sábado, 6 de junio de 2009

El país de Jauja

En contraposición a las intenciones autoritarias de la Corona que proliferarían y crecerían durante la Edad Moderna, tanto letrados como gente común desarrollaron la noción de una sociedad ideal organizada para garantizar la felicidad de sus miembros. Tal sociedad había sido una búsqueda constante en la reflexión y en los anhelos humanos y había estado en el trasfondo de las grandes herejías populares de la Baja Edad Media y de los proyectos utópicos del Renacimiento. Las características de esta sociedad ideal variaban grandemente, formando un amplio conjunto de posibles mundos deseados. La noción de la utopía propiamente dicha empezó con el trabajo de Moro de 1516, De optimo Republicae statu, deque nova insula Utopia. Sin embargo, antes que Moro acuñara el término y convirtiera su especulación en un libro, los lugares utópicos ya habían hecho su aparición y recibido distintos nombres: Paraíso, Jardín del Edén, Nueva Jerusalem, Tierra Prometida, reino del Preste Juan, Islas de San Brandan, Ciudad de Dios, Ciudad de las Damas, Tierra de Cucaña, País de Jauja. Estos lugares utópicos se ubicaban en los límites del mundo, más allá de la tierra conocida, en territorios de leyenda y mito, libres de las rígidas normas de la sociedad existente, y estaban habitados no por criaturas imperfectas y pecadoras, sino por hombres justos, bendecidos y excepcionalmente virtuosos. Estas ideas de utopía en Occidente solían surgir relacionadas al inconformismo religioso, por la decepción que producía el estado de la República cristiana, pero también como una forma de protesta contra las autoridades establecidas.
La Tierra de Cucaña apareció por primera vez en un poema francés y en la narración inglesa The Land of Cockaygne del siglo XIII. Su descripción era la de un mundo al revés, donde fluían ríos de aceite, leche, miel y vino (Números: XIII, 27); volaban gansos asados; los monjes bailan con las monjas; y todos los alimentos podían conseguirse con solo estirar la mano. El autor anónimo del poema francés elaboró su obra reestructurando tradiciones míticas y literarias orientales, grecorromanas, hebreas, celtas, nórdicas, musulmanas y cristianas. En el Carmina Burana, una recopilación de canciones de la Baja Edad Media, realizada por un clérigo alemán del siglo XIII, y conservada en el monasterio benedictino de Beuren, aparecía un cuadro bizarro de la vida medieval, descrito en poemas satíricos, que mostraban una crítica religiosa desenfadada, trataban temas eróticos y exaltaban la vida de las tabernas. El amor era descrito como un hecho carnal, directo y en ocasiones mercenario. La taberna, como símbolo de la fortuna, con los ascensos y las caídas de los poderosos y de los humildes, constituía el núcleo de la obra, que desarrollaba una poética muy distinta a la de la poesía clásica latina. Este mundo desordenado y vulgar también aparecía en el cuadro de Brueghel del mismo título de 1567, donde se mostraba la reunión de los tres estamentos de la sociedad (el clérigo, el soldado, el campesino) y un banquete al que llegaba el cerdo con el cuchillo clavado en el vientre, las casas aparecían cubiertas de tortas, los setos eran de salchichas. En un mundo sometido al hambre y a las privaciones como era Europa en el otoño de la Edad Media, la utopía se presentaba como la tierra de la saciedad y la satisfacción.
Ya para el siglo XVI se había consolidado la identificación entre la Tierra de Cucaña con la Edad de Oro. El poeta Hesíodo, en el siglo VIII a.C., había establecido en su Teogonía una cronología mítica que daba cuenta del devenir de los hombres a través de cuatro edades: la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro. Los metales eran presentados como una metáfora de la decadencia progresiva de la humanidad. Este mito fue retomado por Ovidio en las Metamorfosis y por Virgilio en sus Églogas, dando lugar a muchas reelaboraciones literarias y al deseo utópico de retornar a un pasado mejor, de volver a la Edad de Oro o al menos esperar ansiosamente su retorno. El discurso sobre la Edad de Oro apareció en la literatura de toda Europa, uniendo la tradición clásica con el mito cristiano del Paraíso. Cervantes hizo exclamar a Don Quijote
Dichosa aquella edad que los antiguos llamaron dorada
Para luego elaborar una defensa de la felicidad de ese tiempo y un lamento por las abominaciones de la era actual. John Milton volvió a retomar el tema en El paraíso perdido.
