de estos extranjeros, como protestantes, herejes o judaizantes. El descubrimiento del Nuevo Mundo y las reformas religiosas europeas ocurrieron al mismo tiempo. Hacia 1536, quince anos después de la Conquista de México aparecieron indicios de presencia protestante en América. Hubo protestantes en la América española pero no protestantismo, debido al control de las ideas ejercido por Corona.
La Corona española intentó evitar por todos los medios que las ideas y prácticas luteranas, calvinistas y anabaptistas pasaran a América y por eso estableció la Inquisición en las Indias tempranamente. España se volvió ultracatólica por imposición de los Austria. El establecimiento de la Inquisición, la expulsión de los judíos, la conversión forzosa de los moros y la persecución de los reformados fueron medidas coherentes de una política que buscaba instaurar la unidad de la fe y asegurar que esta fe permaneciera pura y libre de toda contaminación o desviación. Esta política fue un cambio radical en la sociedad española, que pasó de una actitud de convivencia hacia las creencias religiosas diferentes a una actitud intransigente, rígida y persecutoria. Los reyes Habsburgos estaban convencidos de que la cohesión social de sus dominios requería de la unidad de fe.

Mesianismos milenaristas

Flores Galindo interpretó el milenarismo medieval como una utopía popular. Durante la Edad Media, el milenarismo ofreció a los pobres una salvación en un mundo condenado a la inseguridad de la vida, por el hambre, las pestes y las guerras, y se convirtió en el sustento de las revueltas y rebeliones campesinas. También existió una corriente apocalíptica elitista que optó por el ejercicio de la piedad y la mortificación del cuerpo como un medio de acercarse a lo divino.
Uno de estos grupos apocalípticos fueron los flagelantes, aparecidos en el siglo XIII, que proclamaban la inminencia del fin del mundo y la santa ira de Dios. Ellos, para contribuir en la redención del mundo se infligían azotes a sí mismos. La secta surgió en Perugia, entre 1259 y 1260, y pronto sus miembros ascendieron a miles. Los flagelantes iban por las calles de los pueblos azotándose las espaldas e invocando a la gente a arrepentirse y a unirse a ellos en este castigo. El movimiento se extendió rápidamente por toda Europa y fue desarrollando rasgos violentos. En Europa del Norte, en Alemania y los Países Bajos, se volvió antisemita y la Iglesia y las autoridades laicas tuvieron que reprimir la cólera de los sectarios.
La peste negra, que se asoló Europa entre 1347 y 1349, estimuló el resurgimiento del movimiento de los flagelantes, quienes nuevamente anunciaron el inminente fin del mundo. Los flagelantes viajaban en grupos, prometiendo a abstenerse de todo placer físico y soportando torturas y flagelaciones durante 33 días, en recuerdo de los 33 años de vida de Cristo. En 1349, el papa Clemente VI los declaró herejes y fueron perseguidos. A comienzos del siglo XV, el movimiento rebrotó en Alemania, ocurriendo una nueva persecución y una nueva condena en el Concilio de Constanza.
Los mesianismos milenaristas se desarrollaron plenamente en el siglo XII. En esta época el proletariado urbano estaba en crecimiento, sobre todo en Italia, los Países Bajos y partes de Francia. La natalidad europea era alta y la población había crecido. También aumentó la brecha que existía entre los ricos y los pobres. Todas estas circunstancias crearon las condiciones propicias para los movimientos heréticos, como los de Tanquelmo y de Eudes de la Estrella.
La Edad Media europea había sido testigo de diferentes movimientos mesiánicos y milenaristas. Estos movimientos estuvieron ligados tanto a la aspiración de reforma como a los sentimientos sociales de frustración exacerbados por la miseria. En las rebeliones andinas del siglo XVI, como el Taqui Onqoy, también se encontraba la alianza entre quienes no están conformes con el orden existente y la revuelta popular. El Taqui Onqoy empezó instigado por los antiguos grupos dominantes nativos, los sacerdotes de los cultos locales, que como consecuencia de la Conquista se habían convertido en una población arruinada y despojada de sus funciones y privilegios.
Para comparar las rebeliones andinas, que alcanzarían un momento de clímax durante el siglo XVIII, Flores Galindo tuvo en mente a los movimientos inconformistas religiosos europeos medievales, como los de Tanquelmo, de Eudes de la Estrella y de los penitentes. Las revueltas de Tanquelmo y Eudes remecieron el norte y noroeste de Europa en el siglo XI. Estos movimientos fueron patrocinados inicialmente por los habitantes de las ciudades, los burgueses, pero rápidamente se convirtieron en revueltas populares que rechazaban los rasgos civiles.
Tanquelmo fue un hombre instruido, notario de la corte del conde Raimundo II de Flandes, partidario de las reformas gregorianas. Durante su juventud viajó como parte de una embajada a la Santa Sede, antes de hacer su primera tentativa mesiánica en Brujas, donde fracasó. Debido a ello tuvo que trasladarse a Zelanda y Brabante, donde tuvo mejor fortuna. Vestido como monje predicó y atacó a las costumbres licenciosas del clero. En estas provincias en crecimiento económico convocó a multitud de oyentes provenientes del proletariado urbano. En Amberes su prédica pasó a una posición más extrema, criticando ya no solamente al clero relajado sino a la misma Iglesia y a la noción de los sacramentos. Bajo su prédica, los habitantes de la ciudad rechazaron los sacramentos ofrecidos por sacerdotes licenciosos. Después predicó contra los diezmos, la gente dejó de pagarlos a la Iglesia y los donó a Tanquelmo y sus discípulos. Tanquelmo se proclamó reencarnación de Cristo, portador del Espíritu Santo y consiguió seguidores entre el pueblo. Se rodeó de doce hombres y de una mujer, a imagen de los apóstoles y de la Virgen. El nuevo Mesías llevó una vida de lujo, vistiendo ornamentos reales. Paseaba escoltado por guardias, precedido por una cruz, un estandarte y una espada. Se proclamó rey de los últimos tiempos, llegado para establecer un reino en que los sometidos encontrarían una compensación a sus pasadas desgracias. Durantes varios meses controló Amberes, pero en 1112 fue capturado por el obispo de Colonia. Tanquelmo logró escapar y pelear durante dos o tres años contra los señores feudales y los clérigos que lo perseguían, pero en 1115 lograron emboscarlo y matarlo.
El movimiento de Eudes de la Estrella apareció en las zonas más atrasadas de Bretaña y Gascuña. Su base social se encontraba entre campesinos empobrecidos. Eudes atacó a la rica Iglesia, negó sus poderes y su misión. Fundó una Iglesia opuesta, cuyos obispos tomaron nombres misteriosos: Sabiduría, Conocimiento, Juicio, etc. Los partidarios de Eudes vivían en los bosques, saqueaban y quemaban las propiedades de la Iglesia. Estos vagabundos ofrecían banquetes a los que Eudes acudía ataviado como rey. Se proclamó Mesías ante el Papa Eugenio III. Sus seguidores se negaban a trabajar, pues creían estar viviendo el fin de los tiempos y el Reino de Dios. Finalmente, en 1148 Eudes fue capturado y murió en prisión.
Estas dos revueltas deben entenderse en el contexto mesiánico y milenarista de su tiempo, el tiempo de las cruzadas. La especulaciones sobre el Rex iniquus, que precede al Anticristo y anuncia la llegada del rey del fin de los tiempos, estaban presentes en toda la época medieval.
Estas especulaciones dieron origen a movimientos populares de protesta, tales como las cruzadas pastoriles. Estos movimientos, lo mismo que el de los flagelantes, desarrollaron un antisemitismo sangriento y un anticlericalismo radical, y el mismo tipo de caudillos que las sectas de Tanquelmo y Eudes: ermitaños laicos, predicadores errantes, curas apóstatas, sacerdotes exclaustrados. Siempre anunciaban esperanzas mesiánicas y pretensiones de establecer un reino escatológico.
Estos movimientos populares florecieron tanto en las zonas donde la industria medieval alcanzó su máximo desarrollo como en aquellas más empobrecidas por haber queda fuera de las mismas. Allí donde los contrastes entre la fortuna y la pobreza eran más patentes, la precariedad del nuevo proletariado urbano formado por campesinos desarraigados o miseria de quienes seguían viviendo en el campo favorecía la inestabilidad social y mental.
En este clima de inestabilidad y de cambio vivió Joaquín de Fiore (1135-1202). Nacido en Celico, Calabria, donde su padre era notario, siguió la profesión de su padre en la corte de Palermo. El 1168 peregrinó a Tierra Santa y sobrevivió a una epidemia, tras lo cual recibió una revelación en el monte Tabor, lo que lo convenció para hacerse monje. Se volvió ermitaño y después de varios años ingresó a la orden cisterciense en Sambucina. En 1177 fue nombrado abad del monasterio de Corazzo (Sicilia), al frente del cual permaneció hasta 1188, año en que el para Clemente III le otorgó dispensa para que se dedica al estudio. Al año siguiente fundó el monasterio de San Juan de Fiore y después la orden de Fiore, aprobada por el papa Celestino II y protegida por el rey de Sicilia y después emperador Federico II.
Joaquín de Fiore creó un sistema profético basado en la correspondencia de las tres personas de la Santísima Trinidad, tres periodos de la historia y tres tipos de hombres: la edad del Padre, desde la Creación hasta el nacimiento de Cristo, correspondía al reino de los legos casados, la Ley y la materia; la edad del Hijo, al reino de los clérigos y de la Fe; y finalmente la edad del Espíritu, que llegaría pronto, correspondía al dominio de un nuevo orden monacal, el reino de los santos. En esta edad los hombres serían liberados del dominio de Ley, de la moral, y de la Fe, de la doctrina; se convertirían a la pobreza evangélica y vivirían según el Espíritu. Joaquín de Fiore fijó el año 1260 como el inicio de la edad del Espíritu.
