sábado, 6 de junio de 2009

El país de Jauja

En contraposición a las intenciones autoritarias de la Corona que proliferarían y crecerían durante la Edad Moderna, tanto letrados como gente común desarrollaron la noción de una sociedad ideal organizada para garantizar la felicidad de sus miembros. Tal sociedad había sido una búsqueda constante en la reflexión y en los anhelos humanos y había estado en el trasfondo de las grandes herejías populares de la Baja Edad Media y de los proyectos utópicos del Renacimiento. Las características de esta sociedad ideal variaban grandemente, formando un amplio conjunto de posibles mundos deseados. La noción de la utopía propiamente dicha empezó con el trabajo de Moro de 1516, De optimo Republicae statu, deque nova insula Utopia. Sin embargo, antes que Moro acuñara el término y convirtiera su especulación en un libro, los lugares utópicos ya habían hecho su aparición y recibido distintos nombres: Paraíso, Jardín del Edén, Nueva Jerusalem, Tierra Prometida, reino del Preste Juan, Islas de San Brandan, Ciudad de Dios, Ciudad de las Damas, Tierra de Cucaña, País de Jauja. Estos lugares utópicos se ubicaban en los límites del mundo, más allá de la tierra conocida, en territorios de leyenda y mito, libres de las rígidas normas de la sociedad existente, y estaban habitados no por criaturas imperfectas y pecadoras, sino por hombres justos, bendecidos y excepcionalmente virtuosos. Estas ideas de utopía en Occidente solían surgir relacionadas al inconformismo religioso, por la decepción que producía el estado de la República cristiana, pero también como una forma de protesta contra las autoridades establecidas.
La Tierra de Cucaña apareció por primera vez en un poema francés y en la narración inglesa The Land of Cockaygne del siglo XIII. Su descripción era la de un mundo al revés, donde fluían ríos de aceite, leche, miel y vino (Números: XIII, 27); volaban gansos asados; los monjes bailan con las monjas; y todos los alimentos podían conseguirse con solo estirar la mano. El autor anónimo del poema francés elaboró su obra reestructurando tradiciones míticas y literarias orientales, grecorromanas, hebreas, celtas, nórdicas, musulmanas y cristianas. En el Carmina Burana, una recopilación de canciones de la Baja Edad Media, realizada por un clérigo alemán del siglo XIII, y conservada en el monasterio benedictino de Beuren, aparecía un cuadro bizarro de la vida medieval, descrito en poemas satíricos, que mostraban una crítica religiosa desenfadada, trataban temas eróticos y exaltaban la vida de las tabernas. El amor era descrito como un hecho carnal, directo y en ocasiones mercenario. La taberna, como símbolo de la fortuna, con los ascensos y las caídas de los poderosos y de los humildes, constituía el núcleo de la obra, que desarrollaba una poética muy distinta a la de la poesía clásica latina. Este mundo desordenado y vulgar también aparecía en el cuadro de Brueghel del mismo título de 1567, donde se mostraba la reunión de los tres estamentos de la sociedad (el clérigo, el soldado, el campesino) y un banquete al que llegaba el cerdo con el cuchillo clavado en el vientre, las casas aparecían cubiertas de tortas, los setos eran de salchichas. En un mundo sometido al hambre y a las privaciones como era Europa en el otoño de la Edad Media, la utopía se presentaba como la tierra de la saciedad y la satisfacción.
Ya para el siglo XVI se había consolidado la identificación entre la Tierra de Cucaña con la Edad de Oro. El poeta Hesíodo, en el siglo VIII a.C., había establecido en su Teogonía una cronología mítica que daba cuenta del devenir de los hombres a través de cuatro edades: la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro. Los metales eran presentados como una metáfora de la decadencia progresiva de la humanidad. Este mito fue retomado por Ovidio en las Metamorfosis y por Virgilio en sus Églogas, dando lugar a muchas reelaboraciones literarias y al deseo utópico de retornar a un pasado mejor, de volver a la Edad de Oro o al menos esperar ansiosamente su retorno. El discurso sobre la Edad de Oro apareció en la literatura de toda Europa, uniendo la tradición clásica con el mito cristiano del Paraíso. Cervantes hizo exclamar a Don Quijote
Dichosa aquella edad que los antiguos llamaron dorada
Para luego elaborar una defensa de la felicidad de ese tiempo y un lamento por las abominaciones de la era actual. John Milton volvió a retomar el tema en El paraíso perdido.
La Tierra de Cucaña, el País de Jauja, tuvo una clara relación alimentaria. Después de la Reforma, durante el siglo XVI, en Alemania y en otros países protestantes se exaltó la función moral del trabajo, y se maldijo a la Tierra de Cucaña. Se la condenó por ser un mundo de ociosidad, un país de perezosos y locos, una tierra de flojera y gula. País de Jauja aludía al valle peruano del río Mantaro, famoso por su riqueza y su clima benigno, mencionado por Lope de Rueda en el paso de El deleitoso.
La Tierra de Cucaña también fue identificada con el Reino del Milenio. Los cristianos medievales esperaban la llegada de este reino milenario que hiciera realidad la profecía del Apocalipsis, según la cual la Bestia sería encadenaba y arrojada al abismo por mil años.
Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano.
Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años (Apocalipsis, XX: 1-3)
Ellos entendían por milenio el periodo de mil años de felicidad en el mundo del reino mesiánico surgido con la llegada de Jesucristo. El milenarismo fue la doctrina basada en la creencia en el Milenio y la esperanza de su realización. La posición oficial de la Iglesia Católica fue enunciada por San Agustín, quien afirmó que el Milenio se realizó plenamente en la Iglesia. Sin embargo, en los inicios del cristianismo se aceptó una interpretación del Milenio absolutamente literal. El Beato de Liébana, autor de unos Comentarios al Apocalipsis, mantuvo ya una postura milenarista, tanto como su mayor rival, el obispo de Toledo, Elipando, que defendía el adopcionismo, herejía que fue condenada por los papas Adriano I y León III en el en el Concilio de Frankfurt de 794. Elipando se enfrentó con el Beato de Liébana sosteniendo la idea de la humanidad de Jesucristo y su condición de hijo adoptivo de Dios. Elipando desarrolló ideas orientales milenaristas en la España ya conquistadas por los moros.
Los cristianos del milenio, como los primeros cristianos, vivían plenamente convencidos en la inminencia de la Parusía. Hacia el año 1000 apareció el mal de los ardientes, se presentaron hambrunas devastadoras, señales en el cielo, apariciones del demonio, se estableció la unción de los enfermos y el día de los Fieles Difuntos. Los pecados fueron reconocidos como la causa de todas las desgracias y se aceptó que sólo el arrepentimiento, la penitencia y la súplica podían salvar a la humanidad. Al final de la Edad Media surgieron las nuevas ideas del Infierno y del Purgatorio a partir de la confrontación entre la cultura popular y su idea del mundo subterráneo, a la cual contribuían herencia fantástica céltica (el pozo, el puente, el gigante devorador) y la cultura de las elites urbanas, creada a partir del legado grecolatino. La nueva cultura del proletariado popular difundió la idea del infierno como cocina, del diablo como cocinero y del condenado utilizado como pedazo de carne sumergido en un ciclo de nutrición y defecación, paralelo al antiguo ciclo de destrucción y generación.
La Europa renacentista calmó sus anhelos de felicidad acumulados durante la Edad Media imaginando la realidad americana, atribuyéndole los rasgos del Paraíso. Los pensadores del Renacimiento vieron un aura edénica en América, tanto por lo diferente como por lo novedoso de sus sociedades. Lo que se interpretaba como histórico y cultural en el caso de Europa, se entendió como mítico y utópico en el caso de América.
La utopía fue una creencia colectiva que perduraba por generaciones y que afirmaba la posibilidad del perfeccionamiento de la realidad, de manera que la vida se volviese más deseable y satisficiera las exigencias de la condición humana. El cristianismo tuvo un papel central en la imaginación utópica medieval europea, ya que reconocía a los hombres la condición de seres libres y el anhelo de vivir felices, por lo que convertía a los hombres en utópicos, llenos de esperanza por una vida de armonía y trascendencia.
Los cronistas de la Conquista hicieron las primeras descripciones utópicas de la realidad americana y la definieron como la alteridad de Europa. Américo Vespucio ofreció una original descripción idealizada del continente descubierto. En sus breves Cartas de Viaje a la familia Médicis, a la que servía, Vespucio describió a los pobladores que había visto en sus travesías por las costas de Venezuela, Brasil y Argentina como hombres libres de señores y servidumbres:
… los hombres no acostumbran tener capitán alguno, ni andan en orden, pues cada cual es señor de sí mismo. La causa de sus guerras no es la ambición de reinar, ni de extender sus dominios, ni desordenada codicia, sino alguna antigua enemistad de tiempos pasados.