La Tierra de Cucaña, el País de Jauja, tuvo una clara relación alimentaria. Después de la Reforma, durante el siglo XVI, en Alemania y en otros países protestantes se exaltó la función moral del trabajo, y se maldijo a la Tierra de Cucaña. Se la condenó por ser un mundo de ociosidad, un país de perezosos y locos, una tierra de flojera y gula. País de Jauja aludía al valle peruano del río Mantaro, famoso por su riqueza y su clima benigno, mencionado por Lope de Rueda en el paso de El deleitoso.
La Tierra de Cucaña también fue identificada con el Reino del Milenio. Los cristianos medievales esperaban la llegada de este reino milenario que hiciera realidad la profecía del Apocalipsis, según la cual la Bestia sería encadenaba y arrojada al abismo por mil años.
Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano.
Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años (Apocalipsis, XX: 1-3)
Ellos entendían por milenio el periodo de mil años de felicidad en el mundo del reino mesiánico surgido con la llegada de Jesucristo. El milenarismo fue la doctrina basada en la creencia en el Milenio y la esperanza de su realización. La posición oficial de la Iglesia Católica fue enunciada por San Agustín, quien afirmó que el Milenio se realizó plenamente en la Iglesia. Sin embargo, en los inicios del cristianismo se aceptó una interpretación del Milenio absolutamente literal. El Beato de Liébana, autor de unos Comentarios al Apocalipsis, mantuvo ya una postura milenarista, tanto como su mayor rival, el obispo de Toledo, Elipando, que defendía el adopcionismo, herejía que fue condenada por los papas Adriano I y León III en el en el Concilio de Frankfurt de 794. Elipando se enfrentó con el Beato de Liébana sosteniendo la idea de la humanidad de Jesucristo y su condición de hijo adoptivo de Dios. Elipando desarrolló ideas orientales milenaristas en la España ya conquistadas por los moros.
Los cristianos del milenio, como los primeros cristianos, vivían plenamente convencidos en la inminencia de la Parusía. Hacia el año 1000 apareció el mal de los ardientes, se presentaron hambrunas devastadoras, señales en el cielo, apariciones del demonio, se estableció la unción de los enfermos y el día de los Fieles Difuntos. Los pecados fueron reconocidos como la causa de todas las desgracias y se aceptó que sólo el arrepentimiento, la penitencia y la súplica podían salvar a la humanidad. Al final de la Edad Media surgieron las nuevas ideas del Infierno y del Purgatorio a partir de la confrontación entre la cultura popular y su idea del mundo subterráneo, a la cual contribuían herencia fantástica céltica (el pozo, el puente, el gigante devorador) y la cultura de las elites urbanas, creada a partir del legado grecolatino. La nueva cultura del proletariado popular difundió la idea del infierno como cocina, del diablo como cocinero y del condenado utilizado como pedazo de carne sumergido en un ciclo de nutrición y defecación, paralelo al antiguo ciclo de destrucción y generación.
La Europa renacentista calmó sus anhelos de felicidad acumulados durante la Edad Media imaginando la realidad americana, atribuyéndole los rasgos del Paraíso. Los pensadores del Renacimiento vieron un aura edénica en América, tanto por lo diferente como por lo novedoso de sus sociedades. Lo que se interpretaba como histórico y cultural en el caso de Europa, se entendió como mítico y utópico en el caso de América.