En 1215, el IV Concilio de Letrán condenó la tesis de Fiore sobre la Trinidad, aunque no su doctrina en conjunto. En cambio la doctrina de sus discípulos, concretada por Gerardo da Borgo San Donnino en El Evangelio eterno, fue prohibida, debido a que vaticinaba la desaparición de la institución eclesiástica. El Evangelio eterno, escrito en 1254, consistía en una exégesis bíblica basada en el esquema de las tres eras de la Trinidad. La última era, el Milenio o Edad del Espíritu Santo, sería un tiempo de paz, alegría, amor y libertad, donde todos adorarían a Dios. La Iglesia fue presentada como una gran burocracia inútil y prescindible. Tres años y medio antes de esta era, llegaría el Anticristo, rey que destruiría a la Iglesia mundana para luego ser derrotado.
La idea de la edad del Espíritu como un reino monacal fue aceptada por las nuevas órdenes religiosas fundadas en el siglo XIII. Los dos órdenes principales fueron la dominica y la franciscana. La Orden franciscana fue fundada hacia 1208, por san Francisco de Asís. Fue aprobada por el papa Inocencio III en 1209. En 1223, el papa Honorio III emitió una bula por la que estableció a los Frailes Menores como una orden formal católica. La Orden fundada por san Francisco estaba formada, en gran parte, por hermanos legos, pero, un siglo después de su muerte era una Orden docta y clerical, con miles de miembros que servían a la Iglesia en actividades pastorales, misioneras, diplomáticas, ecuménicas y universitarias, llegando muchos de ellos a ocupar cátedras episcopales, cardenalicias e incluso papales, entre ellos Nicolás IV (Jerónimo Masci, 1288-1292), Alejandro V (Pitros Philargis, 1409-1410), Sixto IV (Francisco della Rovere, 1471-1484), Sixto V (Félix Peretti de Montalto, 1585-1590) y Clemente XIV (Lorenzo Ganganelli, 1769-1774). Los franciscanos conventuales constituyeron el tronco original de la Orden, del que brotaron las distintas ramas reformadas. En 1250, el papa Inocencio IV buscó tutelar la labor pastoral de los Hermanos Menores, declarando conventuales sus iglesias, es decir, dándoles la misma prerrogativa que las colegiatas. Los frailes, sin embargo, no recibieron tal denominación hasta la segunda mitad del siglo XIV, para distinguirlos de aquellos que se retiraban a ermitas, en busca de una observancia más fiel de la Regla. En 1517 León X dividió la orden en dos grupos: conventuales, autorizados a poseer bienes comunales, y observantes, quienes seguían los preceptos de Francisco lo más literalmente posible, que se convirtieron en la rama principal de la Orden. En España, los frailes Conventuales o Claustrales fueron suprimidos parcialmente, a instancias de los Observantes, por los Reyes Católicos a principios del siglo XVI, y definitivamente por Felipe II en 1568. A comienzos del siglo XVI se formó una tercera comunidad franciscana, los capuchinos.
La Orden de los Hermanos Predicadores fue fundada en 1214 por santo Domingo de Guzmán en Toulouse. Fue confirmada por Honorio III en 1216. Su objetivo fue luchar contra las herejías de aquel tiempo, por medio de la prédica, la enseñanza y el ejemplo de austeridad. De acuerdo con el propósito de su fundación, los dominicos desarrollaron una labor intensa como predicadores y se enfrentaron a cualquier variación en las enseñanzas de la Iglesia católica. A consecuencia de los desmanes cometidos durante la represión de la herejía albigense, el concilio de Toulouse de 1229 creó el Tribunal de la Inquisición. La Inquisición se encomendó a la orden dominicana, conformándose un tribunal permanente que actuaba en concordancia con el obispo de la región infectada por la herejía, por ello se la denominaba Inquisición Pontificia. En España, de forma diferente, la Inquisición se transformó en una dependencia de la Corona, comprometida con los objetivos reales. Después de 1620, se encargaron de supervisar la impresión de los libros.
En la Europa del fin de la Edad Media, las herejías populares y el milenarismo prometieron un mundo para los pobres e intenaron por lo menos garantizarles un lugar en él. Esta también fue la prédica de los hermanos menores. Habría otra edad donde los sufrimientos serían recompensados, donde los humillados serían exaltados y los poderosos abatidos. El milenarismo fue visto como herético por la iglesia. La Iglesia condenó el tratado de Fiore contra Pedro Lombardo, pero las nuevas órdenes mendicantes fueron vistas como los nuevos hombres espirituales anunciados por Joaquín. Los franciscanos espirituales a mediados del siglo XIII y otras órdenes de frailes y monjes se apropiaron de su profecía de la tercera edad durante los siguientes tres siglos. Joaquín de Fiore siempre conservó una reputación doble, como santo y hereje, por lo que sus escritos se vieron como altamente peligrosos.
En la Europa tardomedieval, la utopía también se fundió con la herejía religiosa. Se esperaba la realización de la utopía al final de los tiempos, ya que se pensaba que el mundo debía llegar a su término en una fecha precisa, el milenio. Es verdad que la certeza de la llegada del milenio no ocurrió en el año 1000, sino algo más tardíamente, en el siglo XIII, cuando se produjeron las grandes herejías populares europeas. Este clima de fin del mundo fue el entorno en que escribió Joaquín de Fiore. Sin embargo, el advenimiento del milenio fue progresivamente desacreditado por la Iglesia. El retraso de la Parusía fue fortaleciendo paulatinamente a la Iglesia como una institución jerárquica y estable. La teología de San Agustín había marcado la declinación entre la jerarquía eclesiástica de la creencia en la venida inminente del Señor. San Agustín quitó énfasis a la venida inminente declarando que el Reino de Dios había empezado en el mundo con el establecimiento de la Iglesia. La Iglesia como institución era la representante histórica del Reino de Dios en la tierra.
El milenarismo resultaba peligroso para la Iglesia, porque ponía fechas y lugares concretos para la salvación. El fin de los tiempos no era algo lejano sino inminente. La demanda de Cristo, predicar la palabra a todos los hombres de la tierra, se había vuelto real con la empresa ultramarina de la Edad de los Descubrimientos. Desde el siglo X, la Iglesia y todas sus instituciones estaban involucradas en el mundo. Nobles laicos tomaban parte en todos los asuntos eclesiásticos, incluyendo la designación de cargos monásticos; a partir de Otón I, los emperadores alemanes designaron a los papas según su conveniencia. Así, al igual que los nobles que nombraban a su gusto, el clero se convirtió en un reflejo de la nobleza y de sus luchas. La reforma cluniacense buscó corregir esta situación, estableciendo que el abad de cada monasterio designara a su sucesor. El Sacro Imperio Romano Germánico controló la designación de los papas hasta la reforma de Hildebrando en 1059. A partir de esta reforma, los cardenales eligieron al Papa, aunque dejaron al emperador su aprobación. Sin embargo, el emperador Enrique IV se opuso a esta limitación de su poder e inició la querella de las investiduras. La lucha entre el papado y el Imperio terminó con la renuncia de Enrique V en 1122 al derecho de la investidura. Para la gente llana y el bajo clero, la Curia y los príncipes de la Iglesia aparecieron como el enemigo con quien pelear y a quien vencer.
Este distanciamiento entre la gente y la Iglesia romana quedó en evidencia con el surgimiento del catarismo. El catarismo se difundió por el Languedoc, el norte de Italia y la península ibérica a lo largo de los siglos XII y XIII. Este movimiento viajó desde el mediodía francés, desde Occitania, siguiendo las rutas de los mercaderes y trabajadores de la lana y prosperó gracias al apoyo que encontraron los cátaros en los señores feudales de las regiones pirenaicas. Entre la corona de Aragón y sus vecinos de Foix, Toulouse, Cominges, Rosellón, Narbona, Montpellier y Provenza existían numerosos lazos económicos, políticos y familiares. Se desconoce el momento exacto de la entrada del catarismo en España, en los dominios de la corona de Aragón. El catarismo se difundió rápidamente en Cataluña. El concilio de San Félix de Caramanh (1167), de gran trascendencia para la iglesia cátara languedociana, dio la primera noticia de la existencia de buenos hombres en tierras catalanas. Pedro el Católico habitualmente fue tolerante con los buenos hombres. Los intereses comunes entre señores catalano-aragoneses y occitanos, terminaron por enemistarlos con la nobleza de la Francia septentrional, a causa de sus deseos de predominio sobre los territorios occitanos. Inocencio III proclamó la cruzada contra los albigenses del Languedoc en 1209. Frente a los herejes se organizó una expedición dirigida por Simón IV, señor de Montfort, que tenía también fines políticos al servicio de los reyes Capeto franceses. Los cruzados atacaron a varios vasallos y parientes del monarca aragonés, entre ellos el conde de Foix y Raimundo VI Trencavel, conde de Toulouse, quien pudo ser el personaje histórico que dio origen al caballero Parsifal o Percival de la literatura. Pedro II intentó lograr un acuerdo con Simón de Montfort en 1211, sin éxito. La derrota y muerte de Pedro II en 1213, en la batalla de Muret, frente a los cruzados de Simón de Montfort detuvieron la expansión catalana en Occitania y la expansión cátara en Cataluña. En 1229, mediante el tratado de Meaux, los reyes Capeto impusieron su soberanía sobre las tierras del Midi.