Para un europeo, proveniente de una sociedad regulada estrictamente por relaciones de servidumbre, donde la sociedad estamental establecía para toda su vida la posición de los hombres, la descripción hecha por Vespucio parecería un camino de salvación, basado en el rechazo de la realidad opresiva europea para buscar esa felicidad posible en el Nuevo Mundo. La esperanza tomó una forma concreta y la ilusión era alcanzar esa Tierra Prometida que existía en América, donde no existían reyes, ni señores, ni se debía obediencia a nadie y todos tenían la oportunidad de alcanzar la dicha. En los confines del mundo un hombre no era lo que había sido al nacer, sino lo que se había propuesto ser.
Las Cartas de Viaje de Américo Vespucio fueron incluidas por Martin Waldseemüller en su Universalis Cosmographia de 1507. La interpretación del texto de Vespucio fue ambigua, ya que las cartas podían ser entendidas tanto como un escrito de geografía, de historia, de navegación o como una ficción. Waldseemüller acomodó las tres cartas dirigidas a los Médicis como si fueran relatos de los cuatro viajes que Vespucio realizó al nuevo continente entre 1497 y 1502. Waldseemüller tituló por cuenta propia el tercer relato, la carta dirigida a Lorenzo di Pier Francesco de Medicis como Novus Mundus, donde afirmaba que las tierras descubiertas no eran una prolongación de Asia, sino un nuevo continente. Waldseemüller dio el nombre de América a este nuevo continente en su versión de Geografía de Claudio Ptolomeo que preparó en la abadía de Saint Dié y publicó en 1507.
Waldseemüller hizo a Vespucio afirmar que en verdad existía un Nuevo Mundo yendo a las Indias por Occidente. De esta forma quedó establecido el modo como Europa miraría a América. La expresión Nuevo Mundo surgió de una cita del Apocalipsis. El relato de Américo Vespucio, que revelaba las dimensiones continentales de las tierras occidentales, un Mundus Novus: enorme, poblado de innumerables gentes, tal como se citaba en el Apocalipsis:
y vi un nuevo cielo y una nueva tierra. (Apocalipsis, XXI: 1)
Desde ese momento se estableció el vínculo entre el nuevo continente y la imagen de la profecía cristiana de final de la historia. El Nuevo Mundo se convirtió en el país de los sueños, la Nueva Arcadia, la tierra donde el hombre nacía bueno, no existían las jerarquías y las mujeres no tenían vergüenza de su desnudez, tal como en el Jardín del Edén. América se convirtió en…
El territorio por excelencia de las utopías prácticas. (Flores Galindo, Buscando un inca)
Este modo de ver a América se enraizó en la mentalidad europea y, por influencia de ella, en la mentalidad del hombre americano. Los americanos nacieron como hombres utópicos, creyentes de que América era la realidad alterna de Europa. Durante el Renacimiento Europa se abocó tanto a la reflexión sobre de la antigüedad clásica como sobre la realidad americana. La imprenta hizo posible la difusión de tratados de la Antigüedad, de los libros de Aristóteles y Platón, la cosmografía de Ptolomeo, las historias de Herodoto, y todo el mundo de héroes, navegantes, silvanos, ninfas y náyades del mundo grecolatino. En el imaginario europeo proliferaron los animalia monstruosa conocidos desde la Antigüedad y se intentó encontrarles un hogar en la nueva tierra de los imposibles, América.
La aparición de América como el Nuevo Mundo condujo a una reorganización física y mental del mundo en el que vivían los europeos. América fue desde un principio un manantial de singulares interpelaciones del imaginario social europeo. El viaje de Colón no consiguió solamente el descubrimiento de nuevas tierras, sino también el descubrimiento de una nueva humanidad. El Nuevo Mundo no sólo abrió horizontes de espacio desconocidos, sino que produjo la conciencia de una nueva edad. Ya en 1516 Tomás Moro en Utopía se cuestionó acerca de los valores y de las normas vigentes en la civilización europea, que vivía el cambio del Medioevo a la Modernidad a través una profunda inquietud y con grandes aspiraciones de reforma. La espiritualidad del otoño de la Edad Media invitaba al cristiano a separarse del mundo para perfeccionar su existencia y vivir en plenitud la verdad apostólica del cristianismo. Los anhelos de vivir intensamente la vita vere apostolica aparecieron ya en los distintos movimientos religiosos que proliferaron desde el siglo X en toda Europa occidental. A partir del siglo XII se acrecentó el fervor religioso popular, favorecido tanto por factores sociales como políticos. Con frecuencia, algunos de estos movimientos religiosos unían al descontento social producido por la opresión de la sociedad feudal, una actitud de protesta rayana en la herejía, basada tanto en la elección de la pobreza voluntaria como camino a la santidad cuanto en la negación de la obediencia a la ley y la negación del pecado.
América surgió como el lugar físico donde resolver estas inquietudes y realizar la Utopía. Todos estos anhelos estaban en las reformas institucionales y sociales mediante las que el obispo Vasco de Quiroga quería reestructurar las comunidades indígenas disgregadas por la Conquista; en la reformación universal de las Indias propuesta por Las Casas; en la utopía religiosa y política de los franciscanos de México o de los jesuitas en Paraguay y en los mismos delirios de los Conquistadores, quienes buscaban El Dorado, las siete ciudades de oro o la fuente de la juventud. En América, la inquietud religiosa intentó sacar adelante un proyecto alternativo, en el que el recuerdo de las comunidades cristianas primitivas, reelaborado desde una perspectiva erasmista o milenarista, ofrecía una representación utópica de una sociedad radicalmente diversa. Casi todos los cronistas, desde Colón hasta los oficiales de la Corona, describieron América en términos propios del Renacimiento y de sus utopías. La antigüedad clásica era tenida como la referencia válida y el modelo pleno de autoridad. Este conocimiento erudito del pasado, arcaico y anacrónico era el conocimiento objetivo que Europa había desarrollado al terminar la Edad Media y fue el que se empleó para estudiar la realidad americana. En ese sentido se podía afirmar que Europa inventó América.
La Utopía de Moro sentó las bases para la renovación del pensamiento político europeo; pero la Utopía de Moro no debe leerse desconociendo dos libros anteriores a ella: Las cartas de Américo Vespucio y Las Décadas de Pedro Mártir de Anglería.
Pedro Mártir de Anglería (1456-1526) fue un humanista italiano, autor de la primera historia general de América. Pasó su juventud en Roma, protegido por el cardenal Ascanio Sforza. En 1488 viajó a España en el séquito de Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, embajador de España en la Santa Sede. Vivió en la corte de los Reyes Católicos y en 1492 tomó parte en la conquista de Granada. Ese mismo año se ordenó sacerdote y sirvió como capellán de la reina desde 1501. Después de la muerte de Isabel la Católica en 1504, sirvió al rey Fernando y a la nueva reina de Castilla, doña Juana. Tras la muerte de Fernando el Católico en 1516, sirvió al emperador Carlos V. En 1518 fue nombrado consejero de Indias. Dos años más tarde le encomendó las funciones de cronista. En 1523 fue nombrado arcipreste de Ocaña y en 1524 abad de Jamaica. Pedro Mártir de Anglería murió en 1526.
En su función de cronista de la corte, recabó información sobre América, aunque sin conocerla personalmente. Entrevistó a los viajeros que regresaban del Caribe, tales como Cristóbal Colón, Américo Vespucio o Fernando de Magallanes, e incluso a conquistadores, como Hernán Cortés. Todos los datos que reunió sirvieron de base para su futura obra, las Décadas de Orbe Novo o Décadas del Nuevo Mundo. Esta obra fue escrita entre 1494 y 1526. La primera parte de ella, la primera década, se publicó en Sevilla en 1511, sin autorización de Anglería. El mismo se encargaría de publicar las siguientes tres partes, cinco años después, en Alcalá de Henares. La obra completa no se publicó hasta 1550, 24 años después de la muerte del autor.
Desde el inicio de su publicación por entregas en 1511, las Décadas gozaron de una gran popularidad. En ellas se encontraban ya los primeros elementos constituyentes de las percepciones del hombre americano, tales como su condición natural. Esta idea alcanzaría posteriormente su mayor desarrollo en las obras de Rousseau, quien elaboró una filosofía naturalista de encomio al buen salvaje. Mártir de Anglería describió una sabiduría americana y una teoría sobre la propiedad, la ausencia de la propiedad privada. Esta idea fue asombrosa para los europeos, provenientes de un mundo en el cual había que respetar los bienes ajenos.