La utopía fue una creencia colectiva que perduraba por generaciones y que afirmaba la posibilidad del perfeccionamiento de la realidad, de manera que la vida se volviese más deseable y satisficiera las exigencias de la condición humana. El cristianismo tuvo un papel central en la imaginación utópica medieval europea, ya que reconocía a los hombres la condición de seres libres y el anhelo de vivir felices, por lo que convertía a los hombres en utópicos, llenos de esperanza por una vida de armonía y trascendencia.
Los cronistas de la Conquista hicieron las primeras descripciones utópicas de la realidad americana y la definieron como la alteridad de Europa. Américo Vespucio ofreció una original descripción idealizada del continente descubierto. En sus breves Cartas de Viaje a la familia Médicis, a la que servía, Vespucio describió a los pobladores que había visto en sus travesías por las costas de Venezuela, Brasil y Argentina como hombres libres de señores y servidumbres:
… los hombres no acostumbran tener capitán alguno, ni andan en orden, pues cada cual es señor de sí mismo. La causa de sus guerras no es la ambición de reinar, ni de extender sus dominios, ni desordenada codicia, sino alguna antigua enemistad de tiempos pasados.
Para un europeo, proveniente de una sociedad regulada estrictamente por relaciones de servidumbre, donde la sociedad estamental establecía para toda su vida la posición de los hombres, la descripción hecha por Vespucio parecería un camino de salvación, basado en el rechazo de la realidad opresiva europea para buscar esa felicidad posible en el Nuevo Mundo. La esperanza tomó una forma concreta y la ilusión era alcanzar esa Tierra Prometida que existía en América, donde no existían reyes, ni señores, ni se debía obediencia a nadie y todos tenían la oportunidad de alcanzar la dicha. En los confines del mundo un hombre no era lo que había sido al nacer, sino lo que se había propuesto ser.
Las Cartas de Viaje de Américo Vespucio fueron incluidas por Martin Waldseemüller en su Universalis Cosmographia de 1507. La interpretación del texto de Vespucio fue ambigua, ya que las cartas podían ser entendidas tanto como un escrito de geografía, de historia, de navegación o como una ficción. Waldseemüller acomodó las tres cartas dirigidas a los Médicis como si fueran relatos de los cuatro viajes que Vespucio realizó al nuevo continente entre 1497 y 1502. Waldseemüller tituló por cuenta propia el tercer relato, la carta dirigida a Lorenzo di Pier Francesco de Medicis como Novus Mundus, donde afirmaba que las tierras descubiertas no eran una prolongación de Asia, sino un nuevo continente. Waldseemüller dio el nombre de América a este nuevo continente en su versión de Geografía de Claudio Ptolomeo que preparó en la abadía de Saint Dié y publicó en 1507.
Waldseemüller hizo a Vespucio afirmar que en verdad existía un Nuevo Mundo yendo a las Indias por Occidente. De esta forma quedó establecido el modo como Europa miraría a América. La expresión Nuevo Mundo surgió de una cita del Apocalipsis. El relato de Américo Vespucio, que revelaba las dimensiones continentales de las tierras occidentales, un Mundus Novus: enorme, poblado de innumerables gentes, tal como se citaba en el Apocalipsis:
y vi un nuevo cielo y una nueva tierra. (Apocalipsis, XXI: 1)
Desde ese momento se estableció el vínculo entre el nuevo continente y la imagen de la profecía cristiana de final de la historia. El Nuevo Mundo se convirtió en el país de los sueños, la Nueva Arcadia, la tierra donde el hombre nacía bueno, no existían las jerarquías y las mujeres no tenían vergüenza de su desnudez, tal como en el Jardín del Edén. América se convirtió en…
El territorio por excelencia de las utopías prácticas. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Este modo de ver a América se enraizó en la mentalidad europea y, por influencia de ella, en la mentalidad del hombre americano. Los americanos nacieron como hombres utópicos, creyentes de que América era la realidad alterna de Europa. Durante el Renacimiento Europa se abocó tanto a la reflexión sobre de la antigüedad clásica como sobre la realidad americana. La imprenta hizo posible la difusión de tratados de la Antigüedad, de los libros de Aristóteles y Platón, la cosmografía de Ptolomeo, las historias de Herodoto, y todo el mundo de héroes, navegantes, silvanos, ninfas y náyades del mundo grecolatino. En el imaginario europeo proliferaron los animalia monstruosa conocidos desde la Antigüedad y se intentó encontrarles un hogar en la nueva tierra de los imposibles, América.