Para lograr la completa erradicación de la herejía cátara, el papa Inocencio III envió legados a diversas diócesis para estimular y reforzar la acción de los obispos, predicar y a atraer a los herejes a la fe. Domingo de Guzmán tomó parte en estas misiones en el mediodía francés entre 1206 y 1209. La frecuente ineficacia del tribunal de los obispos condujo al emperador Federico II y al papa Gregorio IX a decidir la creación de un tribunal extraordinario, donde el juez sería un clérigo, pero el príncipe garantizaría la base y la eficacia temporales de sus decisiones. En 1231 se creó el oficio de la Inquisición para aplicarse en Alemania y en Italia. Este tribunal se introdujo en el norte de Francia en 1233, y en el mediodía en 1234. A partir de 1252 la Inquisición dispuso del derecho de tortura a los presuntos herejes para lograr su confesión. Para la elección del juez, el papa Gregorio IX se inclinó hacia los religiosos y ocasionalmente los sacerdotes seculares. El primer inquisidor conocido fue Conrado de Marburgo, un secular. Sin embargo, los dominicos tempranamente se hicieron cargo de la Inquisición, especialmente en Francia. Tres años después también tomaron parte en la Inquisición los franciscanos. En adelante, los inquisidores del Languedoc fueron ordinariamente dominicos mientras que los de Provenza fueron franciscanos.
Tras la derrota en Muret, muchos cátaros buscaron refugio en la península ibérica, en tierras catalanas y aragonesas especialmente. Jaime I (1213-1276) abandonó los intereses occitanos y el deseo de crear un reino pirenaico, y se volvió hacia el Mediterráneo. Los refugiados cátaros se establecieron en los dominios de la Corona aragonesa y tomaron parte en la repoblación de Cataluña, Baleares y Valencia. Sin embargo, el funcionamiento de la Inquisición en Aragón desde el año 1232 contribuyó a erradicar los restos de herejía cátara en los reinos orientales. En torno a 1300, sus supervivencias dejaron de ser importantes. Sin embargo, la influencia cátara pudo haber sobrevivido a través de movimientos ascéticos y piadosos. A principios del siglo XIV, los individuos con inclinaciones ascéticas eran llamados beguinos. Los beguinos habrían sido seguidores reales o imaginarios de los albigenses, por lo que se los habría llamado albeguini.
Hacia 1260 surgieron otras formas de religiosidad al margen de la Iglesia, tales como los movimientos de flagelación penitencial, desarrollados a veces dentro de la ortodoxia, a veces heréticos. Los movimientos de flagelantes aparecieron en Italia como procesiones organizadas por clérigos para apresurar la venida de la tercera edad, la edad del Espíritu. Las grandes pestes de 1258 y 1259 favorecieron la aparición de un clima emocional adecuado para las flagelaciones. El movimiento se extendió por Perusa, Roma, las ciudades de Lombardía y desde allí a Alemania. En Alemania, el movimiento se volvió anticlerical. Ya en 1260 el hermano Arnaldo había predicado que la Santa Comunidad, los pobres, se apropiarían de la autoridad de la Iglesia. Los flagelantes alemanes aseguraban que podían salvarse sin la mediación de la Iglesia o la observancia de los sacramentos, solamente por los méritos adquiridos por la flagelación. El clero y los príncipes alemanes acabaron con el movimiento de flagelantes, aunque este sobrevivió clandestinamente y revivió en periodos de hambre o peste. Sus adeptos eran reclutados entre gente humillada, condenada a la pobreza sin esperanza, que justificaban sus creencias en revelaciones y visiones. Las revueltas populares de la baja Edad Media, las grandes herejías populares, veían la lucha contra la miseria como una manera de acercarse al fin de los tiempos. Los poderosos eran instrumentos del mal que debían ser abatidos. El milenarismo fue el sustento de las herejías que asolaron Europa durante entre los siglos XII y XIV. Las herejías brotan en el norte de Italia, el sur de Francia, Alemania, Hungría. En España el inconformismo religioso tomó un aspecto diferente: el misticismo apocalíptico, influido por el mundo árabe, por el sufismo.
Entre finales del siglo XIII y finales del XIV, el no conformismo medieval adquirió, junto a los movimientos de pobreza, aspectos antinómicos que condujeron a la herejía del Libre Espíritu. Mediante la pobreza voluntaria, los ricos renunciaban a sus bienes y se unían a la protesta de los pobres que anhelan la riqueza del Reino de los Cielos. A ellos les estaba permitido todo, porque vivían ya en la libertad de un mundo sin pecado, en el que cualquier cosa que se hiciese era santa. Desobedecían las normas éticas vigentes y desafiaban las reglas de la sociedad y de la Iglesia. Su antinomismo proviene tanto de la aspiración a la pobreza, como de su eclesiología (el joaquinismo), su escatología o su mesianismo. Son el pináculo del clima de rebelión constante reprimida o frustrada que se vivía al final de la Edad Media. Los franciscanos espirituales, las sectas joaquinistas, los flagelantes e incluso los franciscanos terciarios difundieron estas ideas antinómicas. A finales del siglo XIII, esta doctrina religiosa, llamada del Libre Espíritu, se extendió a través de mendigos y ermitaños llamados begardos. Los begardos llevaban una vida peregrina, mendigaban su comida y mantenían un contacto permanente con las gentes del pueblo. Los begardos, como los goliardos descritos en el Carmina burana, eran groseros, glotones y lascivos.
Las heterodoxias fueron características del cristianismo europeo medieval, pero comenzaron a variar desde el siglo XII debido al desarrollo urbano. La nueva sociedad, basada en la división del trabajo y la economía monetaria, se organizó en obreros, artesanos y burgueses. Entre ellos se formó una nueva percepción del cristianismo. El primer rasgo de esta nueva percepción fue la promoción de la pobreza como un valor social y moral a través de la pobreza voluntaria.
El ideal de la vida apostólica, basado en el seguimiento estricto de Cristo, la pobreza rigurosa, la comunidad de bienes y una piedad evangélica, condujo finalmente a la reforma y renovación religiosa entre los siglos XI y XIII. Este mismo ideario orientó programas heréticos, subversivos, frente al orden opresivo de la sociedad feudal, llena de desigualdades.
Estos ideales, que animaron los valdenses, se convirtieron en los objetivos esenciales de las corrientes pauperísticas de los siglos XIII y XV, los movimientos de los espirituales y de los fraticelli, los que fueron los sectores más radicales de las órdenes mendicantes, especialmente de la franciscana, y de las beguinas y begardos. Los movimientos no conformistas medievales mantuvieron una relación estrecha con la idea de reforma de la Iglesia. Sin embargo, las sectas más radicales fueron más allá de la idea de reforma y de la subsistencia misma de la Iglesia como institución de salvación. Las sectas radicales fueron más allá de la Reforma protestante y buscaron restituir a la Iglesia al modelo apostólico de los inicios del cristianismo. Estas sectas surgieron tanto en los países protestantes como en los católicos, pero desaparecieron de España a lo largo del siglo XVI.
Juan Olivi, natural del Languedoc, propagó las ideas joaquinistas y la doctrina pauperística en Cataluña. Durante el siglo XIV vivieron catalanes adeptos a la ideología de los fraticelli, como Arnau Oliver, Bernat Fuster, Ponç Carbonell y Arnau Muntaner. Muchos beaterios catalanes de mujeres y varones piadosos o exaltados, las beguinas y los begardos, siguieron la conducta de los espirituales y fraticelli. Algunos de estos grupos desarrollaron el radicalismo extremista de los franciscanos heréticos. Surgieron centros de beguinos en Barcelona, Gerona, Villafranca del Penedés, Puigcerdà, Valencia y Mallorca. La misma corte de Mallorca fue un foco importante de beguinismo. Varios hijos de Jaime II (1262-1311) favorecieron la causa de los fraticelli, incluso después de su enfrentamiento con el papa Juan XXII a causa de la disputa sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles. Sancha, hija de Jaime II, esposa de Roberto II de Nápoles, convirtió la corte napolitana en refugio para los franciscanos extremistas, perseguidos por la Santa Sede después de la condena de Juan XXII. El heredero de Jaime II, Felipe, terminó asumiendo las ideas y la práctica religiosa de los fraticelli y formó un círculo vivaz y austero de beguinos durante su regencia en Mallorca en 1324.
El movimiento franciscano, de beguinos y fraticelli persistió en Aragón hasta el siglo XV, a pesar de la condena del concilio de Vienne contra las tendencias quietistas e iluministas que existían en algunos sectores del beguinismo. El concilio de Tarragona de 1317 enfatizó la necesidad de precaución para de discernir lo ortodoxo de lo heterodoxo en esta corriente espiritual. El fenómeno beguino logró gran difusión en la parte occidental de la corona de Castilla, en Galicia, en Sevilla, en Salamanca y Burgos. Hasta la primera mitad del siglo XV persistió la presencia de fraticelli en España.
Europa había conocido movimientos milenaristas como el de los minoritas o el de los fraticelli desde hacía muchos siglos. Las profecías milenaristas anunciaban el fin de los tiempos y la segunda venida de Jesucristo, para redimir al mundo de sus pecados y a juzgar a los hombres, estableciendo el reino de Dios sobre la Tierra, igualitario ante la presencia del Señor. La salvación predicada por los movimientos milenaristas era colectiva, terrenal, repentina, perfecta y milagrosa. Los milenarismos medievales incluyeron los movimientos relacionados al retorno del rey (fuese Arturo, Federico o Sebastián), las profecías de Joaquín de Fiore, la herejía del Libre Espíritu y a los herejes husitas y taboritas de Bohemia. Jan Hus (1372-1415) también predicó contra los abusos y la corrupción del clero. Hus había ejercido desde 1401 el cargo de decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Praga. En 1402 fue ordenado sacerdote y actuó como predicador en la capilla de Belén, pronunciando sus sermones en lengua checa y no en latín. Hus compartía muchas de las ideas del teólogo inglés John Wycliffe, considerando que la Biblia era la máxima autoridad religiosa y no la corrupta Iglesia romana. En 1408 atacó en sus sermones al arzobispo de su archidiócesis y se le prohibió ejercer sus funciones sacerdotales. En 1409 las doctrinas de Wycliffe fueron condenadas y Hus, que había las enseñado, fue excomulgado en 1410. Gracias al apoyo popular que contaba en Praga, continuó predicando incluso después de que la ciudad quedara bajo interdicto en 1412. Sin embargo tuvo huir de Praga al año siguiente. En 1414 acudió al Concilio de Constanza para defender sus opiniones, pero fue arrestado, procesado por hereje y condenado a morir en la hoguera.