En 1534, una editora de Lyon, la casa Notre Dame de Comfort, publicó un breve libro que marcó el imaginario occidental, las Nouvelles certaines des isles du Pérou, de autor anónimo. La obra narraba la captura de Atahualpa por Pizarro, ocurrida en Cajamarca en noviembre de 1532, menos de dos años después de ocurridos los hechos. Informa sobre la ejecución de Atahualpa y el transporte del oro y de la plata del rescate regio hacia España. El padre Bartolomé de las Casas, que se encontraba en Santo Domingo, dio testimonio de que los barcos con el rescate de Atahualpa viajaron a España. Las Nouvelles certaines des isles du Pérou popularizaron en Francia y Europa la creencia en la riqueza inmensa del Perú. Las Nouvelles certaines debieron emplear como fuente a una crónica española, tal vez la de Pedro Sancho o bien la de Francisco de Xeres, que ya circulaba como manuscrito.
Estos libros crearon un ambiente de fascinación por el Perú y prepararon el terreno para que el Inca Garcilaso asombrara al mundo con su descripción de la organización del Imperio Inca.
Flores Galindo propuso que el futuro descrito en las utopías de Garcilaso y de Guaman Poma y de los inconformistas indios se revelaban como una discontinuidad de la historia vigente, de manera que si bien ciertas condiciones habían prevalecido por un tiempo tan prolongado, la fuerza de la cultura andina podría desviar el curso de la historia hacia un rumbo completamente distinto. El tiempo de dominación española que los hombres andinos habían vivido no podía ser tenido como la guía para el futuro de la sociedad andina. El pasado andino ofrecía una medida de lo dramático que podía ser el cambio. En la historia del Viejo Mundo, el judaísmo adoptó este enfoque dramático y asumió que en algún momento ocurriría la venida del Mesías. El cristianismo heredó la escatología judía y desarrolló un interés desmedido por la historia en el convencimiento de que el futuro sería alterado por un cambio dramático. El cristianismo creía en el final catastrófico de la historia humana. En el Evangelio según san Marcos, Jesús profetizó:
Pero en estos días... el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz... Y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo entre las nubes con gran poder y gloria (Marcos: XIII, 24-26).
El Apocalipsis anunció un reino de Cristo que duraría 1.000 años, seguido de un retorno de Satán y un período de pruebas terribles para los cristianos. El reino del Anticristo culminaría con la segunda venida de Cristo y resurrección de quienes finalmente se salvarían (Apocalipsis: XXI, 4-10). El cristianismo creía tanto en el fin de la historia como en el futuro apocalíptico o milenarista, el siglo futuro del que Cristo sería señor. Durante la Baja Edad Media, los escritores cristianos recopilaron anales de sus tiempos sin presagiar los hechos futuros. Sin embargo, esta actitud comenzó a cambiar en los siglos XII y XIII. Desde entonces se desarrolló un pensamiento cristiano dramático acerca del futuro. Surgió una escuela apocalíptica cristiana de gran vitalidad. Se aceptó que la intervención divina interrumpiría el curso normal de la historia. La intervención divina marcaría el futuro sin importar lo que los hombres hubieran podido hacer. Varios teólogos del siglo XII especularon sobre el reino del Anticristo. Según el Evangelio según san Mateo el reino del Anticristo antecedería al Día del Juicio Final. Joaquín de Fiore, el primer profeta apocalíptico cristiano de la Edad Media, desarrolló una teoría de las edades históricas basada en la revelación progresiva de las personas de la Santísima Trinidad, convencido de la realidad del reino del Anticristo y de la segunda venida del Salvador.
La búsqueda de analogías históricas también se aplicó para la comprensión del Nuevo Mundo. Nuevo mundo y fin del mundo: se formó una idea apocalíptica de América, donde la realidad del continente fue interpretada a través del texto de las Revelaciones. La tendencia para encontrar en el pasado la anticipación del descubrimiento yacía profundamente en la mentalidad europea. Así el tema de la Edad de Oro fue el punto de partida para la tradición utópica que se desarrolló al tomar contacto los conquistadores y los misioneros con las poblaciones americanas.
Cristóbal Colón en la carta al preceptor del príncipe don Juan realizó una lectura figurativa de la historia, de acuerdo al método exegético propio del cristianismo medieval. Allí nació el vínculo entre la Conquista de América y el advenimiento de los últimos tiempos. Nada de esto había aparecido con la expansión colonial en África y en India. La importante tradición franciscana, incluso heterodoxa, de Castilla en el tiempo de Colón favoreció las interpretaciones apocalípticas de la empresa ultramarina. La tradición franciscana, propensa a las profecías, cumplió un rol principal en la elaboración de las crónicas de la Conquista, especialmente de México, interpretando el Apocalipsis a partir de una visión milenarista. Marcel Bataillon resaltó los temas y esperanzas utópicas relacionadas al descubrimiento de América y la construcción de la nueva sociedad cristiana en el Nuevo Mundo.
La tradición de profecías apocalípticas floreció con el inicio de la Modernidad y produjo en el siglo XVI al profeta más ambiguo de Occidente, Nostradamus. El anunció guerras, asesinatos y grandes batallas. Las profecías apocalípticas estuvieron presentes en el pensamiento del reformador Martín Lutero y en el ideario de la Guerra Civil inglesa del siglo XVII. Muchos milenaristas emigraron a Estados Unidos en búsqueda de un espacio donde desarrollar libremente sus ideas o, al menos, donde disponer de tolerancia religiosa suficiente para pensarlas. Norteamérica se convirtió en el centro de acogida para el pensamiento apocalíptico. Las principales corrientes del protestantismo norteamericano se hicieron más conservadoras en el siglo XIX, pero las profecías religiosas siguieron siendo una parte importante de ellas. Ya en el siglo XX, los adventistas trajeron a los Andes estas versiones apocalípticas desarrolladas en Norteamérica y produjeron un nuevo renacer cristiano andino.

Los Andes ante Occidente

El fracaso en triunfar con las técnicas occidentales luego de dos siglos de vida independiente ha llevado a algunos a volverse al interior del país para imaginar un modelo de desarrollo que no significase la ruina de las sociedades campesinas y de la tradición andina. Ellas mismas debían demostrar ser capaces de generar soluciones a los desafíos que planteaba la sociedad capitalista. En ese sentido no se descubría un valor económico eficiente a la recolección de técnicas tradicionales, conocimientos astronómicos o uso del agua antiguos. Más bien estas conductas se presentaban como reacciones románticas antimodernas. Las sociedades modernas exigían organizaciones globales y respuestas a los requerimientos globales. Se podía discutir las características de los requerimientos, pero no su naturaleza de globales. La integración que demandaban las sociedades modernas volvía irracional cualquier planteamiento que se restringiese a lo puramente local, a la identidad particular de los seres humanos. Volvía el tema que ya estaba en Benjamín, ¿cuál es el valor de la experiencia individual, o, en este caso de un grupo especial de individuos, frente a la totalidad?
La utopía andina seducía a Flores ofreciéndole la imagen de un mundo mejor y posible. Flores asumió la utopía andina. Al estudiar a la gente andina descubrió que poseían una voluntad de vida de inmensa capacidad creativa. Para vivir los hombres andinos desarrollaron sus sueños y esperanzas. Unos se dedicaron al arte, como Arguedas y Scorza. Otros buscaron el consuelo de la religión, como aquel Tadeo Escalante que pintó los muros de la Iglesia de Huaro o los actuales israelitas del Nuevo Pacto. Otros se dedicaron al conocimiento como solución a las frustraciones de la existencia. La utopía andina estaba detrás de cualquiera de estas formas. Garcilaso fue el primero en enfrentar el conocimiento de la utopía andina y Flores Galindo ha continuado sus pasos.
El orden colonial había creado una sociedad dividida en grupos opuestos. La división de la sociedad no respondía a la capacidad de los hombres sino a una coerción externa a ellos. El régimen colonial ataba la vida de los hombres andinos a reglas establecidas por una economía de enclave o de expolio, que no prestaba atención a las necesidades o a las habilidades de la población originaria. Al ser asignados como mitayos para poder pagar el tributo, se hacía equivalente el trabajo de los hombres andinos con su opresión. La forma de trabajo establecida, la prestación forzada de servicios para poder pagar tributos a la Corona, hacía imposible cualquier valoración positiva de la labor del hombre andino y de la sociedad andina en su conjunto. La socialización de los hombres andinos mediante el trabajo establecida por el sistema colonial ocurría con completa independencia de la voluntad de ellos y de las necesidades de sus comunidades. La producción económica, relacionada a la actividad minera y al circuito comercial creado alrededor de ella, no permitía a los hombres andinos participar en la decisión de qué o cuánto producir ni tampoco participar en la determinación del valor de aquello que habían producido. De esta manera negaba cualquier valor al trabajo del hombre andino.
La revaloración de lo andino se convertía en un tema universal, ya que representaba la recuperación de la dignidad del hombre. Por ello lo andino, al ser transpuesto a un nuevo orden social adquiría un carácter diferente, no era un regreso al pasado como copia de él, sino como recreación. El régimen colonial no había permitido a los hombres escoger su destino: cada uno debía aceptar la posición que le había sido asignada. Por ello el régimen colonial contradecía la libertad y la convertía en una idea abstracta, que existía solamente en el terreno de lo imaginario, en los límites de la utopía.