La aparición de América como el Nuevo Mundo condujo a una reorganización física y mental del mundo en el que vivían los europeos. América fue desde un principio un manantial de singulares interpelaciones del imaginario social europeo. El viaje de Colón no consiguió solamente el descubrimiento de nuevas tierras, sino también el descubrimiento de una nueva humanidad. El Nuevo Mundo no sólo abrió horizontes de espacio desconocidos, sino que produjo la conciencia de una nueva edad. Ya en 1516 Tomás Moro en Utopía se cuestionó acerca de los valores y de las normas vigentes en la civilización europea, que vivía el cambio del Medioevo a la Modernidad a través una profunda inquietud y con grandes aspiraciones de reforma. La espiritualidad del otoño de la Edad Media invitaba al cristiano a separarse del mundo para perfeccionar su existencia y vivir en plenitud la verdad apostólica del cristianismo. Los anhelos de vivir intensamente la vita vere apostolica aparecieron ya en los distintos movimientos religiosos que proliferaron desde el siglo X en toda Europa occidental. A partir del siglo XII se acrecentó el fervor religioso popular, favorecido tanto por factores sociales como políticos. Con frecuencia, algunos de estos movimientos religiosos unían al descontento social producido por la opresión de la sociedad feudal, una actitud de protesta rayana en la herejía, basada tanto en la elección de la pobreza voluntaria como camino a la santidad cuanto en la negación de la obediencia a la ley y la negación del pecado.
América surgió como el lugar físico donde resolver estas inquietudes y realizar la Utopía. Todos estos anhelos estaban en las reformas institucionales y sociales mediante las que el obispo Vasco de Quiroga quería reestructurar las comunidades indígenas disgregadas por la Conquista; en la reformación universal de las Indias propuesta por Las Casas; en la utopía religiosa y política de los franciscanos de México o de los jesuitas en Paraguay y en los mismos delirios de los Conquistadores, quienes buscaban El Dorado, las siete ciudades de oro o la fuente de la juventud. En América, la inquietud religiosa intentó sacar adelante un proyecto alternativo, en el que el recuerdo de las comunidades cristianas primitivas, reelaborado desde una perspectiva erasmista o milenarista, ofrecía una representación utópica de una sociedad radicalmente diversa. Casi todos los cronistas, desde Colón hasta los oficiales de la Corona, describieron América en términos propios del Renacimiento y de sus utopías. La antigüedad clásica era tenida como la referencia válida y el modelo pleno de autoridad. Este conocimiento erudito del pasado, arcaico y anacrónico era el conocimiento objetivo que Europa había desarrollado al terminar la Edad Media y fue el que se empleó para estudiar la realidad americana. En ese sentido se podía afirmar que Europa inventó América.
La Utopía de Moro sentó las bases para la renovación del pensamiento político europeo; pero la Utopía de Moro no debe leerse desconociendo dos libros anteriores a ella: Las cartas de Américo Vespucio y Las Décadas de Pedro Mártir de Anglería.