La noticia de su muerte conmovió a Bohemia e impulsó una reforma nacional, con apoyo del rey Wenceslao, de la nobleza y la burguesía checas. La Iglesia quedó bajo control de la autoridad civil y los clérigos adictos al Papa fueron destituidos. Dentro del movimiento popular husita surgieron tendencias radicales que sobrepasaron los objetivos de la nobleza. Un levantamiento masivo de artesanos, tejedores, herreros, sirvientes, jornaleros y miserables alcanzó el control en Praga. El levantamiento urbano encontró un fuerte apoyo del campesinado. Hacia 1419 el movimiento husita se dividido en una facción moderada y otra radical. Los husitas moderados, llamados utraquistas o calixtinos, sobretodo nobles y burgueses, asumieron los Cuatro Artículos de Praga (1420), formulados por Jakoubek de Stribo, sucesor de Hus en la capilla de Belén, en Praga. Estos reclamaban la libertad sacerdotal para predicar basándose en las Escrituras, la comunión de la comunidad laica bajo las dos especies, la pobreza obligatoria para el clero y la Iglesia y castigos severos para los pecados graves. Los husitas radicales, en su mayoría campesinos y pobres, soñaban con una utopía cristiana y popular en la tierra, reclamaban la abolición de los derechos del clero, del rey y de los señores feudales y de la liturgia en latín. Las principales sectas radicales fueron los taboritas y los horebitas. Los taboritas fueron milenaristas, igualitarios y heterogéneos.
Cuando Segismundo, el emperador del Sacro Imperio romano y rey de los húngaros, fue coronado rey de Bohemia en 1419, los husitas controlaban el país. El papa Martín V declaró la cruzada en contra los husitas y Segismundo atacó pero fue derrotado por los husitas liderados por Jan Zizka. Zizka expulsó del país a miles de alemanes contrarios al movimiento husita. Tras la muerte de Zizka, Procopio el Grande dirigió a los husitas en numerosas victorias.
Luego de sucesivas derrotas, en el Concilio de Basilea, la Iglesia buscó y alcanzó en 1433 un compromiso de reconciliación con la facción utraquista. Los utraquistas y los católicos unieron fuerzas y derrotaron a los taboritas en Lipany, cerca de Praga, en 1434. Luego de su derrota, muchos taboritas se refugiaron en Alemania y continuaron su actividad, que influenció el desarrollo de tendencias radicales en el campesinado alemán.
También durante el fin de la Edad Media se desarrolló el antinomismo. Este afirmaba que la sola fe en Cristo liberaba a los cristianos de la obligación de observar la ley moral, propuesta en el Antiguo Testamento. La insistencia de San Pablo en sus Cartas sobre la incapacidad de la ley para asegurar la salvación y la salvación mediante la fe sin las buenas obras fueron la base para plantear la abolición de toda obligación para obedecer a la ley moral. El cristiano se debía comportar de forma ejemplar sin coacción, sino a partir de una devoción superior a la ley. Sin embargo, la ausencia de la obligación fue entendida como un permiso para ignorar la ley moral y carecer de reglas para determinar la conducta que se debía seguir, pudiendo ejecutar cualquier acción, incluso las consideradas por el común de la gente como pecaminosas, sin ser mancillado ni tener culpa. El antinomismo tuvo una gran difusión. Incluso en el siglo XVI, Lutero describió las opiniones del predicador alemán Johann Agricola como antinomistas para refutarlas. La controversia antinomiana de este periodo terminó en 1540 cuando Agricola se retractó de sus tesis. Posteriormente, otros movimientos inconformistas, como los anabaptistas ingleses se adhirieron y defendieron posiciones antinomistas.

Santos y herejes

Las órdenes religiosas que tomaron parte en la evangelización de América fueron cuatro: la orden mercedaria, la franciscana, la dominica y la jesuita. La actitud con la que emprendieron esta empresa no fue la misma en todos ellas.
La Orden de la Santísima Virgen María de la Merced de la Redención de los Cautivos, fundada oficialmente el 10 de agosto de 1218 y confirmada por el papa Gregorio IX en 1235, se formó a partir de una asociación creada en 1203 por san Pedro Nolasco, con la ayuda de san Raimundo de Peñafort, para socorrer y rescatar a los cristianos cautivos de los infieles. Originalmente no había sacerdotes dentro de la orden, pero a partir del siglo XIV se organizó como una orden regular. Los mercedarios pasaron a América tempranamente, desde el segundo viaje de Colón.
Los franciscanos pasaron a América en el primer viaje de Colón. Los franciscanos se establecieron en la isla de La Española en 1500. Los franciscanos fueron también los primeros en llegar al continente, a Tierra Firme, en 1524, y se extendieron por el virreinato de Nueva España y el virreinato del Perú a partir de 1541. La orden franciscana había tenido una larga y difícil historia en el Viejo Mundo. Había dado orgien en el siglo XIII el movimiento de los fraticelli. Estos grupos terminaron por separarse de los franciscanos durante los siglos XIV y XV, manteniendo opiniones extremas respecto a la pobreza. Uno de los primeros grupos divergentes, denominados franciscanos celestinos, celantes o espirituales, practicaba un ascetismo riguroso y se proclamaron herederos de la regla no escrita de San Francisco. Fueron partidarios de una pobreza radical, sin interpretaciones pontificias, hasta el extremo de acusar a la Orden de relajación en el Concilio de Vienne (1311-1312) y de negar al Papa el derecho a interpretar la Regla. Fue por ese motivo que el grupo fue acusado de herejía y la orden fue suprimida por el Juan XXII en 1317. Como respuesta, los espirituales declararon que eran la única orden católica verdadera, dando a entender que el resto de la Iglesia era hereje y que las bulas papales no tenían valor. La curia romana y los señores temporales organizaron varias campañas para acabar con estos disidentes. Los fraticelli continuaron sus actividades durante todo el siglo XIV, a pesar de las medidas dictadas contra de ellos. En el siglo XV el movimiento desapareció, pero algo de su inquietud religiosa y social subsistió y, en el siglo XVI, el milenarismo que los caracterizó habría pasado a América con los misioneros franciscanos.
La Compañía de Jesús fue fundada por san Ignacio de Loyola en 1534 y confirmada oficialmente por el papa Pablo III en 1540. Su objetivo fue difundir la fe católica por medio de la predicación y la educación. La Compañía creció rápidamente y tuvo un papel decisivo durante la Contrarreforma, fundando escuelas y centros de estudios superiores en toda Europa. La educación jesuítica se enfocó a fortalecer la fe católica frente a la expansión del protestantismo.
La actividad misionera de los jesuitas fue muy exitosa. En todo el Nuevo Mundo fundaron reducciones, siendo las más famosas las de Paraguay. Eran comunidades de indígenas, gobernadas por los jesuitas. Por 200 años los jesuitas controlaron extensos territorio en América y una población de 160.000 personas.
Los españoles que migraron a América buscaban un lugar donde alcanzar sus anhelos, materiales o espirituales, y no necesariamente eran tenidos por gente honrada en el Viejo Mundo. El milenarismo pasó a América con los franciscanos y la heterodoxia con el franciscanismo. La orden franciscana fue la más numerosa establecida en el Nuevo Mundo durante el siglo XVI. Le seguían en número los dominicos y los jesuitas. Los franciscanos fueron el grupo más nutrido establecida en los nuevos territorios con un total de 2782. Claramente el cristianismo americano empezó siendo franciscano. La segunda orden religiosa en número fue la dominica con 1579. Los jesuitas fueron una minoría, apenas 133, aunque proliferarían en los siglos posteriores. Entre estos religiosos había quienes tenían esperanzas en la realización del milenio tras el descubrimiento de América.
Los franciscanos habían reaccionado ante el intelectualismo tomista dando a la religiosidad un carácter afectivo y produciendo una mística voluntarista y un retorno al recogimiento. Este recogimiento no significaba una ruptura con la ortodoxia católica y España durante el siglo XVI desarrolló también tendencias que buscaban una religiosidad más auténtica, rasgos más afectivos que racionales, y reclamaba la relevancia de la experiencia sobre la reflexión. Algunos de los religiosos que cruzaron el océano esperaron la realización del milenio tras el descubrimiento de América. La utopía apareció relacionada a las esperanzas milenaristas de los franciscanos tanto como referencia a los proyectos de una sociedad imaginaria e igualitaria. La obra de Moro impresa en Lovaina en 1516 fue leída por el franciscano Juan de Zumárraga, primer obispo de México, y por el Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, quienes la usaron como guía para su prédica.