Flores creía que bajo este régimen no existía una unidad inmediata de la racionalidad y la realidad. La unidad solamente se alcanzaría al final de un largo proceso, con la identidad del hombre reestablecido como ser libre y actuando como criatura racional, conciente de sus potencialidades. La opción de la utopía andina (y también del socialismo) fue que siempre que existiese una separación entre lo real y lo utópico, sería necesario actuar sobre lo real y modificarlo para adecuarlo a lo utópico. En tanto que la realidad no fuese racional seguiría negando su verdad íntima. Lo real es lo que está de acuerdo a las normas de racionalidad, lo real en el mundo andino debía estar de acuerdo con aquellas normas creadas por los hombres andinos, con la racionalidad andina, con las formas con que los hombres aquí habían sido capaces de organizar su mundo. Una forma impuesta de racionalidad, en la medida que violentaba la libertad del hombre, contradecía la realidad. La nación peruana solamente se volvería realidad cuando alcanzase correspondencia con las potencialidades del hombre andino y permitiera su pleno desarrollo. La nación propuesta por la sociedad criolla, costeña y alienada nunca sería real porque negaba la capacidad misma de los pobladores andinos para decidir su futuro.
La racionalidad para Flores era tanto crítica como polémica. El se oponía a la aceptación acrítica del estado de cosas tal como nos era dado. Negaba la hegemonía de cualquier forma de pensamiento que rechazase la realización completa de la potencialidad del ser humano. Los utópicos andinos habían demostrado la dignidad del hombre andino, este aprendería a sentirla y no solo reclamaría sus derechos, sino que los tomaría libremente.
El Estado que Flores Galindo conoció en su juventud era un estado en crisis, incapaz de resolver los problemas que le planteaban las grandes transformaciones sociales que vivía el país. El Estado era el botín para la oligarquía y el ejército. En el Perú de la juventud de Flores seguía existiendo la servidumbre campesina y la marginación de los inmigrantes andinos. El Perú carecía de una clase media fuerte y políticamente conciente, capaz de dirigir la lucha contra la oligarquía. La oligarquía había gobernado un país sin oposición. Las clases medias urbanas no eran capaces de organizar una oposición seria y, al contrario, estaban sometidas a la oligarquía, incluso se diría que cautivadas por ella. Las protestas contra el orden social imperante en el país nunca habían logrado evolucionar hacia un movimiento revolucionario.
La introducción del adventismo en Perú y luego de otros cultos había significado para muchos la enseñanza que la libertad era un valor interior compatible con la servidumbre en la vida real. La labor del Opus Dei y del Sodalicium conducía a lo mismo, aunque en este caso la prédica había estado dirigida a quienes ejercían el sometimiento: el trabajo y la pobreza eran dones de Dios y uno debía aprender a vivir la santidad con ellos. Dentro del catolicismo mismo nunca se desarrolló la idea de una libertad cristiana que exigiese su realización en las condiciones externas. En este sentido la utopía andina se volvía herética e incluso anticristiana, ya que exigía buscar la satisfacción de las necesidades del hombre en la realización de la vida en el mundo exterior y no en el mundo interior.
La cultura criolla durante la República intentó crear un mundo ajeno a la miserable realidad social del país (Lima, ciudad jardín; la Arcadia colonial). Mariátegui criticó esta descripción del país y la consideró una alucinación. Su análisis intentaba reconciliar la tradición occidental (ya que el socialismo era herencia de esta tradición occidental) con la realidad social. Flores Galindo volvió a intentarlo en su tiempo. Sostenía que las clases educadas del Perú se habían aislado de los problemas concretos del país y por ello se habían vuelto incapaces para asumir la racionalidad andina y aplicarla a la remodelación de la sociedad. Estas clases buscaron sus realizaciones en la ciencia, el arte, la filosofía y la religión. Sin embargo, dado que estaban aislados de la corriente principal de la humanidad de este país, sus realizaciones fueron imitaciones de las heredadas de Occidente y resultaron mediocres y epigonales. Su cultura cambiaba los valores actuales por valores imaginados. Así, reclamaban libertad de pensamiento antes que libertad de acción, moralidad antes que justicia y vida interior antes que vida social. Los valores imaginados por la oligarquía renunciaban a transformar el mundo y cedían la iniciativa en la creación de una nueva cultura ciudadana. Esta cultura criolla, defendida por Víctor Andrés Belaúnde, ajena a la intolerable realidad nacional, buscó conservarse intacta como depositaria de verdades que no habían sido realizadas en la historia del país. Por eso se convirtió en un falso consuelo y una falsa glorificación. La ciencia social propuesta por las elites criollas quería interpretar la vida social a partir de unas supuestas leyes inmutables, justamente aquellas que daban razón de ser a las elites criollas. Cuando los historiadores tradicionales describían la peruanidad buscaban hallar los rasgos habituales de las elites criollas para construir un concepto ucrónico de nuestra sociedad.
Flores, nacido en un mundo criollo, urbano, limeño de clase media, intentó escapar a la tendencia de convertir al pensamiento en un refugio y asumió la racionalidad de la utopía andina. Formó su pensamiento crítico a partir de ella y logró abandonar la indiferencia tradicional con que se tomaba la historia. Hizo de su filosofía un factor histórico concreto, dando tanto valor a las ideas como a los hechos, admitiendo que
Los comportamientos y las mentalidades son tan reales y vigentes como los llamados fenómenos objetivos. (p. 176)
Flores también intentó rescatar a la historia nacional del ataque al que la había sometido la crítica marxista ortodoxa, encarnada por Heraclio Bonilla. Flores siempre había resaltado la función moral de la historia, su derecho a dejarnos una enseñanza para orientar nuestros esfuerzos en busca de mejorar nuestra sociedad. El quería adaptar las leyes y conceptos universalmente válidos descritos por Marx a la realidad multiforme del Perú. Intentó convertir lo individual del Perú, la opresión del hombre andino, en un caso universal de la opresión. La pregunta que debía responderse era si la racionalidad andina ofrecía leyes y conceptos que podían constituirse como normas universales de la Razón. Lo que se investigaba era la validez de la racionalidad andina, demostrar que la experiencia intelectual en los Andes era una forma igualmente válida para llegar al mundo de nuestro tiempo. El investigó si era posible construir un orden racional y justo a partir de la utopía andina, es decir, si ésta era algo más que una fantasía individual o un estallido de rabia colectiva. El descubrió que
… el indigenismo, el APRA, el socialismo de Mariátegui. Todas ellas, al margen de discrepancias y contraposiciones, fueron tributarias de la utopía andina. Resquebrajaron un orden ideológico hasta entonces hegemonizado de manera excluyente por la oligarquía. (p. 288)
Sin embargo, la crítica de la doctrina marxista partía de la afirmación de que no se podía reclamar la existencia de leyes universales del devenir histórico, que las identidades que nosotros reconocemos simplemente son fruto de la costumbre o del hábito. Si uno renuncia a la validez racional universal, todos los procesos quedan sometidos a la vida empírica. De esta manera se pierde cualquier destino histórico del hombre y las condiciones reales de vida escapan a su control.
La crítica que hacía Flores de la sociedad partía de la revelación de las raíces negativas de ella. Flores creía que la definición que hicieron los criollos de la peruanidad surgió de una negatividad esencial, la negación de la raíz andina de este país, la negación de su historia propia y de su cultura diferente a la occidental. Esta negatividad fue la causa determinante del fracaso del proyecto nacional criollo. El proyecto criollo, como lo había definido Víctor Andrés Belaúnde, partía de la aceptación de lo dado y de la autoridad final de los hechos tal como existían. Los hombres andinos, derrotados durante la Conquista, nunca más podrían prevalecer. Por eso su actitud era conservadora y satisfacían su pensamiento con los hechos, renunciando a cualquier trasgresión más allá del estado de cosas dado. Los historiadores tradicionales consideraban a cualquier formación social anterior como un estadio previo de la peruanidad. Para Flores, la historia escrita por los criollos no poseía autoridad y sus hechos habían sido puestos a propósito, para justificar la situación de predominio que habían conseguido. La verificación histórica tradicional radicaba en la justificación racional del proceso y no podía imaginar una transformación de la sociedad que significara una ruptura con el orden presente heredado de la Conquista española. La utopía andina buscaba el encuentro entre la historia y la realidad de la racionalidad, para interrumpir el desarrollo de este orden opresivo para el hombre andino. Desde el punto de vista de la historiografía tradicional era necesario justificar el orden existente, por lo que cualquier perturbación del pasado tal como había sido consagrado por la República oligárquica resultaba una perturbación del sano progreso social y un ataque a la peruanidad. Los historiadores tradicionales como Iwasaki eran concientes de que
La voluntad de comprendernos a nosotros mismos a través de la contemplación de nuestra historia ha sido una constante en la búsqueda de una conciencia del ser nacional. (Iwasaki, p. 1)
Esta voluntad había dado origen a dos fenómenos diferentes: la conciencia histórica y la conciencia de la crisis. La conciencia histórica actualizaba lo insustituible, peculiar e individual, lo que nos estaba fundado en un valor general. Para Iwasaki solamente la conciencia histórica era la manifestación auténtica de la identidad nacional. La conciencia de la crisis, en cambio, aparecía en momentos críticos, dando la sensación de transformación y cambio en la historia. Para él, el problema de identidad del Perú se había producido debido a que la conciencia de la crisis se generalizó hasta ser aceptada por todos los peruanos como la conciencia histórica. Para él los historiadores marxistas arruinaron al Perú al crear la falacia de la No-Nación:
De alguna manera, todo esto es lo que han hecho con la nación peruana los historiadores marxistas: convertirla en una entelequia barata y en una utopía apocalíptica. (Iwasaki)
Luego de descalificar a todos los que se pronunciaron por la transformación y el cambio, reclamaba a los modernos sociólogos que no se limitaran a plantear el problema del Perú como nación sino que contribuyeran a su solución, a la construcción de una sociedad más libre, justa y democrática, sin dar valor a su postura crítica ni a las pretensiones de la utopía andina, una utopía socialista.