Pedro Mártir de Anglería (1456-1526) fue un humanista italiano, autor de la primera historia general de América. Pasó su juventud en Roma, protegido por el cardenal Ascanio Sforza. En 1488 viajó a España en el séquito de Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, embajador de España en la Santa Sede. Vivió en la corte de los Reyes Católicos y en 1492 tomó parte en la conquista de Granada. Ese mismo año se ordenó sacerdote y sirvió como capellán de la reina desde 1501. Después de la muerte de Isabel la Católica en 1504, sirvió al rey Fernando y a la nueva reina de Castilla, doña Juana. Tras la muerte de Fernando el Católico en 1516, sirvió al emperador Carlos V. En 1518 fue nombrado consejero de Indias. Dos años más tarde le encomendó las funciones de cronista. En 1523 fue nombrado arcipreste de Ocaña y en 1524 abad de Jamaica. Pedro Mártir de Anglería murió en 1526.
En su función de cronista de la corte, recabó información sobre América, aunque sin conocerla personalmente. Entrevistó a los viajeros que regresaban del Caribe, tales como Cristóbal Colón, Américo Vespucio o Fernando de Magallanes, e incluso a conquistadores, como Hernán Cortés. Todos los datos que reunió sirvieron de base para su futura obra, las Décadas de Orbe Novo o Décadas del Nuevo Mundo. Esta obra fue escrita entre 1494 y 1526. La primera parte de ella, la primera década, se publicó en Sevilla en 1511, sin autorización de Anglería. El mismo se encargaría de publicar las siguientes tres partes, cinco años después, en Alcalá de Henares. La obra completa no se publicó hasta 1550, 24 años después de la muerte del autor.
Desde el inicio de su publicación por entregas en 1511, las Décadas gozaron de una gran popularidad. En ellas se encontraban ya los primeros elementos constituyentes de las percepciones del hombre americano, tales como su condición natural. Esta idea alcanzaría posteriormente su mayor desarrollo en las obras de Rousseau, quien elaboró una filosofía naturalista de encomio al buen salvaje. Mártir de Anglería describió una sabiduría americana y una teoría sobre la propiedad, la ausencia de la propiedad privada. Esta idea fue asombrosa para los europeos, provenientes de un mundo en el cual había que respetar los bienes ajenos.
En 1534, una editora de Lyon, la casa Notre Dame de Comfort, publicó un breve libro que marcó el imaginario occidental, las Nouvelles certaines des isles du Pérou, de autor anónimo. La obra narraba la captura de Atahualpa por Pizarro, ocurrida en Cajamarca en noviembre de 1532, menos de dos años después de ocurridos los hechos. Informa sobre la ejecución de Atahualpa y el transporte del oro y de la plata del rescate regio hacia España. El padre Bartolomé de las Casas, que se encontraba en Santo Domingo, dio testimonio de que los barcos con el rescate de Atahualpa viajaron a España. Las Nouvelles certaines des isles du Pérou popularizaron en Francia y Europa la creencia en la riqueza inmensa del Perú. Las Nouvelles certaines debieron emplear como fuente a una crónica española, tal vez la de Pedro Sancho o bien la de Francisco de Xeres, que ya circulaba como manuscrito.
Estos libros crearon un ambiente de fascinación por el Perú y prepararon el terreno para que el Inca Garcilaso asombrara al mundo con su descripción de la organización del Imperio Inca.
Flores Galindo propuso que el futuro descrito en las utopías de Garcilaso y de Guaman Poma y de los inconformistas indios se revelaban como una discontinuidad de la historia vigente, de manera que si bien ciertas condiciones habían prevalecido por un tiempo tan prolongado, la fuerza de la cultura andina podría desviar el curso de la historia hacia un rumbo completamente distinto. El tiempo de dominación española que los hombres andinos habían vivido no podía ser tenido como la guía para el futuro de la sociedad andina. El pasado andino ofrecía una medida de lo dramático que podía ser el cambio. En la historia del Viejo Mundo, el judaísmo adoptó este enfoque dramático y asumió que en algún momento ocurriría la venida del Mesías. El cristianismo heredó la escatología judía y desarrolló un interés desmedido por la historia en el convencimiento de que el futuro sería alterado por un cambio dramático. El cristianismo creía en el final catastrófico de la historia humana. En el Evangelio según san Marcos, Jesús profetizó:
Pero en estos días... el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz... Y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo entre las nubes con gran poder y gloria (Marcos: XIII, 24-26).