El cristianismo católico de los conquistadores españoles, predicado por estas órdenes religiosas, nunca tuvo las características unitarias e indivisas que luego se le atribuyeron. Al contrario, los rigores de la Inquisición durante el reinado de Felipe II se debieron a la certidumbre de que la Reforma también podía producirse en España. Muchos autores de finales del siglo XVI y principios del XVII describieron una gran cantidad de herejías y desviaciones. A principios del siglo XVI aparecieron numerosos reformadores, no sólo en los países germánicos sino también en los latinos, tales como en Italia con Girolamo Savonarola o Baldo Lupetino o en Francia con Lefèvre d’Etaples o Martín Bucer. Los vicios del Papado también fueron criticados en España. No se debe olvidar que Rodrigo de Borja (Borgia en italiano), natural de Játiva, cerca de Valencia, un español, fue Papa con el nombre de Alejandro VI. Siendo joven, Rodrigo recibió subvenciones y rentas eclesiásticas con la que se pagó una vida licenciosa. Después estudió Derecho en la Universidad de Bolonia e inició una carrera exitosa dentro de la Iglesia, logrando la condición de cardenal, obispo y administrador de la corte papal. En Roma tuvo una vida llena de placeres y amoríos, una hija con Julia Farnesio y cuatro con Vanozza Catenei, entre ellos César y Lucrecia. Fue elegido Papa en el cónclave de 1492, luego de haber comprado las dos terceras partes de los votos necesarios para su elección. Su pontificado estuvo regido por consideraciones familiares; aumentó la fortuna de su familia nombrando a sus hijos para puestos eclesiásticos. Su papado ha quedado en la memoria popular como símbolo de corrupción. Los vicios italianos escandalizaron a los religiosos y a los laicos españoles que debían viajar a atender asuntos oficiales o privados a Roma. Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista de Indias, autor de la Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra Firme del mar Océano, sirvió a Alejandro VI y a los Borja y se escandalizó de los pecados romanos, pero sin llegar nunca a la conducta de los reformados. En su vejez, alcalde de la fortaleza de Santo Domingo, continuó abominando de los protestantes, desde los luteranos hasta los anabaptistas. También el rey Felipe II abominaba de los pecados romanos y de la pestilencia herética. El consiguió la unidad religiosa de España persiguiendo a los luteranos, calvinistas, judaizantes y musulmanes apóstatas. La unidad religiosa fue defendida por la Inquisición española, fundada con aprobación papal en 1478, por solicitud de Fernando V y de Isabel I. La Inquisición española debía juzgar a los marranos, los criptojudíos, los judaizantes, los judíos que por coerción o por presión social se habían convertido al cristianismo pero que mantenían en secreto su fe original. Desde 1502, la Inquisición centró su atención en los conversos musulmanes y desde 1520 en los sospechosos de herejía, es decir, en los protestantes. Muy pronto el papado renunció a la supervisión de la Inquisición española, que quedó completamente a cargo de la Corona. La Inquisición española estaba dirigida por el Consejo de la Suprema Inquisición, pero sus procedimientos fueron similares a los de los tribunales eclesiásticos medievales. Paulatinamente, la Inquisición fue conocida por su crueldad y oscurantismo, potenciados por su organización centralizada y por el apoyo real, especialmente en tiempos de Felipe II. Entre los inquisidores hubo fanáticos religiosos, burócratas ambiciosos, jueces austeros y personajes ridículos. La Inquisición contribuyó a la labor de la Contrarreforma tridentina para mantener la unidad religiosa católica frente a la Reforma. Sin embargo, las inquietudes religiosas afloraron dentro de la misma Iglesia católica y entre las órdenes religiosas. El tema de la predestinación, que había conducido a Lutero a la Reforma, también se desarrolló entre los católicos. Los protestantes españoles continuaron los argumentos de Lutero contra el libre arbitrio. En el Concilio de Trento se suscitaron diferencias en relación a la doctrina de la predestinación, desde las posturas más rígidas que atribuían a Dios una total libertad de elección de los predestinados hasta aquellas que defendían el libre arbitrio. Muchos franciscanos, influenciados por las doctrinas de Escoto, defendieron la libertad humana.
El cristianismo ya había conocido antes la discusión entre el libre albedrío y la predestinación. Entre el 405 y el 418, Pelagio desarrolló una doctrina que daba importancia capital a la bondad fundamental de la naturaleza y a la libertad humana. Los grandes pensadores del Renacimiento, como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola o Miguel Angel, también creyeron en la bondad y belleza humanas. Esta doctrina fue finalmente condenada por herética. San Agustín las atacó desde el 412 hasta el 428. Esta controversia fue actualizada en el siglo XVI en las tesis del padre Luis Molina. Esta discusión, conocida como controversia de auxiliis, enfrentó a jesuitas y dominicos. Esta lucha empezó en 1582, en Salamanca, con el enfrentamiento entre el padre jesuita Prudencio de Montemayor y fray Domingo Báñez de Artazubiaga, en el que fue involucrado fray Luis de León. Este fue llamado pelagiano por los dominicos y respondió tachando de luteranos a sus adversarios.
Luis Molina (1535-1600), nacido en Cuenca, ingresó en 1553 en la Compañía de Jesús. Entre 1563 y 1567 fue profesor de filosofía en la Universidad de Coimbra y en 1568 pasó a la Universidad de Évora, donde enseñó teología hasta 1583. Luego pasó a Madrid, donde dictó clases de moral en el Colegio Imperial hasta su muerte en 1600.
Molina expuso su doctrina, conocida luego como molinismo, en Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione, publicada en 1588. Basándose en la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino, Molina intentó conciliar el libre albedrío del hombre con la gracia, la presciencia, la providencia, la predestinación y la reprobación divinas. Para Molina, el ser humano no estaba destinado desde su nacimiento hacia el bien o hacia el mal, sino que podía elegir entre uno u otro. Dios predeterminaba los actos humanos mediante su conocimiento absoluto, configurando la ciencia media. Dios conocía todas las acciones que el hombre pudiera realizar porque sabía desde antes lo que podía ocurrir en todos los mundos posibles en los que el hombre podía vivir. Estas tesis daban al hombre una amplia libertad de acción, enfrentando a jesuitas y dominicos, pero no llegaron a trascender a la comunidad laica. Los jesuitas asumieron y defendieron los puntos de vista de Molina, mientras que los dominicos apoyaron las posturas de Báñez. Molina creía que una doctrina rígida de la predestinación, como la que sostenían San Agustín (y también Lutero y Calvino) podía ser asociada a la creencia en la astrología y en el fatalismo que ella implicaba. La astrología era muy popular y fuerte en su época, entre ricos y pobres, burgueses y campesinos. La astrología había sido condenada desde antiguo, incluso por el mismo San Agustín. Sin embargo, muchos católicos, religiosos y laicos, creían en ella. Incluso el mismo rey Felipe II guardaba en la biblioteca de El Escorial el horóscopo que Mattias Hacus, médico y matemático del norte de Europa, había hecho para él en 1551. Quienes creían en la astrología pensaban que los astros daban la clave de la vida del hombre, pero muchos religiosos, especialmente los jesuitas, negaban que el cálculo astrológico pudiera revelar el destino de los hombres, aquello que pretendía hacer la astrología judiciaria. En 1586, Sixto V publicó una constitución condenatoria de esta pretendida iluminación del provenir y de otras artes adivinatorias. Sin embargo, en el siglo XVI la astrología era tenida como una actividad de hombres sabios y un conocimiento necesario para el buen gobierno del reino. Los papas y los reyes tenían astrólogos. Los calendarios astrológicos y los horóscopos se publicaron exitosamente durante los siglos XVI y XVII, ya que la astrología era la ciencia del conocimiento del mundo por excelencia.
El molinismo rechazaba la creencia en los astros y buscaba limitar las consecuencias del pecado original y el sometimiento del hombre a un destino inexorable, escritos en los cielos. El pecado original no había modificado sustancialmente la naturaleza del hombre, solamente le había privado de los dones sobrenaturales. Dios había remediado esta carencia entregando a cada hombre el auxilio actual de la gracia, que el era libre de aceptar o rechazar. La predestinación no había sido establecida para toda la eternidad ni la naturaleza humana estaba completamente corrompida. La salvación del hombre podía alcanzarse mediante la honradez y la razón.
Mientras que los franciscanos trajeron á América las esperanzas milenaristas, los jesuitas trajeron la fe en la naturaleza reflexiva de todos los hombres y en la posibilidad de predicarles racionalmente, respetando sus costumbres. La existencia de estos movimientos que no estaban conformes con el orden establecido dio origen a las tesis que sostenían la nulidad de la Conquista. Se ha sugerido que había divergencias en el interior de las órdenes religiosas respecto a la forma de predicar en el Nuevo Mundo. Habría existido un grupo de religiosos rigurosos que respetaban a la Inquisición, obedecían a la jerarquía española y buscaban la evangelización imponiéndose a las culturas indias; y otro grupo, que incluía a sacerdotes franciscanos y jesuitas, que anhelaban reconstruir la Iglesia primitiva en el Nuevo Mundo. La postura oficial de la jerarquía de la Iglesia no podía aceptar conceptos como la libertad cristiana ni la limitación de su poder, y terminó por reprimir a los grupos disidentes. El Virrey Francisco de Toledo habría ejercido presión sobre la acción evangelizadora de las órdenes religiosas, en particular sobre la Compañía de Jesús. Paulatinamente, la Iglesia tridentina fue limitando los alcances del libre albedrío.
En el asentamiento minero de Potosí, los indios mineros habían logrado hacerse de cantidades considerables de plata para venderla en el mercado de Potosí. Sin embargo los jesuitas, llegados en 1576, protestaron declarando que los indios vendían metal robado, y cuestionaron el sistema económico implantado por Toledo. Por esto fueron expulsados de Potosí el 1578. En 1576 el Padre Luis López fue acusado de herejía, apostasía y crimen de lesa majestad, al haber redactado un manuscrito en el cual atacaba duramente al Rey y a su administración y cuestionaba los justos títulos del monarca a poseer el Perú. Se ha atribuido a jesuitas como Blas Valera, Martín de Funes, el Padre Torres y Luis López el proyecto de fundar un reino indígena, libre del control de los conquistadores. Las reducciones de Paraguay fueron el resultado de estos intentos autonomistas.
El descubrimiento de América coincidió con el establecimiento de una relación entre la predicación penitencial y las profecías apocalípticas y milenaristas. Este vínculo convirtió a un predicador penitencial como Girolamo Savonarola en un profeta del Apocalipsis y del milenio. La historia de Savonarola reflejaba el ambiente agitado por las transformaciones profundas de la sociedad europea durante el final de la Edad Media, cargado de tensiones sociales, producido por un presente llenó de ansiedad y un futuro lleno de inquietud. Este clima condujo a la búsqueda en las Sagradas Escritura de una narración del pasado que pudiera ser entendida como una profecía del futuro.