Contra esta postura se revelaba Flores. La racionalidad andina requería una práctica histórica real para cumplirse. La utopía andina buscaba abandonar el terreno de lo imaginario y establecerse en lo real.
El Perú en la actualidad, está viviendo quizás, lo que Europa vivió en el siglo XIX. Este último fue para el Viejo Mundo un siglo de búsqueda de la identidad nacional. (Mesa redonda: la utopía andina. Publicado en Utopía. Revistas de política y cultura. Lima. Año I Nº 1. Enero de 1990, reproducido en Kapsoli: Modernidad y tradición p. 228)
Para comprender estas afirmaciones de Flores era necesario ubicarse en el marco cultural del Perú de las décadas de 1960 y 1970. El Perú vivía el desborde popular, la primera transformación, llevada a cabo por las migraciones desde los Andes hacia las ciudades costeras. El Perú vivía el fracaso del reformismo civil y los primeros experimentos de insurgencia moderna. El impacto de la revolución cubana era profundo, sobretodo entre la juventud intelectual. Ya había caído la dictadura de Odría, una de las formas más crueles y primitivas de gobierno militar, que había aterrorizado al país con delaciones y arrestos imprevistos. Los militares habían logrado un acuerdo con Acción Popular para impedir el ascenso del APRA al gobierno, eliminándose así el principal obstáculo para un gobierno civil relativamente centralizado y funcional. Sin embargo el resultado de este acuerdo no fue satisfactorio y finalmente las Fuerzas Armadas volvieron a tomar el control del Estado para iniciar una reforma de la sociedad desde arriba.
Sin la oposición e incluso con cierto apoyo del Estado, creció un espíritu crítico de las condiciones de la sociedad. Los problemas políticos y sociales eran discutidos en las universidades en términos marxistas, se exaltaba la dignidad del hombre andino y su derecho a realizar su vida de acuerdo a sus propios patrones culturales. Se celebró la consagración del quechua como lengua oficial. Se exaltaba la justicia social. Sin embargo, a muchos de estos jóvenes intelectuales les seguía impresionando la revolución cubana y las transformaciones sociales que había producido y les indignaba el contraste entre los potenciales sociales y la situación real del país. Muchos de estos jóvenes intelectuales se convencieron de que no había la menor posibilidad de que los derechos del hombre ocuparan el lugar que merecían en la sociedad existente y terminaron evolucionando hacia el extremismo de izquierda. Estos jóvenes rojos cantaban entonces y seguirían cantando hasta el fin de siglo canciones de protesta, harían plantones y gritarían contra los dictadores, aunque con bastante certeza se podría afirmar que todas esas protesta no hacían ninguna mella en el régimen dominante. Esto no significaba negar la posibilidad de realizar reformas en la situación existente, sino creer que ninguna de estas reformas podía alterar la real naturaleza del régimen instaurado.
Este ambiente fue propicio para los retornos al pasado y la búsqueda de un momento en que hubiera unidad entre la racionalidad y la realidad de la vida. En esta búsqueda Flores encontró la utopía andina. La utopía andina constituyó la totalidad de proyectos del hombre andino para enfrentarse a la irrupción de Occidente, el sustento ideológico de su respuesta frente a la dominación. La utopía andina no fue un concepto metafísico surgido al margen del tiempo, sino un desarrollo histórico y, por lo mismo, variable.
Flores Galindo en La imagen y el espejo: La historiografía peruana 1910-1986 afirmó que las pretensiones de los historiadores peruanos de elaborar una historia del Perú, donde se imponía la primacía de una de ellas, la tradición criolla, terminó conduciendo a la necesidad de romper el modelo especular del conocimiento establecido por los positivistas peruanos Javier Prado (1871-1921), Alejandro Deustua (1849-1945), Jorge Polar Vargas (1856-1932), Manuel González Prada (1848-1918), Mariano H. Cornejo (1866-1942), Manuel Vicente Villarán (1873-1918) y Mariano Iberico (1892-1974), para aceptar en su lugar la posibilidad de la existencia de diferentes historias del Perú, tanto en el sentido de reconstrucciones alternativas de los acontecimientos, como de líneas de desarrollo de los acontecimientos mismos.
De esta manera llegamos al fin de una forma de entender la historia peruana. De 1920 a 1986, se ha pasado de la búsqueda afanosa de un alma, que era en realidad un espejo en el que se reflejaban los deseos particulares de ciertos intelectuales, al descubrimiento de los otros: el rostro múltiple de un país conformado por varias tradiciones culturales. (Alberto Flores Galindo, La imagen y el espejo, en: Revista Márgenes, Lima: No. 4, 1988. p. 78)
Flores se interrogó sobre la relación entre los hombres andinos y un Estado que no satisfacía sus necesidades, sino que existía como una institución extraña y opresiva que no los reconocía como ciudadanos. El Estado incaico había conseguido un nivel de legitimidad que nunca se repitió en este país. El Estado colonial se impuso sobre los hombres andinos y adoptó las instituciones del Estado inca para reclamarles prestaciones, pero no mantuvo las relaciones de reciprocidad y redistribución establecidas antes que legitimaban su existencia. Al iniciarse la República el Estado peruano seguía definiéndose como el Estado colonial, que reconocía una relación asimétrica sobre las personas bajo su jurisdicción. Las clases dominantes continuaban aprovechándose del Estado para dominar a los oprimidos, a los que no se permitía participar en el gobierno del país. Este Estado no se apoyaba en el consentimiento de los hombres andinos, a los que no reconocía ni siquiera la condición de ciudadanos. Los hombres andinos tenían derechos restringidos dentro de este Estado, que incluso los trataba como un peligro interno del que defenderse, la tan temida “guerra de castas”. En el Perú el Estado no siempre había sido así. Flores planteó que, antes de la venida de los españoles, el Estado, representado por la figura del Inca, había mantenido una relación armónica con los hombres gobernados. La Conquista destruyó este orden social y causó la pérdida de la libertad de los hombres andinos. El poder cayó en manos de un grupo privilegiado, que condenaba a la vasta masa de hombres andinos a la pérdida del bien común que antes habían poseído. El mundo andino dejó de pertenecer a los hombres andinos y se convirtió en un mundo extraño, gobernado por leyes extrañas, un mundo en que la vida humana estaba frustrada. Flores buscaba una vía para restaurar la unidad entre el hombre andino y su mundo y sus respuestas desde un principio estuvieron orientadas por su formación religiosa. Sin embargo, la respuesta de Flores no era religiosa en el sentido católico de lo religioso, separado de una acción política y eficaz. Su respuesta era filosófica en el sentido humanista, tal como el de Erasmo. Flores buscó recuperar el momento en que pensaba que había existido unidad entre el bienestar del hombre andino y la sociedad. Cuando esta unidad se perdió, la vida del hombre andino quedó a merced de las contradicciones de la sociedad. Los deseos de los hombres andinos quedaron relegados al mundo de lo imaginario, cuya libertad luchaba contra la opresión y la incertidumbre de la vida real. La labor de historiador de Flores Galindo tuvo una misión: analizar las contradicciones que encerraba la sociedad para recuperar y construir un mundo acorde con la dignidad humana.