El Apocalipsis anunció un reino de Cristo que duraría 1.000 años, seguido de un retorno de Satán y un período de pruebas terribles para los cristianos. El reino del Anticristo culminaría con la segunda venida de Cristo y resurrección de quienes finalmente se salvarían (Apocalipsis: XXI, 4-10). El cristianismo creía tanto en el fin de la historia como en el futuro apocalíptico o milenarista, el siglo futuro del que Cristo sería señor. Durante la Baja Edad Media, los escritores cristianos recopilaron anales de sus tiempos sin presagiar los hechos futuros. Sin embargo, esta actitud comenzó a cambiar en los siglos XII y XIII. Desde entonces se desarrolló un pensamiento cristiano dramático acerca del futuro. Surgió una escuela apocalíptica cristiana de gran vitalidad. Se aceptó que la intervención divina interrumpiría el curso normal de la historia. La intervención divina marcaría el futuro sin importar lo que los hombres hubieran podido hacer. Varios teólogos del siglo XII especularon sobre el reino del Anticristo. Según el Evangelio según san Mateo el reino del Anticristo antecedería al Día del Juicio Final. Joaquín de Fiore, el primer profeta apocalíptico cristiano de la Edad Media, desarrolló una teoría de las edades históricas basada en la revelación progresiva de las personas de la Santísima Trinidad, convencido de la realidad del reino del Anticristo y de la segunda venida del Salvador.
La búsqueda de analogías históricas también se aplicó para la comprensión del Nuevo Mundo. Nuevo mundo y fin del mundo: se formó una idea apocalíptica de América, donde la realidad del continente fue interpretada a través del texto de las Revelaciones. La tendencia para encontrar en el pasado la anticipación del descubrimiento yacía profundamente en la mentalidad europea. Así el tema de la Edad de Oro fue el punto de partida para la tradición utópica que se desarrolló al tomar contacto los conquistadores y los misioneros con las poblaciones americanas.
Cristóbal Colón en la carta al preceptor del príncipe don Juan realizó una lectura figurativa de la historia, de acuerdo al método exegético propio del cristianismo medieval. Allí nació el vínculo entre la Conquista de América y el advenimiento de los últimos tiempos. Nada de esto había aparecido con la expansión colonial en África y en India. La importante tradición franciscana, incluso heterodoxa, de Castilla en el tiempo de Colón favoreció las interpretaciones apocalípticas de la empresa ultramarina. La tradición franciscana, propensa a las profecías, cumplió un rol principal en la elaboración de las crónicas de la Conquista, especialmente de México, interpretando el Apocalipsis a partir de una visión milenarista. Marcel Bataillon resaltó los temas y esperanzas utópicas relacionadas al descubrimiento de América y la construcción de la nueva sociedad cristiana en el Nuevo Mundo.
La tradición de profecías apocalípticas floreció con el inicio de la Modernidad y produjo en el siglo XVI al profeta más ambiguo de Occidente, Nostradamus. El anunció guerras, asesinatos y grandes batallas. Las profecías apocalípticas estuvieron presentes en el pensamiento del reformador Martín Lutero y en el ideario de la Guerra Civil inglesa del siglo XVII. Muchos milenaristas emigraron a Estados Unidos en búsqueda de un espacio donde desarrollar libremente sus ideas o, al menos, donde disponer de tolerancia religiosa suficiente para pensarlas. Norteamérica se convirtió en el centro de acogida para el pensamiento apocalíptico. Las principales corrientes del protestantismo norteamericano se hicieron más conservadoras en el siglo XIX, pero las profecías religiosas siguieron siendo una parte importante de ellas. Ya en el siglo XX, los adventistas trajeron a los Andes estas versiones apocalípticas desarrolladas en Norteamérica y produjeron un nuevo renacer cristiano andino.

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