La cristiandad del otoño de la Edad Media vivía insatisfecha con el papel cumplido por la jerarquía eclesiástica y muchos reclamaban retornar a la primitiva pureza apostólica. Finalmente la Reforma protestante dirigió este anhelo de cambio hacia la constitución de nuevas instituciones y una nueva vivencia de la fe, más allá de la ortodoxia. La Iglesia terminó perdiendo su poder y su condición de guía de los creyentes, tanto por la acción de los predicadores reformados como por el fortalecimiento de las monarquías nacionales. En este escenario el descubrimiento de tierras y pueblos demandó un nuevo sentido para la historia y fortaleció la espera del fin de los tiempos.
Hubo razones precisas que llevaron a tales consecuencias. La Conquista se realizó rápidamente animada por la conciencia apocalíptica. Después del triunfo militar y terreno de los conquistadores, se exaltó la superioridad de la Iglesia y de la sociedad americana. Se representó al mundo americano como el sueño milenarista de la coronación de la historia humana. La relación de viaje de sir Humprey Gilbert, de 1583, afirmaba que:
Nuestra fe nació en Oriente, y ha luego hecho su camino hasta alcanzar el Occidente; es probable que este sea su último límite a menos que no haya un nuevo inicio en Oriente y tenga origen un nuevo mundo. Pero las profecías de Cristo nos confirman que esto es imposible, sabemos que cuando la palabra de Dios haya sido predicada a toda la humanidad vendrá el fin del mundo.
Para la mentalidad milenarista, el mundo viajaba de Oriente a Occidente y cuando la palabra de Dios hubiera sido predicada a toda la humanidad, el mundo llegaría a su fin. La representación lineal del recorrido histórico, típico de la cultura cristiana, tenía un inicio y avanzaba hacia el final de los tiempos. El momento del fin de los tiempos, tradicionalmente envuelto en la oscuridad, pareció descifrable a partir del anuncio del Evangelio a los hombres de América planteó a los teólogos.
La idea [del milenarismo] se vincula con la concepción cristiana de la historia según la cual ésta debe llegar un día a su fin. (Flores Galindo, Buscando un inca, p. 27)
El descubrimiento puso en crisis las antiguas convicciones y condujo a una fase apostólica del cristianismo europeo. Las misiones a América buscaban completar aquello que los apóstoles no habían podido o recuperar la memoria de aquello que tal vez habían hecho pero se había olvidado. El milenarismo de los primeros misioneros franciscanos enviados a México difundió el convencimiento de que el descubrimiento del Nuevo Mundo era el último acto de la historia antes de la Parusía. La aventura de los doce primeros misioneros franciscanos en la Nueva España fue ideada como una empresa apostólica renacida. Así la describió en la carta enviada en 1523 por el general fray Francisco de los Ángeles de Quiñones a los doce misioneros, planteaba la acción de los nuevos apóstoles como una manera de hacer frente al declinar del mundo. Las expectativas apocalípticas de fray Martín de Valencia, el más conocido de estos misioneros, le llevaron a predicar el Evangelio a quienes sufrían necesidad en el final de los tiempos. En la historia de fray Martín se confundían también los judíos y los indios, ya que la conversión de los judíos tanto como la misión en las tierras descubiertas se vieron como la señal del próximo fin de los tiempos, pero contrastaban la oposición de los judíos al bautismo ante la facilidad de la conquista espiritual del Nuevo Mundo.
El indio, que ya era el equivalente del pobre europeo, lo será en adelante también del judío. La extirpación tomará como paradigma — lo ha dicho Pierre Duviols — a la Inquisición. (Flores Galindo, Buscando un inca, p. 84)
Los misioneros franciscanos predicaron rápidamente el Evangelio para abreviar el tiempo del Apocalipsis. Se predicó muy simplemente a poblaciones más o menos forzadas y se realizó bautismos en masa. Los primeros misioneros tuvieron la convicción de participar en el proyecto divino de salvación del mundo. Los misioneros jesuitas entendieron su labor como la aspiración por volver a la perfección de la edad apostólica.
La difusión del cristianismo dio también nuevas fuerzas a la tradición joaquinita entre algunos agustinos en el Viejo Mundo. El franciscano Francesco Zorzi, en el convento de la Vigna Nuova en Venecia, mantuvo una relación con Chiara Bugni, una visionaria iletrada, explicando y difundiendo su mensaje. La orden franciscana interpretó proféticamente el descubrimiento de América. La misión de los doce primeros misioneros franciscanos a México tuvo una gran resonancia utópica y milenarista en Europa. El canónico regular lateranense Serafino da Fermo anotó en su Breve declaración sobre el Apocalipsis de 1538 que el hecho del descubrimiento de América era uno de los signos de la próxima vendida del anticristo y del fin del mundo.
El sueño del fin de la discordia y de la pacificación religiosa fue elaborado en círculos dedicados a la adivinación del futuro, atentos a la prédica de personas dotadas de carismas espirituales. Angélica Paola Antonia Negri y Lucrecia de León exploraron el futuro a través de visiones y revelaciones. En Venecia entre 1539 y 1540, en el Hospital de San Giovanni e Paolo, se encontraron dos santas mujeres con poderes carismáticos, la Madre Zuana y la divina madre de los barnabitas, Paola Antonia Negri, alrededor de las cuales se formaron círculos de seguidores e intérpretes de sus mensajes. Ambas mujeres gozaron de fama de santidad. Angelica Paola Antonia Negri, antes de llegar a Venecia, había descubierto la oculta condición de hereje del predicador Bernardino Ochino en Verona. Luego se formó alrededor suyo un círculo de devotos cuyos pecados absolvían y que le revelaban sus pensamientos más secretos. Por su parte, el exégeta y orientalista francés Guillaume Postel, se dedicó a comentar las revelaciones extraordinarias de la Madre Zuana. El núcleo de su mensaje era alcanzar el fin de los conflictos, y conseguir el retorno de la humanidad a una sola guía, un solo rebaño y un solo pastor. Venecia se hallaba cercana a los príncipes luteranos alemanes y, a pesar de seguir siendo católica, enfrentada al Papa. Según Postel, el mundo se dirigía a la cuarta época de la historia, luego de aquella de la naturaleza, de esa de la ley y de esta de la gracia. Esta época alcanzaría la restitutio universal, cuando todo el mundo se transformaría en un pacífico rebaño de ovejas obedientes a un solo pastor. Las visiones de la Madre Zuana anunciaban la venida de un Pastor Angélico, mientras que el propio Postel se creía llamado a ser un nuevo Juan Bautista o nuevo Elías.
Postel distinguía entre la ecclesia specialis y la ecclesia generalis: a la primera pertenecían los elegidos por Dios para difundir la verdad y a la otra pertenecían todos los hombres comunes. El distinguió entre elegidos y réprobos. Los elegidos poseían toda la vida y toda la inteligencia para transmitirla a los otros miembros de la iglesia, mientras los miembros comunes solo podían recibir sin trasmitir la gracia divina. En la ecclesia generalis tenían sitio todas las distintas iglesias y religiones del mundo que disputaban entre sí. Los elegidos de la ecclesia specialis tenían una posición preeminente en la revelación divina.
En el contexto de los conflictos religiosos, la restitutio significaba lo mismo que la reformatio, el retorno a la pureza original de la doctrina y de la paz del cristianismo. El proyecto elaborado por Postel, milenarista y joaquinita, respondía al anhelo de los cristianos que, aún manteniéndose fieles a Roma, comprendían la fuerza del movimiento reformado y temían sus efectos. La acción del Papa Angélico, según el esquema joaquinita, debía lograr la presencia divina en la cima de la Iglesia romana.
En la misma España se desarrollaron grupos inconformistas. El caso de los herejes de Durango fue el mejor documentado sobre la supervivencia del rigorismo franciscano durante la baja Edad Media. Esta herejía fue desarrollada por franciscano Alonso de Mella. El y sus adeptos combatían la devoción a la Cruz y a los sacramentos, especialmente al matrimonio y la eucaristía; practicaban la comunión de bienes y de mujeres; proponían una relectura de la Biblia, que incluía la teoría joaquinista de las Tres Edades. Los herejes de Durango creían estar viviendo en la Edad del Espíritu y ponían énfasis en el valor de la libertad personal. Esta herejía se caracterizó por la abundancia de mujeres entre sus devotas, al igual que el fraticellismo y el beguinismo heterodoxos. Ya un siglo antes, los begardos y beguinas alemanes habían afirmado la perfección radical de la naturaleza humana, libre de falta, dotada de libertad corporal, incluyendo la libertad sexual y espiritual, junto a la capacidad para desobedecer a las autoridades eclesiásticas. Estos herejes no creían en la autoridad del Papa ni en la necesidad de obras piadosas, propias de los imperfectos. También menospreciaban la Eucaristía. Los herejes de Durango intentaron crear un reino para llevar a la práctica su credo, de forma similar a otros movimientos socio-religiosos de la Baja Edad Media.
Algunos franciscanos predicaban la unión pasiva del alma con Dios y recomendaban el abandono completo a la divinidad, por lo que fueron llamados dejados. Los dejados, alumbrados o iluminados fueron un conjunto de sectas heterodoxas que florecieron en Castilla y Andalucía desde el final de la Reconquista. La primera referencia documentaria del iluminismo está fechada en Guadalajara en 1510. Allí se desarrolló en torno a la beata Isabel de la Cruz y las casas franciscanas de la Alcarria, especialmente la de La Salceda. Isabel de la Cruz fue protegida por el duque del Infantado y acogida en su palacio de Guadalajara, donde llevó una vida de plegarias y devociones. Hubo alumbrados en Toledo, Guadalajara, Llerena y Durango. El movimiento evolucionó a partir ciertas formas de espiritualidad franciscana, acogidas por los conversos, protagonizadas por monjas que caían en éxtasis místicos (como fue el caso de Francisca Hernández en Valladolid), y que eran toleradas por la jerarquía eclesiástica e incluso protegidas por la nobleza. Estos grupo de iluminados desarrollaron su vida espiritual a partir de dos principios: el abandono a Dios y la negación de la voluntad humana, lo que condujo a una intensa vida interior, caracterizada por la pasividad y al quietismo. A partir de estos dos principios se elaboró una doctrina que sostenía dos valores: la imposibilidad de pecar y la renuncia a todo culto externo. La imposibilidad de pecar nacía de la certeza del amor de Dios, que le impedía al fiel cometer ningún pecado o caer en error en materia de dogma, ni siquiera involuntariamente. En esto, los alumbrados compartieron los postulados de los anabaptistas, y algunos, como los alumbrados de Llerena, en la década de 1560, denunciaron las falsas limitaciones de la moral ordinaria y se entregaron a actos que tanto la jerarquía eclesiástica como la mayoría de la gente común condenaba como pecaminosos. Los alumbrados aseguraban estar iluminados directamente por Dios y el Espíritu Santo y predicaban que uno debía abandonarse libremente a esa inspiración. Los alumbrados negaban la realidad del libre albedrío y de la responsabilidad humana, afirmando que todos los actos se encontraban inspirados por Dios, quien obraba a través de los hombres.