Flores Galindo quería acercar las ideas de Occidente a la fuerza mesiánica de la cultura andina y ejercía una labor voluntarista, porque trataba categorías que no eran homólogas. Pensando en castellano y quechua, fundiendo a los dos idiomas para crea uno nuevo, no conseguía que el castellano y el quechua se volviesen idénticos, como no se volvían idénticos a la ciudad y la comunidad. Igualmente, el marxismo como revolución no era idéntico a la inversión del mundo, el pachacuti. El marxismo se erigió en crítica científica de la sociedad existente al revelar la verdadera naturaleza de las relaciones humanas en una época determinada. Toda crítica social que no investigara el fundamento de esas relaciones se revelaba como dogmática y no podía trascender el dominio de lo imaginario hacia lo real. Flores entendía que no podía hacer la crítica de la sociedad que la Conquista había creado si permanecía en la ira. Hubo quiénes confundieron esto y creyeron que la visión de Flores se acercaba al maoísmo de Sendero Luminoso. Tal vez el mismo Flores Galindo se encontraba confundido en los límites de su investigación. En el Perú de la década de 1980, revolución y marxismo se confundieron con terrorismo: en el Perú hubo quienes leyeron en sus páginas una justificación de la insurrección senderista. La crítica social de Flores era subversiva, pero su subversión no era senderista.
Los planteamientos de la utopía andina tenían puntos de encuentro con la aparición de las herejías. Ellas no se formaron en los momentos de hundimiento del Estado, sea del español antes de la Independencia o del peruano luego de la guerra con Chile, ni en los momentos de reconstrucción, sino cuando se resquebraja un orden ya existente y sus mismos abusos permitían a los disidentes un mínimo de reflexión. Las condiciones para a la aparición de las versiones contestatarias de la historia peruana han requerido del establecimiento de un estado centralizado con presencia en todo el país, de cierto grado de toma de conciencia de la población en general y de la decadencia de la oligarquía.
La historia, tal como la pensaba Flores, no era una indagación de la realidad sino su origen, al tiempo que era una reflexión y por ello un testimonio. La realidad histórica solamente volvía comprensible por su enunciación. Los hechos históricos solamente lograban su realidad al ser narrados. Esta doctrina filosófica tenía raíces profundas en la tradición occidental y puede encontrarse ya en Platón. Los escritos de Flores Galindo poseían rasgos platónicos, aunque sus recusaciones se alejan del espíritu griego. Flores Galindo veía a la historia como una realidad racional, pero al mismo tiempo sentía que era una razón mágica. Describió esta relación citando a Arguedas: que el socialismo (porque para él el socialismo era el método de la historia) no había matado lo mágico. Para él la magia significaba entusiasmo y él perteneció a una generación entusiasta. Vio la revolución de Mayo del 68 y quiso comprender y transformar a la historia, encontrar en ella una línea de continuidad entre el pasado y el presente, un elemento fundador de la identidad peruana. Flores Galindo descubría en la historia un espíritu revolucionario y por ello su trabajo se volvía una incitación a la acción. En la base de su trabajo se encontraba la valoración positiva de lo andino, el reconocimiento de sus diferencias y de su importancia como modelo de desarrollo en el Perú. Para Flores existían tres rasgos característicos de la utopía andina que la convertían en un fundamento ideológico adecuado para organizar la sociedad: permitía el desarrollo de identidades colectivas, daba cuenta de una constante reactivación del pensamiento utópico en determinadas circunstancias y, finalmente, aludía a la apropiación que los diferentes grupos sociales de la colonia y la República hicieron de dicha categoría. Para Flores Galindo, la historia del Perú tenía ímpetu, no era una carga, sino que podía llevarnos en un viaje de aventura. Lamentablemente los veinte años posteriores a la publicación de Buscando un Inca pueden verse como un desengaño, como una decepción para las grandes esperanzas de su autor.
Flores Galindo fue un hombre tardío, que se limitó a contemplar, ya que no pudo actuar. Guiado por el racionalismo occidental, buscó una racionalidad andina como alternativa a irracionalidad establecida por la Conquista. La racionalidad se podía entender en dos sentidos: tanto lo que es como lo que debe ser. Por ello la obligación que Flores buscaba aspiraba a convertirse en acción. Flores entendió la incitación de la racionalidad andina para convertir la utopía andina en una realidad eficiente por la concordancia que encontraba entre los acontecimientos que el narraba y la razón que los explicaba. Flores pensó que en la sociedad y la historia se encontraba una dimensión del acontecer de la verdad. En ese sentido existía el riesgo para Flores de construir una metafísica de la sociedad y de la historia donde carecía de sentido el individuo, pues los individuos siempre estaban condicionados por la sociedad en la que vivían y la historia en la que se habían formado, y no eran libres de vivir según sus ideales. Pero Flores Galindo no se limitó a la comprensión de lo dado sino que buscó entender las épocas a partir de la subjetividad de los hombres que las vivieron.
La postura de Flores dio lugar a una división. La división de los pensamientos ha ocurrido varias veces en el ideario peruano. A veces, incluso en la misma vida de un hombre, como Vargas Llosa, el último de los españoles “extirpadores de idolatrías”. Vargas Llosa ganó una mala imagen por sus críticas desequilibradas a la obra de Arguedas, a quien acusaba de ser en la práctica el padre de la crisis política que vivía el país. La división entre una izquierda parlamentaria y otra subversiva había ocurrido durante la juventud de Flores Galindo. El presenció la división entre la intelectualidad. Entre sus colegas historiadores se habían formado dos grupos: aquellos que producían una historia despolitizada que se pretendía académica y otra, encerrada en el Perú, interesada en el público inmediato conformado por estudiantes universitarios, inmigrantes, habitantes de barrios marginales. Entre ellos las propuestas de Flores Galindo encontraron su mayor audiencia. Pero esta misma población fue en la que se gestó el senderismo. Algunos han propuesto que la utopía andina habría tenido una versión extremista y violenta en el senderismo. Sin embargo, críticos como Vargas Llosa planteaban que la utopía andina siempre fue extremista y violenta y que no podía ser de otra manera. Si los levantamientos que ocurrieron durante el siglo XVIII tuvieron carácter milenarista y mesiánico, entonces era verdad que la utopía andina ya una vez se había vuelto violenta, y por lo tanto no tenía ningún valor para establecer un consenso y traer paz a la sociedad. Además el pensamiento de izquierda en el Perú desde sus orígenes se ha visto afectado por el uso de los calificativos violento y subversivo. A quienes militaron en la izquierda en la década de 1980 les resultaba difícil sacarse el epíteto de terrorista. Se llegó a usar la filiación socialista como una manera de descalificar a las personas, aunque nunca hubieran tenido participación alguna en hechos violentos, ni que decir en acciones armadas. Gran parte de la responsabilidad en esta mala imagen correspondió a las propias personas de militancia izquierdista, ya que no supieron tomar distancia de estos movimientos violentos.
La obra de Flores fue seguida de nuevos textos que recogían y ampliaban la visión contenida en Buscando un Inca. Como sucede con las obras que definen una época, la utopía andina se volvió una idea de culto. Sin embargo, el mismo Flores Galindo no pudo concluir sus esfuerzos. A fines de 1988 se le diagnosticó cáncer. En un texto escrito poco antes de morir reafirmó sus esperanzas en un proyecto socialista que recuperara las tradiciones andinas. Sus esperanzas no tuvieron un grupo que la recogiera y supiera continuarlas. Muchos intelectuales se habían vuelto sectarios, otros aguardaban silencio, otros se habían migrado. Si acaso Flores había creado una escuela, el maestro era lo más importante.
El contexto en el que Flores Galindo pensó el tema de la utopía andina estuvo marcado por una de las crisis más duras que ha vivido el Perú. Sendero Luminoso puso en evidencia la fragilidad de la imagen que se tenía del país al restaurarse el orden constitucional en 1980, y planteó un conjunto de interrogantes sobre lo andino que ya se creían resueltas: la pobreza y el retraso, la exclusión de la vida política (tanto impuesta como escogida), la fragmentación espiritual y la negación de la nacionalidad, tanto de su existencia como de tomar parte en ella. Sin ese contexto no se podría entender la construcción de la utopía andina que emprendió Flores. El discurso que el había propuesto intentaba ser un proyecto alternativo para un país carente de proyectos que comprometieran a las grandes mayorías. Era un intento por recuperar la tradición andina como base del futuro proyecto de la sociedad peruana. La utopía andina se presentó como un mecanismo de continuidad histórica.
En las elecciones presidenciales de 1990 participó una izquierda carente de propuestas que desapareció como fuerza electoral nacional. Esa situación no ha cambiado desde entonces.
En 1987, Vargas Llosa se había convertido en líder político nacional al encabezar la protesta contra la nacionalización del sistema financiero decretada por el gobierno de Alan García. En ese momento Flores Galindo era profesor en la Universidad Católica. Buscando un inca era ya uno de los libros más influyentes publicados en el Perú en la década. En 1989, Vargas Llosa fue designado candidato presidencial de la derecha peruana. Ese mismo año, Flores Galindo luchaba contra la enfermedad. Una espontánea campaña económica había permitido su traslado a un hospital de Nueva York. Era evidente el paralelo con las agonías de Mariátegui y Arguedas, y el propio Flores Galindo intentó evitar su elevación al panteón ideológico de la izquierda.