Durante el siglo XVI en España se desarrollaron dos tendencias meditativas: el recogimiento, primer modelo de la mística ortodoxa, y el dejamiento, la mística heterodoxa. La frontera entre lo ortodoxo y lo herético nunca estuvo clara, ya que la mística nunca pudo identificarse con el quietismo, con la pura afectividad, o con la renuncia al intelectualismo. Todos los inconformismos religiosos españoles, tanto el franciscanismo, el iluminismo como el erasmismo tuvieron en común el rechazo al pensamiento escolástico, la urgencia en la lectura de la Biblia y la práctica de la oración mental antes que la vocal. El iluminismo surgió como una desviación de la espiritualidad franciscana, que al extenderse más allá de los claustros quedó libre de la disciplina monástica y produjo corrientes que escaparon a todo control. El franciscanismo fue el tronco común del que surgió toda la espiritualidad española del siglo XVI, tanto en las formas ortodoxas (la escuela del recogimiento y la mística de los carmelitas) como heterodoxas (el iluminismo). La efervescencia mística precedió y acompañó al erasmismo, pero no llegó a confundirse con él. Buscando aprovecharse de la protección oficial que la Corona daba a los seguidores de Erasmo, muchos alumbrados se proclamaron erasmistas, para escapar a la Inquisición.
La aparición de la Reforma cambió la actitud de la Inquisición, que procesó a los alumbrados por herejía. El grupo de la beata Isabel de la Cruz tardó varios años en llamar la atención de la Inquisición, pero finalmente en 1525, fueron condenados aquellos que se hacían llamar alumbrados, dejados o perfectos. Los iluminados eran identificados porque consideraban vano a todo culto externo o formalismo religioso y desconocían el valor de las ceremonias y los sacramentos. Los iluminados se apoyaron en las esperanzas de la gente sencilla, que buscaba una comunicación más directa y personal con Dios que aquella que ofrecía la Iglesia oficial. Por ello, la Inquisición siempre desconfió de los esfuerzos por secularizar u ofrecer mayor participación en la espiritualidad a la gente común. Para el Santo Oficio la oración, la vida contemplativa y más aún la experiencia mística debían ser privativas de las órdenes religiosas y no podían ser ejercidas particularmente. Fuera de la supervisión de la Iglesia no estaba permitida ninguna búsqueda de unión con Dios.
Entre 1523 y 1529, Pedro Ruiz de Alcaraz predicó una secta mística, los dejados, caracterizada por su quietismo, que reclutó una cantidad grande de conversos judíos. Los precedentes de estos alumbrados se encontrarían en Ibn Arabi y en los maestros espirituales andaluces. Este movimiento despertó las sospechas de las autoridades eclesiásticas porque desarrollaba sus actividades fuera de los ambientes religiosos establecidos, alejado de la comunidad y del culto público. La posición oficial de la Iglesia recomendaba huir de las cosas extraordinarias y evitar abrir las puertas a las ilusiones del demonio. En algunos casos, los alumbrados se dejaron dominar por los sentidos y se volvieron sensuales. Elaboraron doctrinas a partir del amor de Dios que llegaron a prácticas amorosas más humanas, incluyendo las carnales. Sus prácticas sexuales iban desde repetir las orgías que pudieron unir a los begardos, rodeados de mujeres obedientes a sus deseos y mantener relaciones sensuales y equívocas entre directores de conciencia y sus devotas. Buscaban la fama de santos y congregaban fieles ansiosos de participar de su santidad. A través de la lectura de El banquete de Platón se había replanteado la relación entre la espiritualidad y la carnalidad del amor. Las obras platónicas fueron difundidas en Europa por Marsilio Ficino, quien realizó su primera traducción completa al latín entre 1463 y 1469. Influido por Platón, León Hebreo escribió entre 1501 y 1502 sus Diálogos de amor, donde planteó que el amor era el principio universal que dominaba a todos los seres, la idea de las ideas, originada en Dios y finalidad de toda forma de movimiento. A finales del siglo XVI, en 1592, fray Cristóbal de Fonseca publicó su Tratado del Amor de Dios, donde condenó como locura herética la concepción del amor como entrega mística. La Iglesia buscaba siempre administrar la piedad y consideraba que la mística sólo podía desarrollarse dentro del estado eclesiástico regular. Los tratados de mística, como los de San Juan de la Cruz, debían reservarse para un reducido número de monjes y monjas. San Juan de la Cruz que había desarrollado un universo espiritual de aniquilamiento y pasividad sensorial, se expresaba a través de un simbolismo esotérico sólo podía ser comprendido por unos pocos iniciados.
A diferencia del clero católico, cada vez más organizado, los alumbrados no tuvieron ninguna unidad doctrinal, aunque los distintos grupos de iluminados compartieron el menosprecio por las formas externas del culto, a las que consideraban innecesarias, y la creencia en que por medio de la contemplación se podía alcanzar estados perfectos, caracterizados por una exacerbación extática. Negaban el beneficio o la necesidad de las prácticas exteriores y creían que los actos carnales y otros considerados pecaminosos eran adecuados para conseguir la pureza y que por ello eran lícitos. La persecución de iluminismo y sus imprecisas definiciones condujeron a una manía persecutoria, llegando a considerar alumbrados a místicos como Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Luis de Granada y Juan de la Cruz. Finalmente, hacia 1620 la Inquisición logró su erradicación.
Durante los siglos XVI y XVII España vivió un florecimiento místico. La espiritualidad de la Edad Media había sido principalmente monástica, pero el crecimiento de las ciudades y de la burguesía al final de ella, extendió la mística al mundo de los laicos. Pero fue la mística monástica, sin embargo, la que conoció una edad de oro luego de las grandes conquistas ultramarinas. La mística española surgió de las influencias islámicas, judías y humanistas y formó un catolicismo tenebroso. Este misticismo despertó las sospechas de la Inquisición y se desarrolló en un ambiente de ortodoxia rígida y esoterismo efervescente.
No se ha descubierto el derrotero que los místicos y los herejes siguieron para llegar a Perú. En el caso de España, la mística se desarrolló por influencia de los árabes en los reinos meridionales. Los más destacados de estos místicos fueron Ibn Arabi e Ibn al Farid. Ibn Arabi fue el primer filósofo musulmán que trató el sufismo. Los españoles aprendieron de la mística árabe durante largo tiempo. Los ejemplos más destacados fueron Santa Teresa de Avila y San Juan de la Cruz. En el caso de Perú no se ha establecido cuál fue el tiempo de aprendizaje de la mística, aunque ésta apareció ya en la obra de Felipe Guaman Poma.
La Contrarreforma buscó que el cristianismo que pasaba a América fuera distinto del que vivió la Edad Media. La España de la Edad Media vivió dentro de una gran senda mística, el camino de Santiago. Sin embargo, no se ha observado vestigios del culto jacobeo en América. Durante la Edad Moderna, el culto al Apóstol decayó y quedó eclipsado por el culto de Santa Teresa de Jesús. Teresa de Avila mantuvo un asombroso equilibrio entre la mística más alejada del mundo y la labor reformadora de la vida monástica. Su espiritualidad siguió las formas ya consagradas: práctica constante de la oración, meditación de los misterios y de la vida de Cristo.
La Iglesia condenó las tendencias místicas libres de reglas, que podían conducir a excesos de sensualidad y al cultivo de la vida interior sin apoyo en el mundo externo. A estos extremos llegaron los alumbrados de Llerena, cultivadores del erotismo, en 1570. Los alumbrados de Llerena rechazaban la oración a voz y preferían la contemplación, negaban el beneficio de las bulas y de los jubileos. Sus prácticas se relacionaban con el sexo.
En estos tiempos y algunos años antes hubo unos falsos alumbrados clérigos en el distrito de la Inquisición de Llerena, que querían que los tuviesen por santos; más no lo eran, sino lobos rapaces hambrientos de femenil carne humana. (Las formas complejas de la vida religiosa)
Las herejías alcanzaron al Perú. El dominico Francisco de la Cruz fue uno de los primeros herejes aparecidos en el país. Profetizó la destrucción de España y la realización del milenio en las Indias. Propuso la poligamia para los fieles, la entrega de encomiendas a perpetuidad para los criollos y el matrimonio del clero. Francisco de la Cruz tenía la esperanza de construir en América una cristiandad nueva, una sociedad humana sin defectos, nacida de la raíz apocalíptica de la profecía. Fue procesado por la Inquisición y condenado a la hoguera en 1578. El proceso contra Francisco de la Cruz resaltó la influencia que habrían ejercido las profecías del Apocalipsis aplicadas al Nuevo Mundo, identificando la aparición del Nuevo Mundo con el fin del mundo. Marcel Bataillon destacó las esperanzas utópicas ligadas al descubrimiento de América y la construcción de la nueva sociedad cristiana allende el océano en el caso de Francisco de la Cruz.
También algunos franciscanos creyeron en el recorrido providencial que realizó la fe a través del mundo: desde Oriente a Occidente, la palabra de Dios debía ser predicada a toda la humanidad, por lo que la historia del mundo según la concepción cristiana terminaría en el Nuevo Mundo. La representación lineal del recorrido histórico, típico de la cultura cristiana, estuvo presente en el franciscano Gonzalo Tenorio. El anotaba que Cristo al morir había vuelto la cabeza hacia Occidente, dando la espalda a Roma y a España. Esperaba una refundación de la ciudad de Dios en el Nuevo Mundo. El culto de Santa Rosa de Lima buscaba también la realización de la tierra prometida en América.
La pretendida unidad religiosa española era un equívoco. Los esfuerzos de la Inquisición durante el reinado de Felipe II se debieron a la conciencia, por parte de las autoridades eclesiásticas, de que España era un terreno adecuado y fértil para la Reforma. Durante el siglo XVI aparecieron muchos reformadores, no solo en los países germánicos sino también en los latinos. Los excesos del Papa y de la curia romana fueron tan conocidos en Alemania como en España y provocaron el mismo rechazo. Así un cardador de Huete, Juan Capacho, afirmaba que las imágenes de los santos eran ídolos, indignos de cualquier devoción. Gabriel Sotomayor, de Aillón, declaró su incredulidad en la confesión. Carlos de Sesso y Agustín Cazalla formaron un grupo luterano en Valladolid. Las noticias de la Reforma llegaron a América. Gonzalo Fernández de Oviedo conoció Roma en su juventud y se escandalizó con los vicios de Alejandro VI. Ya anciano, escribiendo desde Santo Domingo, execraba de Lutero y de los protestantes en Las quinquagenas de la nobleza de España.
La prédica a pueblos fuera del cristianismo se había iniciado con San Pablo, apóstol de los gentiles. Todos los pueblos debían ser conducidos al seno de la Iglesia; por ello, desde fines de la Edad Media se realizaron en España conversiones forzadas y colectivas de musulmanes y judíos. Estas conversiones despertaron tempranamente muchas sospechas y controversias y terminaron por atraer la atención de la Inquisición. Los cristianos nuevos, los bautizados de origen musulmán o judío que persistían en las creencias de sus padres se convertían en apóstatas, en hombres que desamparaban la fe. Estos hombres, los cristianos nuevos, fueron vistos como sospechosos, debido a la impureza e infección de su sangre, y a la propensión que mostraban a retomar los usos de sus mayores. Muchos de ellos migraron al Nuevo Mundo en busca de un lugar en la sociedad. Migraron a América los judíos expulsados de la península. Desde 1518 se intentó limitar el pasaje de extranjeros a América, aunque estas medidas no fueron muy eficaces. Hasta la consolidación del virreinato por Toledo habitaron el Perú unos cinco mil europeos, un décimo de los cuales no eran españoles. Los extranjeros más numerosos eran los portugueses, seguidos por los italianos y los griegos. Entre los portugueses se encontraba un número significativo de judíos conversos. No extrañaba la presencia de italianos o griegos si se recuerda la tradición mediterránea catalana, la vocación del conde de Barcelona. Los catalanes, los almogáraves, pelearon como mercenarios al servicio de Federico II de Sicilia, hijo de Pedro III de Aragón. Ellos mantuvieron a Sicilia bajo control catalán como un reino independiente hasta el ascenso al trono siciliano del rey aragonés Martín I. Durante el reinado de Federico II tuvieron lugar las expediciones almogáraves a Oriente, que terminaron con la conquista de los ducados de Atenas y Neopatria. Barcelona se debilitó con los brotes de peste en el siglo XIV, más aún cuando Nápoles se convirtió en la capital de la corona catalano-aragonesa en 1442. El advenimiento de la monarquía de los Austria, el ascenso del poder turco en Oriente y el descubrimiento de América aceleraron más su ocaso. Los catalanes pelearon contra los turcos liderados por Roger de Flor, al servicio del emperador de Bizancio. La corona aragonesa creo un extenso reino mediterráneo, que incluían los territorios originales del reino de Aragón y el condado de Barcelona, a los que se fueron sumando territorios ganados a los musulmanes de al-Andalus, como Valencia y Mallorca, posesiones italianas como Sicilia y Cerdeña e incluso posesiones ubicadas en el Mediterráneo oriental, como los ducados de Atenas y Neopatria. Cataluña vivía mirando al Mediterráneo, al sur al mundo musulmán y al norte a Occitania. Los habitantes de Cataluna y de Valencia estuvieron en contacto con los grupos heterodoxos desarrollados alrededor del Mediterráneo y algunos que vinieron a América tenían condición herética u origen musulmán.
No todos los pasajeros de Indias fueron cristianos o lo que entendía como españoles. Algunos personajes de origen musulmán alcanzaron posiciones importantes, aunque debieron ocultar para ello su origen. El capitán Gregorio Zapata hizo fortuna en Potosí y regresó a su país, donde asumió su verdadera identidad como el turco Emir Cigala. También fueron moros Cristóbal de Burgos, regidor de Lima y rico encomendero; Francisco de Talavera, concejal limeño y amigo de Francisco Pizarro; Lorenzo Farfán de los Godos, primer alcalde de San Miguel de Piura, y Nicolás de Ribera el Viejo, primer alcalde de Lima. Ellos ocultaron su identidad debido a que la presencia de musulmanes en las Indias era ilegal. La Inquisición castigaba del mismo modo la apostasía, fuera esta judía o musulmana, y todos los conversos eran tenidos por sospechosos. Los musulmanes debían tomar un nombre español y pretender pasar por cristianos. Pese a ello, siempre se sospechaba de aquellos cuyo aspecto físico resultara morisco. El mismo Diego de Almagro fue tachado de moro, ya que corría el rumor que su madre era morisca. Juan José Vega narró que Hernando Pizarro, tras ejecutar al tuerto Adelantado, ordenó que se desnudara su cadáver para comprobar si había sido circuncidado.
Además de los judíos conversos y de los herejes, un tercer grupo, los moriscos, los conversos provenientes del Islam, también fueron perseguidos por la Inquisición. Los moriscos se concentraban en Granada, en Aragón y en Valencia. Oficialmente, todos los musulmanes de Castilla se habían convertido en cristianos en 1502; los de Aragón y Valencia fueron cristianizados por un decreto de Carlos I en 1526. Pese a esto, muchos moriscos mantenían en secreto su religión y en público profesaban la de sus vencedores. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XVI, en los años en que era más intensa la persecución de conversos de origen judío, hubo poca actividad de la Inquisición contra los moriscos. En los reinos de Valencia y de Aragón la mayoría de los moriscos se encontraban bajo jurisdicción de la nobleza, y una persecución hubiera un grave daño a la economía regional controlada por los grandes terratenientes. En Granada, se sumaba el temor a una rebelión en una zona vulnerable a los ataques de los corsarios berberiscos, aliados de los turcos, que dominaban el Mediterráneo. Debido a esto, en la primera mitad del siglo XVI se intentó una evangelización pacífica.
En la segunda mitad del siglo, luego de varios años de reinado de Felipe II, la actitud de la Corona cambió. Entre 1568 y 1570 se produjo la guerra de las Alpujarras contra los moriscos, que fue reprimida con dureza y crueldad. Además de las ejecuciones y deportaciones en masa, la Inquisición intensificó los procesos a conversos del Islam. Los procesos a moriscos en los tribunales de Zaragoza, Valencia y Granada se volvieron numerosos a partir de 1570.
La tensión constante entre moriscos y cristianos condujo a una solución definitiva y el 4 de abril de 1609 el rey Felipe III decretó la expulsión de los moriscos, que se completó en 1614. Durante ella fueron expulsados de España cientos de miles de moriscos, bautizados y oficialmente cristianos.
Era una idea difundida que las ideas religiosas se mamaban en la leche materna, por lo que no podía tener seguridad de la fe de los hijos de padres indios, judíos o moros. El jesuita Pablo José de Arriaga puso énfasis en el significado de la leche mamada y de la herencia en la Extirpación de la idolatría del Piru de 1621
Ni se maravillará que mal tan antiguo y tan arraigado y connaturalizado con los indios no se haya del todo desarraigado, quien hubiere leído las historias eclesiásticas del principio y discurso de la Iglesia y entendiere lo que ha pasado en nuestra España, donde aún siendo advenedizos los judíos, pues entraron en ella de más de mil quinientos años, en tiempo del emperador Claudio, apenas se ha podido extirpar tan mala semilla en tierra tan limpia y donde está tan cultivada y pura y continua la sementera del Evangelio, y tan vigilante sobre ella el cuidado y solicitud del Santo Oficio. Y donde más se echa de ver la dificultad que hay en que errores en la fe, mamados con la leche y heredados de padres a hijos se olviden y desengañen, es en el ejemplo que tenemos de nuevo delante de los ojos en la expulsión de los moriscos de España. (Las formas complejas de la vida religiosa)
Otra característica que determinaba la mala fe de los recientemente bautizados era la noción del fermento, sacada de las epístolas de San Pablo. Una pequeña mancha corrompía a todo el organismo: un hereje, un apóstata o un idólatra comprometía a todo un pueblo, al igual que un indio, un judío o un moro manchaban a toda la estirpe. Esta era la razón de los estatutos de limpieza de sangre de Toledo y el argumento de sus defensores, Diego de Simancas y Juan de Escobar de Corro. La limpieza de la sangre se heredaba por los cuatro costados. La impureza de la sangre inhabilitaba para el ejercicio de cargos públicos y un cuarto de mala raza obligaba a pagar una culpa hereditariamente. Por este motivo los neófitos, como los indios, e incluso sus hijos, los mestizos, no podían ser admitidos en las órdenes sagradas ni merecer la plena confianza del rey. Para la Corona, la sangre primaba sobre cualquier otro criterio espiritual.