No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas, todo lo contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y menos interrogarse. Espero que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación.
No encontraba continuadores a su forma de hacer historia. Los jóvenes estudiantes de historia de la Universidad Católica habían escogido caminos diferentes y no tenían interés en su forma de hacer historia tan comprometida y tan cercana a la épica. La tendencia literaria de Flores resultaba comprensible pensando en la continuidad que él mismo reclamaba con Mariátegui.
Flores partió de la premisa que la sociedad criolla y urbana tenía del indio como un ser despreciable. Ya Ribeiro había titulado uno de sus cuentos La piel de un indio no cuesta caro. Flores aceptó tanto como recusó la visión dualista del Perú. El intentaba comprender la utopía andina de una manera aislada, partiendo de la premisa que los hombres andinos continuaron organizando su visión del mundo mediante una dinámica propia. En ese sentido retomaba el tema de La visión de los vencidos de Wachtel o, en una perspectiva más cercana, la visión insular de la vida andina que ya antes Cornejo había atribuido a Arguedas. Pero también intentaba una forma de comprensión más integrada con la influencia europea en los Andes, insistiendo en el carácter fragmentario de la vida del país. La fragmentación social fue el tema que desarrolló en Aristocracia y Plebe. Esta visión de contraposición entre lo andino y lo occidental le permitió hacer crítica social del proyecto conservador desarrollado por los grupos de derecha.
Mario Vargas Llosa publicó a fines de 1996 el libro La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, con el propósito de estudiar lo que los existencialistas habían llamado la situación del escritor y de analizar lo que había de realidad y de ficción en la literatura y la ideología indigenista a partir de la obra de Arguedas. Vargas planteó como premisa el carácter ficticio toda literatura y del indigenismo, entendido como literatura. Vargas afirmaba que su interés partía de la admiración que sentía por Arguedas:
Entre mis autores favoritos, esos que uno lee y relee, y llegan a constituir una familia espiritual, casi no figuran peruanos... con una excepción: José María Arguedas... es el único con el que he llegado a tener una relación entrañable como la tengo con Flaubert o Faulkner, o la tuve de joven con Sartre.
Vargas Llosa afirmaba que le interesó su condición de peruano de dos mundos, con una perspectiva privilegiada y una visión patética, más amplias que la suya. En el libro contaba dos historias: de un lado, la vida de Arguedas y, de otro, la utopía arcaica, la que habría sido su propuesta para la sociedad peruana. Entre ambas historias desarrolló sus propias convicciones sobre lo que es y no es la literatura. Analizó los dos últimos años de vida de Arguedas y su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo para llegar a la conclusión que
Arguedas vivía un infierno interior: su novela pintará un mundo infernal.
Vargas buscaba confirmar sus tesis clásicas de crítica literaria al examinar el caso Arguedas. La obra literaria debía explicarse por la vida del autor. La utopía arcaica fue el resultado de un largo trabajo presentado en diversos momentos y discutido en seminarios de las universidades de Cambridge (1977-78), Florida (1991), Harvard 1992, y Georgetown (1994). Dos de los capítulos reproducían los textos publicados antes sobre las novelas El Sexto (Barcelona 1974) y Los Ríos profundos (Caracas, 1978). En ambos casos Vargas Llosa revisó y corrigió los textos. En el caso de El Sexto eliminó y añadió párrafos enteros.
Vargas Llosa consideraba a la literatura indigenista formalmente pobre. Pensaba que el problema central de esta literatura era el idioma y que los indigenistas creaban una ficción mediocre al emplear el castellano de una manera adulterada. Le reprochaba a Ciro Alegría que hiciera hablar a sus personajes indios en castellano. Para él la solución se hallaba en conseguir en español un estilo que simulara la sintaxis, el ritmo y el vocabulario del idioma del indio. Todos los esfuerzos de los indigenistas hasta ese momento habían sido fraudes fonéticos. En este punto Vargas Llosa seguía a su maestro Porras Barnechea, quien juzgó infelizmente la obra de Guaman Poma. Para Porras, el defecto de Guaman Poma era su incultura o lo que es peor su semi-cultura.
Ya Scorza anotaba sobre este tema que
hay dos tipos de cronistas, los que acompañaron a los españoles, desde Bernal del Castillo hasta Mario Vargas Llosa en el Perú, y los que acompañan a los vencidos, que van desde Guaman Poma hasta José María Arguedas
Lohmann ha señalado que la orientación historiográfica de Porras se originó en su deseo de rectificar la difundida versión de la Conquista que había dado el historiador norteamericano William Prescott. A juicio de Porras, Prescott tenía una visión prejuiciosa y negativa de la colonización española, entendida en el clima de crisis que vivía España durante el siglo XIX, por lo que no tenía una valoración positiva sobre la herencia hispánica en América. Su deseo por reivindicar el aporte hispánico en la formación del Perú condujo a Porras a interesarse por Francisco Pizarro y la Conquista, y es la explicación de su posición hispanista, en oposición a las afirmaciones de Prescott.
Vargas Llosa también quería reivindicar la raíz occidental del país y para ello se convenció que debía descalificar la raíz andina. Por eso definió la utopía como arcaica, caracterizada por rasgos primitivos: el colectivismo; el rechazo de la sociedad industrial, de la sociedad urbana, del mercado; la inexistencia de individuos; una mezcla de utopía cristiana y paraíso perdido; el carácter bárbaro de la cultura india; y el pasadismo permanente.
El universo andino había ocupado un espacio muy reducido en la obra de Vargas Llosa. El informe sobre el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, Ayacucho (1983) y la novela Lituma en los Andes (1993) eran sus principales trabajos sobre el mundo andino y rural. Vargas describió a los indios como seres primitivos y capaces de realizar sacrificios humanos a fines del siglo XX. Pero él no era un especialista en la sociedad andina o en sociedades rurales. Había aceptado la invitación de Fernando Belaúnde, presidente peruano entre 1980 y 1985, para investigar lo ocurrido con los periodistas asesinados en Uchuraccay, a pesar de las limitaciones que tenía. En esa investigación reafirmó sus convicciones en el carácter arcaico del mundo andino y negó la participación del Estado en el crimen. En La utopía arcaica volvió a los Andes para demostrar el primitivismo de las comunidades campesinas, reafirmar que la ilusión indigenista carecía de sentido y sentenciar que los indígenas nada podían aportar para construir el futuro del país. La discusión sobre la obra literaria de Arguedas fue un pretexto para afirmar su fe en un país occidentalizado, capitalista y de espaldas a los Andes.
En general se aceptaba que Vargas Llosa era un buen ensayista, aunque su labor también ha sido criticada. Una de las mayores dificultades la experimentó con García Márquez en Historia de un deicidio. Las mismas limitaciones aparecieron al tratar a Arguedas. Su labor como ensayista dio origen a una muy discutida La utopía arcaica. Vargas pretendía hacer una valoración del indigenismo, pero no conocía la obra de escritores indigenistas que pretendía comentar, como Gamaliel Churata o Manuel Scorza. Vargas Llosa limitaba sus referencias indigenistas a Arguedas, Valcárcel y Ciro Alegría. Sin embargo, no demostraba solvencia en el conocimiento de estos escritores. Ignoraba completamente a Zavaleta o Vargas Vicuña y no mencionaba para nada el ciclo de la Guerra Silenciosa. La utopía arcaica no llegaba a ser un libro académico serio, porque desconocía las fuentes que debería haber consultado. Incluso cometía errores al citar los textos que glosaba. Así, en su primer trabajo sobre Arguedas, José María Arguedas descubre el indio auténtico/Sobre José María Arguedas y el indio Vargas Llosa cambió el nombre del gamonal de la historia por Julio Arosemena en lugar de Julián Arangüena.
Vargas Llosa se convirtió en el adversario más famoso de Flores Galindo. Ellos ofrecían imágenes antagónicas del futuro del Perú. Ambos coincidían en la ambigüedad que la crisis de la década de 1980 significaba para el Perú. El peor momento de la historia republicana del país era la oportunidad para un cambio radical. Esta interpretación ya estaba en establecida por Marx: los hechos siempre ocurren dos veces: primero como tragedia y luego como farsa. Pero esto suponía que se pudiera generar un orden deseable a partir del desorden. Ambos vieron salidas a la crisis en sentidos completamente diferentes. Ambos coincidieron en que se trataba de un momento singular de irrupción popular en la vida del país. Pero lo que Vargas intentaba todo el tiempo era desautorizar los proyectos indigenistas acusándolos de presentar los defectos que ya antes las clases dominantes del país habían mostrado persistentemente: la vocación fragmentaria y la acción continua para desorganizar los proyectos populares que luchaban por un cambio en las condiciones de vida de la mayoría de la población. Para Flores Galindo esa mayoría eran hombres andinos y el consideraba que sin su participación no habría solución para los problemas del país, porque cualquier solución debía involucrarlos a ellos. Eso explica su vocación por seguir las utopías de las masas. Vargas Llosa buscaba convertir la mentalidad de los hombres andinos en un asunto privado, conducirlos más allá de las fronteras de lo tradicional, fomentando la creación de una sociedad de propietarios individuales y de una nueva cultura política basada en el sentido de libertad individual que el juzgaba inexistente en el Perú. Para él no existía una tradición renovadora, ni reconocía la posibilidad del cambio desde la tradición. Criticaba a los intelectuales progresistas, los acusaba de tener una cultura estatista y controladora, de ser marxistas dogmáticos que todo lo veían violencia y que promovían un estado burocratizado erigido por el populismo izquierdista. Para él estos eran los obstáculos para la formación de una verdadera economía de mercado y no la desintegración y fragmentación de la sociedad. Sus inventos ideológicos, tales como la dependencia, el tercermundismo, la teología de la liberación, la revolución, impedían el desarrollo de la modernización capitalista de base popular.
La explicación de los orígenes de la utopía andina los separaba. Según Flores Galindo la utopía andina era una creación colectiva para defenderse contra la fragmentación y la pérdida de la identidad, una estructura ideológica capaz de explicar las desgracias actuales y dar esperanzas a los hombres andinos. Vargas Llosa negó esta tesis del origen popular de la utopía que él llamó arcaica. Para él la utopía nació de una elaboración de intelectuales renacentistas como Garcilaso y de cronistas o misioneros como Bartolomé de las Casas, quienes crearon una versión idílica de las sociedades prehispánicas. Ellos formularon esta utopía para condenar los abusos de la Conquista y cuestionar el derecho de España sobre los naturales de América.
La postura de Vargas Llosa contra la utopía andina y Flores Galindo partía de su rechazo al socialismo. Vargas dedicó el capítulo XVIII de su libro La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo a comentar Buscando un inca. Ambos libros continuaban un debate conceptual, presente en el ambiente intelectual peruano desde inicios del siglo XVII, iniciado por el jesuita José de Acosta (1540-1600) con su Historia natural y moral de las Indias, seguido por Guaman Poma y Garcilaso. Acosta, Guamán y Garcilaso narraron relatos sobre el orden moral del mundo andino anterior a la Conquista. Estos cronistas dieron respuesta a la descripción negativa de las culturas andinas realizada por los cronistas toledanos, que buscaban justificar el dominio colonial y la hegemonía cultural europea. Este debate estableció un tema clásico para la comprensión del Perú. El antagonismo creado en ese momento no pudo ser resuelto en una narración nacional de consenso general, sino que profundizó las divisiones sociales reales o imaginarias de carácter excluyente. Este debate se ha renovado periódicamente. Estos relatos se habían difundido en la sociedad, pero ninguno consiguió un valor persuasivo suficiente para lograr un consenso general. En el siglo XX se estableció una lectura compartida por los miembros de las diferentes comunidades culturales del país, tanto indigenistas como hispanistas. Esta lectura compartida permitía a los adversarios aceptar la realidad de las ficciones de sus oponentes, a pesar de que en esas ficciones fueran discriminados y rechazados. Así, mientras Vargas trataba de descalificar el relato indigenista y Flores intentaba construir en base él un nuevo paradigma para el país.
Vargas Llosa describió a la tradición indigenista como una ficción renacentista incompatible con el mundo moderno, caracterizado por la racionalidad científica y la existencia de mercados. Resultaba extraño que Vargas Llosa pensara en una utopía de raíz renacentista que fuera incompatible con la modernidad fundada por el mismo Renacimiento.
Flores Galindo, como Arguedas, terminó preguntándose por el futuro del mundo quechua ante el irremediable advenimiento de una sociedad que parecía representar la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más horrible versión. Para enfrentarse al racionalismo occidental, la utopía andina tuvo que pelear en un nuevo terreno y traducirse en capacidades y proyectos históricos. El resultado fue en muchos casos una sociedad tan mala y deformada como la sociedad que intentaba rechazar. Separada del dominio de la producción material y de la acción política, la utopía andina quedó como un mero juego, inútil en el terreno de la necesidad y comprometida con una lógica y una verdad fantásticas, las de su propio orden interno, el regreso del inca. Esto es el punto central en la mitología que construyeron los partidarios de la utopía andina. Al igual que con el indigenismo, se debía saber si había alcanzado los límites de una idea. El progreso tecnológico del mundo globalizado hizo más evidente la separación entre el mundo idealizado y las realizaciones cotidianas. Las imágenes de la utopía andina perdieron su propia lógica y su propia verdad al confrontarse con la desintegración de las sociedades campesinas andinas en la segunda mitad del siglo XX.
El sentido de fractura de la sociedad estuvo ya descrito por Mariátegui. Incluso cuando planteó la estrategia para que la doctrina socialista se arraigase en las masas indias, Mariátegui resaltó que la educación ideológica de los indios debía ser llevada a cabo por militantes de raza india, ya que los campesinos indios solamente entenderían si se les habla en su propio idioma y que siempre desconfiarían de los blancos y de los mestizos. Mariátegui siempre afirmó el vínculo del movimiento indigenista con las corrientes revolucionarias mundiales. Para él, el movimiento indigenista respondía a un problema real, la cuestión indígena, que se originaba en la economía. El origen del problema del hombre andino estaba en su opresión económica. Sin embargo Flores lo entendía como parte de problema, más que como único rasgo del mismo.
Flores Galindo cuestionó la raigambre popular de los impulsos capitalistas detectados por Vargas Llosa. Para él no se podía reducir la irrupción de lo popular solamente a la expresión de una feroz competencia individual, sino que esta irrupción tenía una dimensión colectiva evidente en las respuestas populares ante la crisis. A la imagen del empresario popular oponía la de la cooperación y la ayuda mutua o el trabajo familiar. Para el discurso liberal, los informales que migraban rompían con su pasado, para Flores Galindo esta posición ignoraba la antigua historia de lucha de la sociedad andina contra el Estado y los terratenientes. Los inmigrantes no abandonaban su tierra para dejar de ser, sino para persistir.
Para Hernando de Soto y Vargas Llosa, la transformación social resultaba de la conformación de un mundo de productores bloqueados por un Estado centralista. Los inmigrantes eran productores que, al ser liberados de un pasado arcaizante, quedarían listos para asumir la modernidad capitalista. Para Flores Galindo esta propuesta era una trampa ideológica que buscaba presentar al capitalismo como lo nuevo y al socialismo como lo viejo. Flores creía que el capitalismo y el socialismo habían existido desde hacía tiempo y que luchaban por el destino de los hombres. Vargas trataba de colocar al capitalismo como una propuesta para el futuro, desligándolo de cualquier compromiso con el pasado, ignorando cualquier pasado que pudiera tener. La responsabilidad de lo que había ocurrido en este país hasta la fecha, recaía en el Estado y en quienes habían medrado a su costa. No había relación entre la miseria y el capitalismo porque éste todavía no existía en el Perú. El capitalismo era lo nuevo mientras que el socialismo, con sus afanes estatistas, era una prolongación del pasado.
Para Flores Galindo, la migración había hecho posible que los valores y la cultura andina ocuparan la ciudad, contribuyendo a la conformación de un vasto mundo popular urbano que se adaptaba a la modernidad a partir de mecanismos andinos tradicionales de decisión colectiva. Era un nuevo tipo de sociedad civil que no podía ser comprendido si solamente se tenía en cuenta a la tradición liberal europea como la única tradición democrática válida. Este mundo popular permitía pensar al socialismo no como proyecto estatista, sino como un modelo de autogobierno de los productores y permitía asumir al marxismo como un instrumento para el desarrollo en que el hombre andino jugase un papel vertebral.
La pregunta sobre la participación de lo andino y lo occidental en la formación de las identidades en el país se resumía en el momento en que los otros se convirtieron en nosotros. A partir de esta pregunta se desarrollaron las luchas de paradigmas y tradiciones explicativas. Mariátegui, fuertemente nutrido en el marxismo, abordó estas necesidades interpretativas. Su idea de un socialismo avant la lettre en Perú se hizo parte de las tradiciones intelectuales y políticas del país. Comprender las representaciones de este concepto de nacionalidad significaba valorar el peso que el elemento étnico desempeñó y continúa desempeñando en el pensamiento social. Esta postura se volvió más urgente debido a las profundas transformaciones producidas por la urbanización, la industrialización y los movimientos migratorios. Esta reflexión era necesaria para comprender la modernidad periférica peruana.